Fecha de publicación: 18 de octubre de 2020

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa tan amada de Jesucristo, que Él ha entregado y se ofrece constantemente para, si mil vidas tuviera, entregarlas de nuevo por su Iglesia, por nosotros; querido Pueblo Santo de Dios:

La verdad es que la triada que aparece en el Evangelio de hoy en esa frase de Jesús tan conocida y tan manoseada y tan usada, unas veces bien, muchas veces muy mal, es una triada decisiva en la vida de los hombres y en la historia y, por lo tanto, casi desbordan tanto los pensamientos y las anécdotas y las reflexiones que uno podría hacer que dices “¿cómo concretaré eso en unos pocos minutos?”.

Lo que os puedo decir que es cierto es que no se trata del “dar al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios”, de repartir la Creación entre una serie de cosas que pertenecen al césar y otra serie de cosas que pertenecen a Dios. Porque si a Dios sólo le pertenecen unas partes de la Creación, resulta que Dios no es Dios; y en ese Dios ciertamente yo no creería y no merece la pena que nadie crea, si sólo es dueño de ciertas cosas espirituales, y no de todo lo creado.

De hecho, decía una periodista norteamericana que vivió en los años de la Gran Depresión y que es una figura sumamente atractiva e interesante, participó en ciertas manifestaciones, estuvo varias veces en la cárcel, está en proceso de beatificación y fue uno de los cuatro americanos que el Santo Padre mencionó cuando fue al Congreso americano y tuvo aquel célebre discurso en el que mencionaba cuatro figuras americanas dignas de admiración en muchos sentidos: Dorothy Day. Tiene poquitas cosas publicadas en español, aunque creó un montón de cosas y de iniciativas, hasta un periódico que se llama “El obrero católico”, y que sigue existiendo; y creó granjas junto con un amigo suyo, para el cuidado de los animales y de las producciones agrícolas de una manera que fuese según el designio de Dios, y están extendidas esas granjas por algunas partes de Estados Unidos.

Pero esta mujer, Dorothy day, dijo en una ocasión: “Si a Dios se le da todo aquello que le pertenece, al césar no le queda nada”. Y en el fondo, si uno lo piensa, tiene razón, y sin embargo Jesús dice: “¿Qué imagen está pintada en esta moneda?”, “la del César”, “pues, dadle ese dinero al césar, que eso no os impide dar a Dios lo que es de Dios”. Lo dice con un cierto desprecio. Jesús habla en una ocasión del vil dinero. Lo que sucede es que, entre el tiempo de Jesús y nuestro tiempo, el contexto cultural, el contexto de la vida humana, ha cambiado de tal manera… En tiempo de Jesús, el césar tenía mucha autoridad, porque había mucha gente que se la reconocía. Quiero decir que era un orden social muy fijo, muy determinado, muy establecido y había una ley romana que todo el mundo aceptaba, más o menos; pero, en el fondo, el césar no era nada más que una figura y un pequeño palacio con unas cuantas personas y las legiones romanas, no tenía más. Pero las legiones romanas estaban en un sitio, no podían estar en otro. Quiero decir, que todo el mundo era muy, muy diferente.

Hoy, los estudiosos de la teoría política y de la sociología moderna dicen que por ejemplo una distinción que ha estado muy de moda en la primera mitad del siglo XX, entre la administración pública y la sociedad civil, esa distinción, esa separación cada vez funciona menos. La administración pública (no hablo de España, hablo de los Estados en los países desarrollados y en muchos de los países no desarrollados o en vías de desarrollo) tiende a absorber de tal manera a la sociedad civil que no hay distinción entre la administración pública y la sociedad civil. Hasta alguien ha llegado a teorizar que en esta sociedad no haría falta policía, porque todos nos vigilamos unos a otros y todos somos “policías” unos de otros, por así decir. Quiero decir, que el césar ocupa un espacio que no ha ocupado jamás. Es verdad que la retórica de nuestras sociedades es la retórica de que hemos tenido unas libertades como no hemos tenido nunca. Yo creo que eso es una falsedad tan obvia.

Los hombres han sido capaces siempre de fabricar su alimentación, de fabricar su vestido, de vivir más o menos sin interferencia de los césares, excepto en un caso de una guerra por unas fronteras o con un imperio invasor, o cosas de ese tipo, pero ocasiones más bien escasas en la vida de muchos hombres. No es que la vida no fuera violenta, porque los hombres somos violentos. Y ha habido violencia en las familias, y había violencia en los pueblos, y había violencias de muchas clases. Pero no seamos ingenuos para decir que nosotros hemos creado un mundo feliz en el que no existe la violencia y en el que, gracias a Dios, hemos conseguido la democracia. Nuestra libertad es mucho más pequeña porque bastaría que alguien cortase la electricidad de nuestras ciudades para que automáticamente fuésemos todos unos mendigos en dos días. Las comidas se pudrirían en nuestros frigoríficos y en los frigoríficos de las tiendas donde tenemos que ir a comprarlas. Nosotros somos prácticamente incapaces de hacernos un vestido o un traje, o una túnica. O nada. No somos capaces de hacer nada para nosotros. Somos inútiles para nosotros mismos y todo está regulado por la administración. Por una administración que, en una sociedad tan compleja y tan sofisticada como es la nuestra, se extiende a todas partes. Hoy no está el césar: está el césar, el vicecésar, el secretario general del césar, los pajes, los cesaritos, los pajes de los cesaritos, todo; los clones. 

Vivimos rodeados. El césar ocupa todo el espacio. Repito, no estoy hablando de España, también de España, por supuesto, pero eso pasa en todos los países ahora mismo, donde se ha inflado de tal manera la administración pública que la misma palabra democracia es una palabra casi irrisoria, ridícula, irrelevante, sin sentido, porque sirve para todo. También la usaban en la Unión Soviética en la época del estalinismo, donde no había evidentemente ninguna libertad. Y la conciencia de los estudiosos más serios y más profundos de nuestras sociedades es que nuestras sociedades evolucionan todas ellas hacia una especie de capitalismo de Estado, de totalitarismo práctico. Por lo tanto, el césar es mucho más grande hoy que lo era en tiempo de Jesús. Pero lo mismo pasa con el dinero. El dinero se usaba entonces, casi exclusivamente, para comprar bienes. Si yo necesitaba tela y yo no era fabricante de seda, tenía que comprar aquella tela; y para pagar unos impuestos, que el Imperio romano se pagaba un impuesto por cápita, un impuesto por cabeza, que es el que dio lugar a que María y José tuviesen que ir desde Nazaret hasta Belén, porque eran originarios de allí. Pero, eso era todo. El dinero servía sólo para eso. Hoy el dinero, que en su valor originario servía sólo para comprar cosas y nada más, hoy ocupa un papel en nuestra vida de tal manera que la gente, tú preguntas a chicos “¿qué quieres ser el día de mañana?” y algunos te dicen “cualquier cosa que gane dinero”. Da pavor, pero preguntándoles a unos chicos antes de la Confirmación “¿tú por qué quieres ser médico?”, “porque se gana mucho dinero”, responden. Y a uno le da pánico. ¿Pondría yo a mis hijos o a mi mujer, o a mi madre en manos de un médico que se ha hecho médico para ganar dinero?

El dinero se ha convertido también en algo que ocupa mucho más lugar en nuestras vidas que el que ocupaba en tiempo de Jesús; que el que ha ocupado en todas las sociedades tradicionales. Porque las sociedades tradicionales (y digo “tradicionales”, si queréis, hasta la invención del tren o del automóvil, hasta los comienzos del siglo XX) todo eso seguía siendo prácticamente la misma sociedad. Han sido esos cambios los que han introducido novedades tan complejas y han hecho una vida tan compleja, que, ahora mismo, los bienes sirven para ganar dinero, y la gente quiere tener bienes y muchos de esos bienes provienen además ya del dinero, como si el dinero creciera, como si el dinero pudiese multiplicarse a sí mismo. Todo eso pone de manifiesto que detrás de nuestra cultura hay muchas falsedades. Y que, por una parte, no es fácil desenmascarar todas esas falsedades. Y aunque uno las desenmascare, tampoco sirve el decir “¡me irrito contra ellas, voy a vivir de otra manera!”. Es cierto, tenemos que vivir de otra manera, pero tenemos que ser conscientes de que el mundo en el que estamos es así, y vivir de otra manera, con la libertad de los hijos de Dios, en un mundo que es así. Porque hacernos ermitaños no serviría y, probablemente, no cambiaría gran cosa en el mundo.

Los Papas en las últimas encíclicas desde el año 2000, en aquella “Centesimus Annus” famosa de Juan Pablo II, pero en todo el magisterio reciente de la Iglesia, nos advierte de que vivimos en una cultura que es antihumana; que no es que sea enemiga de la Iglesia –lo es-, pero es que es enemiga sobre todo del ser humano. Es enemiga de nuestra humanidad. En el “Fedro” de Platón, que está escrito cuatro siglos antes de Jesucristo, dice Sócrates en un momento que el hombre puede servir o a la sabiduría o al dinero, y que si sirve al dinero se degrada, se empobrece, se empequeñece; y que servir a la sabiduría y al dinero son dos cosas incompatibles. No es lo mismo que dice Jesús. Pero Jesús dijo en otra ocasión en el Evangelio, “no podéis servir a Dios y al dinero”. Que tenemos que usar dinero, que tenemos que tener una relación con el dinero que esté al servicio de los bienes del hombre, pero estamos en mitad de un terremoto cultural de unas dimensiones enormes, y en un terremoto lo que hay que hacer ante todo es salvar vidas, es decir, acudir a las necesidades más urgentes, y tratar de poner de manifiesto una humanidad más bella. A esa tarea estamos todos llamados, todos los cristianos y todos los hombres de buena voluntad. Estamos todos llamados a poner lo mejor de nosotros mismos al servicio de una humanidad que está en peligro, de una sociedad donde estamos empezando a vivir las consecuencias de la pandemia, nada más que empezando, pero nos esperan meses y años de esto. No podemos dejar que nuestra humanidad se venga abajo, no podemos. Tenemos que pedírselo al Señor, y tenemos que pedírselo juntos, y tenemos que pedirLe al Señor que sepamos ser un pueblo en el que brille un modo de valoración, un modo de vida, que busca de verdad la sabiduría, que no vive para el dinero, que vive para Dios y utiliza el dinero como un medio para mejorar humanamente, no en el sentido de más posesiones o de acumular, sino mejorar humanamente la vida de nuestros prójimos.

Esa es una súplica que tenemos que hacer en el momento en el que estamos. Yo creo que con una conciencia de que nuestra dignidad…, hasta tal punto llegan los tentáculos del césar que yo he oído decir que alguien ha dicho que no se podía cantar en la Iglesias porque el canto extiende el coronavirus. Si me tienen que decir si puedo cantar o no puedo cantar; si me tiene que decir de qué cosas tengo que acordarme en mi memoria y de qué cosas no puedo acordarme; de qué cosas puedo hablar y de qué cosas no puedo hablar; qué palabras puedo usar y qué palabras no puedo usar, ¿me queréis decir dónde quedan nuestras libertades? Y a lo mejor, donde tenemos que ejercitar esa libertad es sobre en eso, sobre en el uso al dinero, y aprenderemos el gusto de ser libres, la alegría de ser libres, el gusto de servir a Dios; que Dios sí que nos hace libres. La verdad sí que nos hace libres. Y la verdad es Jesucristo. Y en la verdad de Jesucristo somos hijos libres de Dios.

Sé que puede parecer todo lo que he dicho muy confuso y muy poco ordenado, ciertamente, pero yo creo que pone de manifiesto que el Evangelio no nos habla de cosas espirituales sólo; nos habla de nuestra vida, del sentido de nuestra vida y de cómo orientarla. Y ahí tenemos mucho camino que andar humildemente, dispuestos a escucharnos unos otros, dispuestos a aprender unos de otros, dispuestos a caminar juntos y ayudarnos a caminar, para que pueda nacer un pueblo nuevo en una cultura nueva, distinta. Eso no pasa de una semana a otra, ni de un día para otro, pero no pasará nunca si no hay unos que empiezan. El Señor empezó con doce, y luego había setenta y dos amigos, y aquel grupo de mujeres que acompañaban al Señor y a los Doce en todo su camino y en todo su ministerio. Si hay que volver a empezar volvemos a empezar, sin miedo, con sencillez, con humildad, pero con una confianza inmensa en el poder de Dios, que, como nos recordaba la Primera Lectura y nos recordaba el Salmo, es infinitamente más grande que el de todos los reyes.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

18 de octubre de 2020
S.I Catedral de Granada

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