Fecha de publicación: 19 de junio de 2019

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios; queridos amigos y hermanos:

El año litúrgico no termina con el día de Pentecostés, con la fiesta de Pentecostés. Termina con un Gloria: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Es decir, como terminamos los cristianos nuestras oraciones, como deberíamos terminar todas ellas. Solemos hacerlo cuando rezamos Padrenuestro, Ave María y Gloria, pero deberíamos siempre terminar todas, cualquier tipo de oración, en la Liturgia de las Horas, al final de cada Salmo se repite “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”. Y la señal de la cruz une –diríamos- las dos realidades que constituyen el núcleo del Acontecimiento cristiano, fuente de nuestra fe. Cuando hacemos la señal de la cruz al mismo tiempo decimos “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. En un mundo que cada vez pierde más el sentido de los símbolos y de los gestos, y del valor de los símbolos y de los gestos, excepto aquellos gestos –diríamos- que son promovidos y tolerados por los instrumentos del mundo secular, cada vez hacemos menos la señal de la cruz.

Yo recuerdo cuando yo era niño que se hacía con mucha frecuencia al salir de casa todos los días. Se salía de casa haciendo la señal de la cruz y recordando que Cristo es nuestro Redentor y que el Dios en quien creemos es el Dios Trino. También al pasar delante de las iglesias era habitual hacerlo. Muchos de esos gestos los hemos dejado caer y, sin embargo, son gestos que nos recuerdan quiénes somos, porque nada en el dogma cristiano, nada en la fe cristiana, que se condensa en el símbolo de la fe, en el Credo, son conocimientos acerca de Dios que no tienen que ver con nuestra vida, porque nada acerca de Dios no tiene que ver con nuestra vida. Señor, Dios nuestro, “qué admirable es tu Nombre” hemos cantado en el Salmo. Y lo que hace admirable tu Nombre es esa criatura que es más grande que las galaxias, más grande que las montañas, más grande que una puesta de sol, más bella que ninguna otra criatura, más misteriosa que nada que es Tu criatura, el hombre, que “le hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad”. Y no está hablando del hombre redimido, está hablando, simplemente, del hombre creado.

¿Cuál es esa gloria y esa dignidad? Un ser dotado de inteligencia. Yo no diría de razón sólo, porque la razón etimológicamente, y además en su uso más habitual, se limita al calculo. La inteligencia es algo mucho más grande que la razón. Dotado de inteligencia, dotado de libertad sagrada y dotado de afecto, de una capacidad de amar (no de afecto como sentimiento, que hace que nos gusten las cosas o que nos gusten las personas, eso no es amar). Dotado de una capacidad de amar. Somos la criatura más grande, cada uno de nosotros somos imagen de Dios; imagen y semejanza de Dios, imagen y semejanza única. Cada uno de nosotros participa de una manera única en el Ser del Dios que es Amor. Y simplemente el hecho de afirmar que Dios es Amor implica de algún modo la fe en la Trinidad. Un Dios que fuera sólo un individuo, como tendemos hace varios siglos, a medida que nuestra razón se reduce al cálculo pensar que la Trinidad es un misterio insondable, que, por tanto, mejor vale no pensar en ello, porque uno no pueden ser tres y tres no pueden ser uno…, lo único que demuestra es lo poquito que usamos nuestra inteligencia, porque eso forma parte de un cálculo matemático, nada más, pero las matemáticas es sólo las medidas de las cosas y pensar que Dios puede entrar en medidas es ya una ridiculez de entrada. Hablo para los que estáis casados o para los que tenéis uso de razón: ¿Acaso no es vuestro marido o vuestra mujer un misterio insondable, aunque llevéis treinta o cuarenta años de casados? Me atrevería casi a decir que levante la mano quien piensa que entiende perfectamente a su mujer.

Obviamente, somos un misterio. Somos un misterio para nosotros mismos cada uno. Somos un misterio para nosotros mismo. ¿Y por qué somos un misterio? Porque participamos del Ser de Dios de una manera única. Por lo tanto, ni la biología, ni la física, ni la química, ni la matemática, ni la psicología, ni la sociología, ni todos esos saberes combinados dan razón de quién soy. Y eso apunta a un Dios que tiene que ser infinitamente más grande que el misterio que somos nosotros. Y eso que no se lo esperaba nunca, nadie. A los cristianos les costó muchos, muchos mártires defender que creían en un solo Dios y que ese Dios era una comunión de personas. Los cristianos han dicho siempre: nuestro Dios es el Dios único. Pero ese Dios, como lo hemos conocido en Jesucristo como Amor, no puede haber amor donde no hay más que un individuo solitario. Puede haber sentimientos de compasión hacia otras cosas, pero no verdadero amor.

Y entonces, para el mundo griego –en el que nació el cristianismo- y para el mundo judío hablar de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo era una blasfemia. Jesús fue condenado en gran parte porque se arrogaba una autoridad divina, curando a alguien en sábado o comiendo con publicanos y pecadores, y, por tanto, sin decir que era Dios actuaba como Dios; comparaba los mandamientos del Sinaí que Dios había dado a Moisés en el Sinaí con las cosas que Él decía (“Se dijo a los antiguos”, que es una manera de decir “Dios dijo a los antiguos ‘no matarás’. Pero Yo os digo todo el que odie a su prójimo es reo de la gehena”. O “Dios dijo a los antiguos no adulterarás, pero Yo os digo ‘quien mire a una mujer deseándola ya ha adulterado en su corazón”. Jesús se atribuía una autoridad divina y eso le costó… comer con publicanos y pecadores porque Dios perdonaba. Si hoy no fuera la fiesta de la Trinidad, el Evangelio hubiera sido el de la mujer que entra en la casa de Simón el fariseo y se echa a los pies de Jesús, lo perfuma con un perfume, hace un oficio de esclava, perfumando, lavando los pies como hizo el Señor la noche del Jueves Santo, y como hacemos cada Jueves Santo, y secando los pies con sus cabellos… Dios mío, aquello era un escándalo notorio. En casa de un fariseo, un sábado, haciendo un trabajo de esclavo, porque le había perdona los pecados. Jesús en la predicación de la sinagoga, sin duda, la única explicación de aquel gesto, había dicho “el Reino de los Cielos está cerca, vuestros pecados están perdonados, con nada que deseéis acercaros a Dios”. Y la frase de Jesús, que se entiende siempre mal, no es “se le han perdonado sus muchos pecados porque ama mucho”, sino “se le han perdonado sus muchos pecados y por eso ama mucho”. Pero “al que poco se le perdona, poco ama”, refiriéndose al fariseo.

Todo el Ministerio de Jesús es revelarnos un amor infinito, un Dios que es Amor. El Islam tiene noventa y nueva nombres de Dios, bellísimos todos ellos y recogidos todos del Corán y también de la Escritura. Porque el Corán retoma un montón de cosas del Antiguo Testamento y algunas del Nuevo Testamento también, pero el nombre que el Corán no tiene y que ningún musulmán acepta es Dios es Amor. Entre los noventa y nueve nombres de Dios falta ése, porque para que Dios fuera Amor tiene que ser una comunión de amor. No hay amor mas que donde hay comunión y donde hay un cierto tipo de alteridad; que no es la alteridad de este mundo: un individuo, otro individuo, otro individuo. Es una alteridad que no rompe la unidad. Es una alteridad que efectivamente, misteriosa. Pero, repito, no nos ha dejado el Señor para decir “en eso no vale la pena pensar porque es tan misterioso…”. Pues, es tan misterioso como el amor humano, que también es muy misterioso; que es tan misterioso que ninguna de dos personas que se aman de verdad puede dar razón de la otra persona ni predecir absolutamente su comportamiento, ni definirla en realidad, sólo puede reconocer su misterio con respeto, con reverencia, con afecto. Y desear lo que desean dos personas que se aman: que no nos separemos nunca. Pero, un poco habiendo renunciado a poder reducir a la otra persona a unas medidas que yo puedo controlar, y que yo puedo comprender. Pasa lo mismo en el amor de los padres y los hijos. Si tratamos de reducirlos a algo que pueda estar dentro de nuestro control…

Por lo tanto, tenemos una vía para comprender que Dios es Amor. Y que Dios es Amor tiene que ver con nuestra vida, tiene que ver con el misterio que somos. Y voy a fijarme sólo en dos cosas (y luego, a lo mejor, no digo más que una, pero, bueno…) que implican cambio. El hecho de creer en el Dios Trino, ¿cambia algo en nuestra vida? El hecho de no comprender a Dios como si fuera un punto final único, que lo domina todo y que lo gobierna todo al final, como el emperador de la “guerra de las galaxias” (que es como los chicos se imagen cuando hablamos de Dios, por desgracia). El hecho de comprender a Dios como Amor nos permite comprender que la Creación es una participación en el Ser de Dios. Todo, desde una hoja de árbol, hasta tus ojos. Es decir, todo lo que existe participa de un Dios que crea por amor y no porque esté solo y crea juguetes para entretenerse, o hace mecanos con los que luego juega. No, no. Cuando preguntan, ¿y dónde estaba Dios en el tsunami? Estaba en las víctimas, estaba en todas partes. Fundamentalmente, en las víctimas. ¿Dónde estaba el Señor en Auschwitz? Estaba en las víctimas. Si todo lo que ES, en la medida en que es bueno y verdadero, todo participa de algún modo en el Ser de Dios. Es muy difícil imaginar algo que sea malo, malo, en todas sus dimensiones. Incluso las cosas más malas nos atraen a veces, porque tienen algo de bueno y es eso de bueno que tienen lo que nos atrae. Y eso de bueno que tienen participa del Ser de Dios. Todo lo que ES participa del Ser de Dios. El mal no es una cosa, y desde luego no es un señor. Es una carencia, es una ausencia, es un vacío, es una falta.

Dios es Amor y eso cambia la percepción de la vida. La Creación es buena, hasta el fondo. Podemos siempre decir que es buena porque Dios es Amor y, por lo tanto, porque Dios es Trino. Podemos siempre decir que la duplicidad de los sexos es una realidad buena, maravillosa, porque Dios es Amor. Si Dios no fuera Amor, todo lo que no fuera Uno sería decadencia, y así ha sido siempre en la historia del pensamiento humano. Antes de Cristo, y a medida que nos apartamos de Cristo y la idea de Dios Uno hace que nos olvidemos del Dios Trino, la duplicidad de los sexos o se borra, o se disminuye. La dignidad, la verdadera defensa, grandiosa, de la dignidad de la mujer está vinculada a la fe en el Dios Trino; de un Dios que es Amor y Amor como donación. Donación que descubre cuál es la verdadera vocación del esposo, pero también cuál es la verdadera vocación de la esposa. La bondad del ser hombre y del ser mujer, y de poder agradecer a Dios mi cuerpo. Qué curioso lo de los rasgos que describen quienes describen nuestro mundo es que cada vez hay menos personas que estén satisfechas con su cuerpo. Pero no sólo mujeres, hombres también. Y entonces, uno hace mil sacrificios, mil formas para que el cuerpo corresponda a aquello que yo quiero que sea. La bondad del ser hombre y del ser mujer depende de que Dios es Amor. Y fuera de ese ámbito, no ha existido, culturalmente no ha existido. Y no existirá, porque no siempre que se habla de la dignidad de la mujer se habla de la dignidad de la mujer como mujer; se habla de la dignidad de la mujer como trabajadora, como parte del proceso de producción y de consumo, de los dos. Lo cual no siempre hace que la mujer viva una vida más digna, porque a veces vive dos vidas, la de esposa y la de madre de familia, sobre todo la de madre de familia, y luego la de trabajadora, con lo cual vive una vida mucho más dura que la del hombre, porque implica mucho más el ser madre de familia que el ser padre. Por lo tanto, hay que pensar. Y si vais un poquito hasta el fondo del misterio que somos, os encontraríais con eso, con que el que sea bueno ser hombre y el que sea bueno ser mujer, y el que sea bueno el amor del hombre y la mujer tiene que ver con la fe en Dios Trino.

Y os voy decir una última cosa. Una consecuencia de que Dios es Trino es un rasgo del amor que cada vez falta más en nuestro mundo. Amar, la forma más exquisita de amar es dejar ser –dice un teólogo del siglo XX, apoyándose en toda la Tradición cristiana-. Cada vez somos menos capaces de dejar ser a las personas que amamos, ni los padres a los hijos, ni el hombre a la mujer. El amor, lo que llamamos amor en nuestro mundo, cada vez se convierte más en una exigencia sobre el otro. En un reclamo al otro de que cumpla ciertas expectativas que yo tengo (…). Pero eso nos pasa no sólo al marido con la mujer, lo mismo le pasa a la mujer con el marido. Y somos criaturas, hechos a imagen de Dios, con una distancia infinita, capaces de amar, capaces de salir de nosotros mismos y de darnos. No de darnos como Dios se da, pero de darnos. Pero, para darse, hay que salir de uno mismo. Y en los padres y los hijos, Dios mío. Pensad alguna vez en que vuestro amor implica dejarle ser, dejarle ser, dejarles crecer, ayudar a que crezcan. Y si vienen a casa con las rodillas rasgadas porque se han arrastrado por el suelo, bendito sea Dios (…), no os echéis a llorar. Porque educamos a los hijos a que no crezcan nunca y un padre que ama, por muy duro que sea -y eso es parte de la misión del padre-, una madre que ama tiene que dejar a sus hijos crecer, y a la madre le cuesta mucho, lo sé. Pero ésa es la función del padre, aunque le cueste frenar el sentido proteccionista de su esposa, para que los hijos crezcan. Y al final, la madre lo agradece, porque ama a sus hijos y ve los frutos de que puedan crecer, y ve el dolor que le causa después cuando ve que tiene hijos de treinta años que siguen comportándose como si tuvieran diez. Perdonadme, pero parece que la Trinidad no tiene nada que ver con nuestra vida y, en cuanto hurgamos un poquito, resulta que tiene todo que ver con nuestra vida y con las cosas más sencillas de nuestra vida y más cotidianas de nuestra vida.

Señor, ayúdanos a comprender que eres Amor y ahondar en ese Amor, para que podamos vivir la meta de nuestra vida, que es poder amar, porque somos imagen y semejanza tuya, y que aprendamos de Ti lo que significa amar. Que lo aprendamos de Cristo en la Eucaristía: “Tomad, comed, éste es mi Cuerpo. Tomad, comed, ésta es mi Sangre”, es mi Vida que se entrega por vosotros. Eso es realizar en este mundo la imagen de Dios, del Dios Hijo, que es el Dios que crea, el Dios que redime y el Dios que nos da su Espíritu, para que nosotros podamos vivir siendo criaturas como hijos libres de Dios. Que así sea para todos nosotros.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

16 de junio de 2019
S.I Catedral de Granada

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