El relato de la Pasión del Señor nos conmueve siempre en lo más profundo de nuestro corazón y de nuestra alma de creyentes.

Hoy, nuestra celebración es por fuerza austera y penitente. Estamos sobrecogidos por el misterio tremendo de la muerte de Jesús, la muerte del Justo, la muerte del Inocente, la muerte del Hijo de Dios a manos de sus hermanos, ciegos y endurecidos. Es la ceguera de los dirigentes y la ceguera del pueblo sencillo, la ambición de unos y la debilidad de los otros, la coincidencia de muchos oscuros intereses, lo que lleva a Jesús a la necesidad de aceptar aquella muerte tremenda, prematura, injusta, cruel. Su muerte es el precio de su fidelidad a Dios y de su fidelidad por cada uno de nosotros. Jesús muere por decir la verdad, la verdad sobre Dios, la verdad sobre el hombre, la verdad que nos salva. Muriendo Jesús, dejó una luz encendida para siempre en la historia de la humanidad, el camino de la verdad, el camino de la inocencia, el camino del perdón, el camino de la misericordia, el camino del amor y de la generosidad. Es el verdadero camino de la paz, de la convivencia, de la felicidad y de la salvación.

La muerte de Jesús nos revela el gran amor de Dios, que, en Cristo y por Cristo, se acerca hasta nosotros para rescatarnos del pecado, para sacarnos de la oscuridad de nuestros egoísmos a la luz del amor y de la vida; y descubre también la ciega soberbia de quienes no quieren ver ni aceptar la intervención de Dios en nuestra vida, ni entonces ni ahora.

No queremos ser, nosotros hermanos, como el Pedro cobarde que le negó tres veces, ni queremos ser como Pilatos –irresponsable, cobarde también-, que pretende desentenderse cómodamente de sus obligaciones. No queremos ser tampoco como los rudos soldados, que se disputan a las cartas la túnica del crucificado, sin pensar en él.

Señor, Te pedimos que nos aceptes como el Pedro arrepentido y fiel, como las piadosas y valientes mujeres que te acompañaron hasta el Calvario, como María y como Juan, que estuvieron contigo al pie de la cruz desafiando el menosprecio, los insultos, la marginación de quienes se creían, entonces como ahora, los dueños del mundo.

De aquellas horas terribles de Cristo pendiente en la cruz nos quedan muchos tesoros en nuestra vida. Nos queda el tesoro del cuerpo de Jesús, entonces depositado en el sepulcro, y ahora resucitado y presente cada día en nuestro alcance en la Eucaristía; nos queda el gran sacramento del perdón de los pecados, el sacramento de la confesión, del perdón, de la misericordia, del renacimiento y de la recuperación de la alegría; nos quede el tesoro de la Virgen María que Jesús nos entregó al pie de la cruz como Madre nuestra y Madre de la Igleisa; nos queda el gran tesoro de la Iglesia: nos quedan los sacramentos. Pero todo esto nos queda porque nos queda Jesús. Jesús es nuestro gran tesoro. Jesús es uno de nosotros, uno de nuestra familia y en Él tenemos la verdad y el renacimiento poderoso de la humanidad, de la justicia, de la esperanza, del amor, de la alegría.

Qué pena, que tantos hermanos nuestros, a veces familiares, amigos, bien cercanos, se alejen de Jesús, se desentiendan de Jesús, que es la única verdad de nuestra vida; la verdad definitiva, la fuerza verdadera. Qué pena que tantos hombres en el mundo, tantos pueblos y tanta gente tan poderosa y tan influyente quieran arreglar el mundo sin contar con Jesús, que es la clave de la vida.

Unidos a la oración poderosa de Jesús, junto con la Iglesia universal, pedimos a Dios por todas las necesidades de nuestro mundo. Pedimos por la unidad y la santidad de la Iglesia, por el Papa Francisco, por nuestro Arzobispo, por los Obispos, sacerdotes y Diáconos de la Iglesia entera. Pedimos para que haya jóvenes generosos que quieran ofrecer su vida para colaborar con Jesús en el anuncio del Evangelio, en la atención a los enfermos, a los pobres. Pedimos por nuestros ancianos, nuestros enfermos, por los moribundos, por los inmigrantes, por los sintecho, por tanta gente que sufre sin encontrar una mano amiga que lo consuele. Con amor y esperanza, pedimos también por los cristianos que han perdido la fe y por los que lo traicionan con su mal comportamiento. Pedimos por la paz en Oriente Medio, por el fin del terrorismo en el mundo, por los inmigrantes, por los refugiados, por la evangelización de los pueblos que no tienen la alegría de conocer a Jesús ni de poder contar con la esperanza de la vida eterna; por la conversión de los pecadores, por la salud moral y el crecimiento espiritual de nuestro pueblo.

Y para nosotros, hermanos, pedimos la renovación del fervor primero, la santidad de vida, el cumplimiento fiel de nuestras obligaciones en la respuesta generosa a la vocación personal de cada uno.

Para todos pedimos con el abrazo de la cruz del Señor pedimos el amor y la bendición de Dios y el don supremo de la vida eterna.

TE ADORAMOS, OH CRISTO, Y TE BENDECIMOS, PORQUE POR TU SANTA CRUZ REDIMISTE AL MUNDO.

+ Fernando Sebastián
Arzobispo emérito de Pamplona y Tudela

14 de abril de 2017
S. I Catedral de Granada
Viernes Santo