Fecha de publicación: 7 de febrero de 2021

Queridísima Iglesia del Señor (tanto la pequeña comunidad aquí presente como aquellos que se unen a nosotros de diversos modos, a través de las cámaras de la televisión);
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
excelentísimo y querido Sr. Alcalde;
excelentísimas autoridades;
queridos hermanos y amigos todos:

Siempre que nos reunimos los cristianos nos reunimos para dar gracias a Dios, también en un funeral. También hasta en ese momento humanamente tan dramático, que es el funeral de un niño, por ejemplo, estando delante sus padres. Damos gracias a Dios siempre.

La actitud con la que el cristiano vive todas las circunstancias de la vida es eucaristía, que significa acción de gracias, que significa gratitud. No damos gracias por el niño que ha muerto. No damos gracias por circunstancias que son especialmente dolorosas y difíciles, y que forman parte de nuestra condición humana y mortal, en un mundo herido por el pecado y en un mundo donde la visión de la realidad está nublada por el pecado y no vemos el fondo de la realidad con la luz de la fe.

Damos siempre, siempre, gracias a Dios. Las damos por Jesucristo. Y nosotros, al celebrar hoy la fiesta de san Cecilio, todos los años damos gracias porque el conocimiento de Jesucristo, que eso es la fe, ha llegado a nuestras tierras de una manera tan temprana, hace tantísimo tiempo. Yo sé que las leyendas acerca de san Cecilio que están en los libros plúmbeos son eso, leyendas, y que tienen una finalidad muy bonita, pero tienen una finalidad particular dada en su momento histórico. Sin embargo, la tradición de que san Cecilio fue el primer obispo de Granada es muy antigua. Y el hecho de que la fe comenzó muy pronto en Andalucía y estaba muy arraigada en Granada lo sabemos porque el primer concilio de la Iglesia universal, del que se conservan las Actas, es un concilio que tuvo lugar en Illiberis, en Granada, muy a comienzos de la primera década del siglo IV. Por lo tanto, damos gracias por una historia de fe. Yo sé que esa historia es una historia también de miseria, de pecado, de utilización de la religión para fines políticos o interesados de cualquier otro tipo, hasta económicos. Pero, “donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia”. Cuando uno mira esa historia, no puede mas que dar gracias por ella, porque es la historia de la permanencia del Señor en medio de nosotros; el cumplimiento de Su promesa: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y por eso siempre damos gracias.

En una situación como la que estamos viviendo, marcada por la pandemia, en Granada, además, por el miedo añadido que introduce la actividad sísmica, que, aunque sea pequeña, evidentemente hace temblar no sólo los suelos, sino también las paredes y también los corazones. En este momento justo es cuando la fe es más necesaria, porque, cuando parece que tenemos la vida asegurada y todo está como bajo nuestro control, entonces, puede parecernos la fe como un adorno. Un adorno arbitrario, provisional, folclórico, tradicional, bello…, pero, en realidad, innecesario para vivir porque la vida nos la solucionamos, nos la averiguamos nosotros. Esa parte, de repente, aparece ante nuestros ojos de una manera tan “brutal”, tan repentina y tan inesperada, nuestra condición frágil, nuestra fragilidad, nuestra debilidad ante la muerte, la realidad misma de la muerte en la que normalmente evitamos pensar, cuando uno se da cuenta de que tenemos necesidad de la fe, de que la fe es un bien indispensable.

Se habla de bienes esenciales en estos tiempos, muchas veces. Pues, un bien esencial es la fe. No la fe como una serie de creencias o una serie de cosas. Mi deseo no es hacer propaganda de la fe. Mi deseo es anunciar a Jesucristo. Tenemos necesidad de Dios. Tenemos necesidad de Jesucristo. Esa necesidad, no hay ninguna empresa publicitaria ni de marketing que la promueva, sólo el testimonio de lo que significa en la vida haber encontrado al Señor. Eso es lo único que promueve la fe. Pero un bien que cada vez nos resulta más necesario, más indispensable, porque da sentido a la muerte y da sentido a la vida; da sentido a las circunstancias, a veces durísimas, que toca vivir. Yo pienso en familias que no han podido o que no pueden despedirse de sus seres queridos que están en la UCI. Pienso en familias desbaratadas por las consecuencias del covid-19. Pienso en el dolor que todo eso genera. Pienso en las personas que han perdido trabajo; que no tienen mucha esperanza de poder recomenzar su negocio o su empresa, en la que habían puesto todos los ahorros y todas las esperanzas de su vida. Y uno se da cuenta: “Señor, ¿qué hacemos aquí?, ¿para qué estamos aquí?”. Y es para eso para lo que no hay ninguna instancia de este mundo que nos dé respuesta, sólo Tú, Señor; sólo Tú, Jesucristo.

Los médicos de urgencias, las personas que están más cerca de las personas que mueren cada día, se dan cuenta de la mirada de ansiedad. Y ahí es donde entra Jesucristo, y donde yo quiero dar un testimonio esencial para nuestra vida. Nunca estamos solos. Jesucristo está siempre con nosotros. Donde nuestros familiares más queridos, donde nuestros amigos no pueden acompañarnos, donde parece que ninguna circunstancia de este mundo es favorable a nuestros proyectos o a la tranquilidad, el Señor está junto a nosotros: está con nosotros, está en nosotros. “No temerás el espanto nocturno”, dice un Salmo. Y la Primera Lectura de hoy habla de la ansiedad de la noche cuando a uno le falta sencillamente las razones para amar la vida, las razones para dar gracias, las razones para estar contento.

Jesucristo ha venido para que nosotros podamos vivir contentos. No significa eso no sentir dolor. El dolor es perfectamente compatible con una paz y una alegría profundas, cuando uno sabe que quien me aguarda, del otro lado de esta niebla, es justamente los brazos llenos de misericordia, llenos de amor del que me ha dado la vida: Jesucristo, para quien y por quien todos hemos sido creados.

Yo sé que esta casa, la Abadía del Sacromonte, tiene un centro -y un centro muy grande- en la figura de la Virgen Inmaculada. Quisiera decir una cosa muy sencilla sobre lo que estaba comentando. Todos hemos rezado miles de veces el Avemaría. Y la primera parte del Avemaría pensamos que es sencillamente un piropo, un canto a la Virgen, donde recordamos las palabras que el Ángel le dijo a la Virgen. No olvidéis que María, la Madre de Jesús, es la primera Iglesia, es el comienzo de la Iglesia, y todo lo que en la Escritura se dice de María se puede aplicar perfectamente al Pueblo cristiano y se puede aplicar a cada una de nosotros. En esas palabras que el Ángel le dice no es un piropo a la Virgen. Un piropo a la Virgen no sería en sí mismo una oración. En el fondo, parece que no nos dice nada, que no tiene nada que ver con nosotros. El Ángel le dice a la Virgen una cosa sumamente importante: “El Señor está contigo”. Y esas palabras del Ángel a la Virgen son palabras que la Iglesia quiere hacer suyas y que yo quiero –querría- gritar y gritar a todas las personas. Quisiera gritar al mundo entero: “El Señor está con nosotros”. “El Señor está contigo, ¡no temas! Has hallado gracia ante Dios”. No estamos nunca solos, porque el Señor está con nosotros, y en medio del desastre nuestra fe nos permite, no sólo saber, sino experimentar que el Señor está con nosotros y que la vida cambia cuando uno tiene experiencia de que el Señor nos acompaña.

Mis queridos hermanos, damos gracias hoy por el don de la fe y le pedimos para nuestra sociedad ese don que es capaz de generar una humanidad bella, hermosa, buena. Una humanidad, como recuerda tantas veces el Papa Francisco, donde todos anhelamos ser hermanos, pero todos caemos ante las dificultades de todo tipo que hace difícil nuestra fraternidad, que se interpone o que a veces tratan de arruinar nuestra fraternidad.

La certeza de que Dios es Amor y de que ese Amor está con nosotros en todos los momentos de nuestra vida, y también en nuestra muerte, y nos aguarda con los brazos abiertos del otro lado de la muerte, nos permite vivir con esperanza, tener las manos abiertas para nuestros hermanos, nos permite trabajar con ilusión y con certeza de que vale la pena vivir y de que vale la pena construir un mundo más humano. Y un mundo más humano sólo puede ser un amor de hermanos. Y un amor de hermanos sólo se puede constituir cuando tenemos conciencia todos de que somos hijos de un mismo Padre, herederos de la misma herencia, partícipes del mismo destino. Eso es lo que Jesucristo, la experiencia del amor de Jesucristo, nos da.

Que así sea para toda la ciudad de Granada, para todos nosotros.

Que así sea para todos los hombres, si Dios quiere.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

7 de febrero de 2021
Abadía del Sacromonte

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