Fecha de publicación: 14 de enero de 2020

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Santo Pueblo de Dios;
queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos puericantores;
querida familia de Carmen, que bautizaremos de aquí a unos momentos;
queridos hermanos y amigos todos: 

Estamos a la sombra de la Navidad y no es casualidad, ni es una cosa accidental el que, inmediatamente después de la celebración de la Epifanía, se celebre el Bautismo del Señor. Por muchos motivos, primero, porque la Encarnación del Hijo de Dios ha sido siempre entendida por la Iglesia como una boda; una Alianza, pero una alianza nupcial. Y una alianza nupcial cuya verdad más profunda se descubre en el Misterio Pascual de Cristo, donde Cristo está tan unido a nosotros que participa de nuestra muerte, de nuestras traiciones, se hace víctima del pecado del mundo, para ofrecernos a Dios, introducirnos con Él, triunfador de la muerte, en la vida de Dios y en la comunión de la Trinidad; unirse a nosotros, entrelazarse con nosotros, de tal manera que en Dios, desde la Encarnación, está la humanidad introducida, y en nuestra humanidad queda la divinidad sembrada. Eso de alguna manera está expresado simbólicamente en el Bautismo de Jesús, que es el primer gesto público de Jesús.

Al hacerse bautizar por Juan, baja, por así decir, al abismo más profundo de la vida humana. El agua, que es signo de vida, es también signo de aquello que el hombre no controla. Es el lugar donde viven los monstruos marinos, pensaban los hombres antiguos, probablemente ballenas, que habitaban en el mar, y que estaba por debajo de la tierra. Jesús, al bautizarse en el Jordán, baja hasta ese abismo y nos anuncia así que va a bajar a compartir nuestra humanidad hasta las profundidades del sepulcro. Sin embargo, en ese gesto de Jesús de humillarse, como dirá luego San Pablo: “Él, siendo de condición divina, no tuvo como algo digno de ser retenido de esa condición divina, sino que se hizo semejante a nosotros, se humilló hasta la muerte y una muerte de cruz”. Y por eso, el Señor lo levantó y le dio el Nombre sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el Cielo, en la tierra y en el abismo. Baja Jesús a la profundidad de nuestra humanidad. Baja a abrazarnos en la profundidad de nuestro pecado y el Cielo se abre. El gesto, la expresión de que el Cielo se abre, no es tampoco ni simple, ni superficial. Cristo ha abierto el Cielo. “A Dios -decía el Evangelio de San Juan, en la mañana de Navidad- nadie lo ha visto jamás”. El Hijo de Dios, que ha venido a nosotros, nos lo ha contado, nos lo ha dado a conocer, nos ha abierto el Cielo, nos ha abierto la vida divina incorporándonos a Él.

La liturgia antigua, de la que queda un resto del que seguramente todos los sacerdotes caen en la cuenta pero que quien no ora con el Oficio de Lecturas y con la Liturgia de las Horas de la Iglesia no se da cuenta; el día de Epifanía se une la adoración de los Magos en Belén, se une el Bautismo, se unen las Bodas de Caná, que será el Evangelio del domingo que viene. Explica: hoy tiene lugar el desposorio, en el Bautismo, en la Encarnación; pero, el Bautismo llega como al fondo, o expresa simbólicamente el descenso de Jesús hasta el fondo, las consecuencias últimas de la Encarnación, y en la Encarnación tiene lugar el desposorio, la boda de Cristo con su Iglesia, y –dice- “vienen los Reyes a traer regalos”, como se llevan regalos a una boda. Dice: “Y el Señor multiplica el vino, para que disfruten los invitados”. Ahí está reunido, por así decir, todo.

Hoy celebramos que la Encarnación, no sólo es el momento puntual de la Navidad, sino que Cristo se ha sembrado verdaderamente en lo más profundo de nuestra humanidad y de nuestra Historia, pero, al hacerlo, Él se ha convertido en Señor. Se ha convertido en Señor no por un poder humano a la manera de los poderes humanos, sino justo por el poder de Su Amor. “Tanto nos has amado, Señor, que nos has entregado a tu propio Hijo”. Como dice un pasaje de la Escritura, “hicieron con Él lo que querían”, hemos hecho contigo: maltratarte, destruirte y, sin embargo, Tú no te has echado atrás en tu amor por nosotros, y así te has unido a nosotros y a nuestra pobreza de una forma que nos introduces en la vida de Dios. Nos abres el Cielo. 

El Espíritu Santo, que descendió en aquel momento de una manera especial sobre la humanidad de Jesús, es el Espíritu Santo que nos es dado a todos en el Bautismo y que el Señor confirma de nuevo esa Alianza, que se cumple el Viernes Santo en la cruz de Jesús y se renueva en los Sacramentos de la Iglesia, en el Bautismo, en la Confirmación y en cada Eucaristía.

Cada Bautismo, en Él se hace misteriosamente nuevo, actual, presente, el Acontecimiento entero de Cristo. En la Confirmación, el Señor confirma la Alianza en la cual nos ha introducido ya por el Bautismo, en un momento en el que nos damos cuenta de lo que eso significa. Y en cada Eucaristía, Él renueva y consuma esa Alianza entregándose a nosotros y haciéndose uno con nosotros mediante el alimento que le contiene a Él, que es Él hecho carne y hecho pan, para comunicarnos Su vida divina.

Mis queridos hermanos, vamos a dar gracias al Señor. Siempre tenemos que dar gracias al Señor. Como decimos en todas las Eucaristías: “En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y nuestra salvación darTe gracias siempre y en todo lugar”. La vida de un cristiano es la vida de alguien agradecido, de alguien siempre contento. ¿Por qué? ¿Porque no tenemos enfermedades? ¡No, claro que no!, sí las tenemos. ¿Porque no suceden desgracias? ¡Claro que suceden! ¿Por qué no hay motivos de dolor? Sin embargo, un cristiano, como decía un poeta americano del siglo XX: “Sé alegre, siempre, aunque hayas tenido en cuenta todos los hechos. Ríe, porque la risa no puede medirse”. Por lo tanto, no es algo que salga de nuestros cálculos o que esté bajo nuestro control, es un poco como el clima o el tiempo, o el giro de las estrellas…, no está bajo control. La risa brota y es expresión de una alegría profunda, que, en realidad, sólo es racional y sólo es humana cuando tenemos motivos para ella. El Acontecimiento de Cristo, la Navidad, nos da motivos para estar alegres, siendo conscientes de que hay enfermedad, de que hay vejez, de que hay muerte, de que hay pecado, de que hay traiciones, de que hay mentiras, de que nos hacemos daño los seres humanos, unos a otros innecesaria y estúpidamente. Sin embargo, Dios no se avergüenza ni de llamarnos hijos, ni de desear que seamos hijos suyos, de desear que nosotros vivamos sostenidos por Su amor. 

Que el Señor nos conceda ese don a todos nosotros y que ese don haga crecer la alegría todos los días en todos nosotros. Los curas solemos decir muchas veces: “La Navidad no es sólo para los días de Navidad, es todo el año”. Y es verdad. Pero Navidad es todo el año si tenemos conciencia de que el Emmanuel, el “Dios con nosotros”, está con nosotros todos los días, todas las horas, todos los minutos, todos los segundos de nuestra vida, también los que nos parecen más negros; allí está Su Abrazo, allí está Su Compañía, allí está Su Presencia, allí está Su Amor misericordioso, siempre, sin abandonarnos jamás. Esa es la fuente de una vida nueva, la fuente de una alegría y de un gozo que no acaban jamás.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

S.I Catedral de Granada

12 de enero de 2020

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