Fecha de publicación: 4 de junio de 2018

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, por quien Él ha entregado su vida y derramado su sangre, Pueblo santo de Dios; 
muy queridos sacerdotes concelebrantes, miembros del Cabildo de la Abadía;
querida Hermandad;
queridos hermanos y amigos todos (saludo especialmente a las niñas de Primera Comunión, que es vuestra fiesta de un modo especial, el Día del Corpus):

Lo que celebramos es obvio: es el amor infinito de Dios. Un amor que según la promesa del Señor, las últimas palabras de Jesús en el Evangelio: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y es cierto. El ser cristiano no es el hacer una serie de prácticas para contentar a Dios. Tampoco consiste en vivir según unos principios morales, aunque sin duda la experiencia del encuentro con Jesucristo y con el amor de Jesucristo cambia la vida, y hace que surja un modo de vida, y un modo de mirar, y un modo de tratar, y un modo de relacionarse con las personas y con las cosas y con el futuro y con el pasado y con todo, que sea distinto. Y ésa es la moralidad cristiana. Pero no son una serie de reglas. Son las consecuencias de haber encontrado un amor, presente, que sostiene nuestras vidas y cambia nuestro corazón, y lo ilumina, y lo llena de gozo y de esperanza, siempre.

Decía que el Corpus es una forma de celebrar la promesa, la fidelidad del Señor a su promesa: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Quisiera justamente recordar que esa promesa de Jesús se cumple de tres maneras diferentes. Y no sólo las tres son importantes, sino que las tres son inseparables, y si se separan, perdemos la experiencia de Cristo, perdemos esa gracia, ese don precioso, ese regalo inmenso que es la vida del Espíritu que hace brotar en nosotros esa mirada nueva, esa vida nueva, ese corazón nuevo, fruto de la alianza que el Señor ha establecido con nosotros.

La primera de esas formas es la Palabra de Dios. La Escritura es la épica de todas las épicas. Es una historia épica porque es la historia de Dios y de las hazañas de Dios. Ni “La Odisea”, ni “La Ilíada”, ni “La Eneida”, ni las grandes épicas que trataban de imitar a las épicas griegas en el Renacimiento, tienen punto de comparación con esa historia del amor de Dios por los hombres, que nos testimonia -en el lenguaje de los pueblos que nos transmitieron, en primer lugar las sagas de sus antepasados, y después las historias de los reyes, y después las palabras de unos profetas que, en lugar de agradar siempre a los reyes (como hacían los profetas profesionales), hablaban en nombre de Dios verdaderamente, y tenían libertad (aquella libertad que les costó a más de uno la cárcel, o la prisión, o el desprecio, o la persecución, en algún caso la vida misma)-. Y sobre todo, esa gran historia de amor, que es la Encarnación del Hijo de Dios, que también culmina humanamente, según las miradas del mundo culmina en un fracaso. Pero ese fracaso, que es la cruz, coincide con el triunfo supremo y la revelación suprema del amor de Dios.

La Escritura es esencial para nuestra fe. Si no fuera por la Escritura, tampoco entenderíamos las lecturas de hoy –por ejemplo- nos cuentan la alianza del Monte Sinaí, por obra de Moisés; la promesa de una nueva alianza, que la Carta a los hebreos ve realizada en el sacrificio de Cristo y el Señor en la Última Cena explicando que lo que va a suceder al día siguiente es justamente esa nueva alianza del Cordero verdadero (no del cordero de los símbolos, que sacrificaban los judíos): Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Él es el Hijo de Dios que entrega su vida, para que nosotros, pobres criaturas, vivamos en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Él es el Amor sin límite que siembra en nuestra pobre carne de criaturas el Espíritu de Dios y se queda para acompañarnos a lo largo de nuestra vida, de la vida personal de cada uno y de la vida de la historia humana, para poder comunicar a los hombres la misericordia de Dios, el perdón de los pecados, la vida nueva de los hijos de Dios, y hacer de todos nosotros un pueblo precioso, un pueblo de santos. No de santos porque no haya defectos morales entre nosotros, sino de santos porque vivimos gracias a la vida del Santo que se nos da una y otra vez y que está en medio de nosotros.

Sería muy difícil explicar, por ejemplo, la adoración a la Custodia, que estabais haciendo vosotros cuando he llegado. Si no tuviéramos esas palabras de la Escritura que nos ayudan a entender lo que sucede en la Eucaristía, lo que sucede en los Sacramentos, que es la actualización de esa historia. Por lo tanto, sin Palabra de Dios, no hay Iglesia. Están muy bien todas las devociones. Están muy bien todas las formas de culto al Señor. Y el Espíritu no cesa de suscitar en la imaginación de los hombres formas de ese culto. Pero la Palabra de Dios es imprescindible, para poder vivir como pueblo de Dios, como hijos de Dios; para poder comprender quién es Dios para nosotros; que es verdad que Dios es Amor y quiénes somos nosotros: llamados a ser hijos de Dios, llamados a participar de la vida divina.

La segunda forma de Presencia, inseparable de la Escritura, son los Sacramentos, que no son actos de culto que nosotros hacemos por Dios. Son siempre formas de actualizar la obra redentora de Cristo. Por lo tanto, son acciones de Cristo, dones de Cristo, regalos que el Señor nos hace. Y el más grande de todos, el centro de todo, la Eucaristía. Si queréis, el Bautismo, Confirmación y Eucaristía, que forman casi una unidad. Pero el culmen, la fuente –dice el Concilio, recogiendo palabras de los Padres- es la Eucaristía. En cada Eucaristía se celebra todo el Misterio de Cristo; se celebra la Encarnación: el Hijo de Dios que viene a nuestra carne. Se invoca el Espíritu Santo, que fue el que fecundó las entrañas santísimas de la Virgen, y fecunda el pan y el vino, y le da una vida nueva, la vida del Hijo de Dios. Celebramos su muerte en el cuerpo que se rompe. ¿Por qué rompe siempre el sacerdote la Sagrada Forma? ¿Por qué arroja un trocito de esa Forma en el cáliz? En el mundo hebreo, una forma de referirse a los sacrificios era decir “mezclaron la carne con la sangre” (cuando se sacrifica un animal, la carne y la sangre se mezclan todas). Entonces, el sacerdote mezcla un trocito del pan consagrado siempre en el cáliz en memoria del sacrificio cruento de la cruz. Y el don del Espíritu Santo que se nos da en la Comunión. A quien recibimos es el Cuerpo de Cristo, pero el Cuerpo de Cristo viene a nosotros justamente para comunicarnos su Espíritu, la vida del Hijo de Dios y hacer de cada uno de nosotros miembros de Cristo, hijos de Dios, que viven por el Espíritu de Dios y según el Espíritu de Dios. Es un regalo tan magnífico, tan sobrecogedor, tan tremendo, que apenas es uno –cuando lo piensa- capaz de soportarlo. Es demasiado grande pensar que Dios pueda desearnos, hasta tal punto de hacerse una cosa con nosotros. Es un regalo inefable. Es algo inimaginable para el pensamiento, para la mirada humana.

Es algo que podría hacer levantar nuestros corazones de gozo. Y ésa sería la vida de un cristiano. ¿Qué es la vida de un cristiano? La vida de alguien tan alegre, tan feliz de que el Señor ha salido a su encuentro y ha querido venir a habitar en nosotros que no puede vivir mas que en la acción de gracias. Y eso es lo que significa eucaristía.

Y la tercera forma –las tres son inseparables: no se puede separar la Palabra de la Eucaristía, o de los Sacramentos si queréis, y los Sacramentos de la Palabra-, en definitiva, es que el Señor viene a nuestro altar, a nuestras personas. Lo que Él desea no es estar encima del altar y que nosotros Le alabemos, y Le cantemos, y Le bendigamos. Lo que Él desea es estar en nuestra vida, ser uno con nosotros, vivir en nosotros; hacerse uno con nosotros de tal manera que nosotros seamos parte suya y Él sea parte nuestra. Para eso hemos nacido y para eso hemos sido creados.

Y eso significa que la tercera forma de la Presencia del Señor es el pueblo cristiano. En el pueblo cristiano el mundo debería poder reconocer esos hijos libres de Dios que la Eucaristía viene a hacer; que el Bautismo viene a hacer; que la Palabra de Dios genera una y otra vez. Un pueblo de santos. ¿Porque no tenemos defectos? No. ¿Porque no tenemos pecados? No. Entonces, ¿qué significa santos? Significa que el Señor está con nosotros. Y que está para siempre. En Teología, se dice que el Bautismo “imprime carácter”. ¿Qué significa eso? Que el Señor no nos va a abandonar nunca. Que esa marca que el Señor pone en nuestra vida no nos va a faltar nunca. Nosotros podemos alejarnos de Dios y darle la espalda, pero Dios no nos la va a dar nunca. Porque Dios cuando dice “te quiero” es para toda la eternidad. Y lo ha dicho. Nos lo ha dicho a cada uno de nosotros en la cruz.

Y la Confirmación no es que yo confirmo que voy a ser muy bueno de ahora en adelante, ahora que voy empezando a ser mayor. No. La Confirmación es que Dios confirma, en una edad en la que yo ya puedo darme cuenta de lo que significa ser querido con un amor eterno. El Señor confirma la alianza nueva y eterna que hizo con cada uno de nosotros en el calvario. Es su Amor el que se confirma. Es su regalo de su vida de Hijo de Dios, de su Espíritu de Hijo de Dios, el que se confirma, para cada uno de nosotros. Y en la Comunión se consuma esa alianza, hasta el punto de hacerse el Señor con nosotros. Eso es para que nosotros podamos ser un pueblo.

En el mundo en el que estamos, tan confuso, tan convulso, tan mentiroso, tan falso también… en ese mundo, el pueblo cristiano está llamado a ser –como decían los primeros cristianos- una bandera, una señal de que es posible vivir de otra forma; un signo, una luz en medio de la noche, no porque nosotros seamos perfectos, sino porque somos testigos de un amor que no pasa. Somos objeto y beneficiarios, y tenemos la experiencia de un amor que es siempre capaz de regenerar nuestro corazón por muy hondo que hayamos caído, por muy pobre que seamos. Dios no nos abandona. Dios está con nosotros. Dios está aquí. Pero “aquí” no es sólo sobre el altar, es en cada uno de nosotros, y haciendo de nosotros un cuerpo, un pueblo unido, cuya única ley es el amor, el deseo de vivir los unos para los otros, de ayudarnos los unos a los otros, de tendernos la mano los unos a los otros. Eso es un pueblo cristiano.

Mis queridos hermanos, cuando hagamos la pequeña procesión del Corpus, que seamos conscientes de toda esa riqueza de la que somos portadores cuando exponemos o sacamos fuera de la iglesia al Señor. Pienso muchas veces: el Corpus es todos los días; cuando cada uno de nosotros ha salido de la Eucaristía, tú eres un sagrario y llevas al Señor contigo, va Cristo contigo. Tú eres el rostro, y el cuerpo, y la humanidad de Cristo en ese momento. Hacer apostolado no es convencer a nadie para que se haga cristiano. Hacer apostolado es vivir con la libertad de los hijos de Dios en medio de este mundo. No hay manera más bonita, más bella y más plenamente humana de vivir que la que se vive cuando recibimos al Señor en nosotros mismos.

Que el Señor os conceda ese don más y más cada día; que nos conceda a cada uno de nosotros ser miembros más vivos, más gozosos, más alegres, más agradecidos de ese Cuerpo de Cristo, que veneramos hoy sobre el altar.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

3 de junio de 2018
Abadía del Sacromonte
Solemnidad del Corpus Christi

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