Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Jesucristo, Pueblo santo de Dios; 
muy queridos sacerdotes concelebrantes; 
queridos Puericantores; 
queridos antiguos alumnos del Colegio de la Guardia Civil; 
hermanos y amigos todos:

El cristianismo no es una lista de cosas que nosotros tenemos que hacer para ser buenos, y tal vez, pensando que si hacemos esas cosas y nos portamos bien, Dios nos querrá, y nos dará un premio, y nos admitirá en su cielo. Eso sería lo propio de una religión pagana, desde las más antiguas hasta las más recientes. Tampoco es una doctrina que un maestro enseñó y que nosotros, porque veneramos a ese maestro y lo valoramos porque su doctrina es bella, buena, nos damos cuenta de que produce ciertos frutos en la vida cuando la seguimos, incluso muchos frutos, acogemos esa doctrina y tratamos de conformar nuestra vida a esa doctrina.

Todo eso no nos haría cristianos, el cristianismo consiste en la acogida de un testimonio acerca de un acontecimiento único en la historia. Tan único en la historia que su único análogo es la creación del mundo. Por eso, la vigilia pascual comienza siempre con el relato de la Creación, porque si Cristo ha resucitado, ha comenzado una nueva historia; ha comenzado una nueva creación, desde la cual se puede leer toda la historia antigua, se puede interpretar el presente, se puede iluminar todas las realidades de la vida humana, porque lo que se ilumina es nuestro destino. Es verdad que ese acontecimiento es único en la historia (…). Lo que la Iglesia proclama acerca de Jesús es que Jesús ha vencido a la muerte.

Yo suelo decir mucha veces al comienzo de la Semana Santa que la Semana Santa no comienza el Domingo de Ramos. Comienza la mañana de Pascua. Comienza el día de Resurrección. Comienza esta semana en la que toda ella celebramos como si fuera un solo día el triunfo de Jesús sobre el pecado y sobre la más fuerte de sus consecuencias, que es el modo como los hombres vivimos nuestra muerte, cómo nos acercamos a ella, y cómo la muerte está presente en casi todo lo que hacemos desde que empezamos a tener uso de razón.

Cristo ha vencido al pecado y a la muerte. Ésa es la gran noticia. Y como eso no ha sucedido nunca, ni volverá a suceder nunca para ninguno de nosotros, ni para ningún otro hombre, es algo que afecta a nuestra condición humana. Por lo tanto, no es algo propio de un pueblo, ni de una nación. (…) San Pablo lo dijo con mucha claridad muy pocos años después de la muerte de Jesús: “Si Cristo ha resucitado, eso es una buena noticia para todos los hombres”. Eso desvela que Dios es Amor y que ese Amor no tiene límites. Y cuando uno lee, desde esa afirmación básica, la Semana Santa por ejemplo, uno entiende que aquellos sufrimientos, aunque sean iguales que los sufrimientos de millones de víctimas de la injusticia humana que ha habido a lo largo de la historia –que hay hoy-, esa historia es distinta, porque el final es distinto, porque la muerte de Cristo, el don de su vida, iluminada por la mañana de Pascua, se convierte en un comienzo nuevo que se hará público el día de Pentecostés.

¿En qué consiste esa novedad? La primera de todas en conocer que Dios es Amor, y un amor que se extiende a todos los hombres, que no está “reservado” para una raza, o para un pueblo, para nación, para un grupo humano, para una clase especial de personas. No. Es un amor que se extiende a todos. Quienes creemos en Jesucristo no somos mejores que nadie. Somos mortales y pasaremos por la muerte, pero sabemos que la muerte no tiene la última palabra sobre nosotros y eso cambia la vida entera. Sabemos que estamos destinados para participar de la vida de Dios, de la intimidad de Dios, y no sólo después de la muerte sino ya en esta vida al comulgar, al recibir el Bautismo, al recibir la Confirmación. Es la vida divina que se nos regala, que se nos da, que nos permite vivir como hijos de Dios, partícipes de su vida, introducidos en su intimidad, con una libertad nueva. ¿Qué significa esa libertad? Que las circunstancias de la vida con todas sus miserias, y sus desgracias, y sus ambigüedades, y sus mentiras, no tienen poder sobre nosotros, no tienen el poder de arrancarnos de nuestra alegría, de la alegría de saber que el Amor sobre el que nuestras vidas se edifican es una roca –como dijo el mismo Señor: ya pueden venir tormentas, ya pueden venir riadas, terremotos, que nadie tiene el poder de arrancarnos de la alegría que nace de la certeza de que Cristo ha resucitado.

¿Cómo lo sabemos? ¿Por qué nos vamos a fiar de ese testimonio? (…) La razón más importante es que sobre una mentira no hay frutos buenos; sobre una mentira siempre nuestra vida se empequeñece, el corazón se encoje. De una mentira no sale un río de santos. Y me diréis: pero, en la Iglesia hay mucho pecado. Claro, muchísimo. Y a lo largo de la historia y de la historia de la Iglesia pecados de todas clases. Es verdad que los pecados se repiten mucho y son muy aburridos, porque no hay originalidad ni creatividad en el pecado. (…) En la Iglesia hay más o menos los mismos pecados que hay fuera de la Iglesia. Sí, porque somos hombres. Lo que no hay fuera de la Iglesia es el río de santidad que hay en la Iglesia. (…).

La Resurrección de Cristo puede ser algo inimaginable, como no nos podemos imaginar la Creación, porque nosotros estamos dentro del mundo sólo vemos las cosas creadas, pero no vemos nunca el acto de la creación. Algo parecido pasa con la Resurrección. Nunca podríamos imaginárnosla, pero conocemos sus frutos. Esos son los santos canonizados. Pero, ¿santos sin canonizar? (…) he conocido tantos santos anónimos, tantos santos que nunca saldrán en los periódicos, que nunca la Iglesia hará publicidad de ellos y personas cuya vida diaria habla de tal manera del amor de Dios que uno debería pisar por donde pisan esos jóvenes, o esas madres, o esas mujeres o esos hombres, que uno ha conocido de carne de hueso. Y ésa es la garantía mayor de la Resurrección, porque quienes creemos (…) somos gente con los pies en la tierra, conocemos este mundo, amamos este mundo, no necesitamos engañarnos para nada de las miseria y tragedias que hay a veces en este mundo, pero sabemos que el amor de Dios es más grande.

(…) Ese Amor es el que brota de la Resurrección, la conciencia de que Dios es Amor, la conciencia del valor de nuestra vida humana, porque ya no estamos sometidos a la muerte en el sentido de que la muerte sería como la última palabra en nuestra vida. No. Pasaremos por la muerte, pero nuestro destino es el Cielo, nuestro destino es Dios. Nuestro destino es el amor que nos ama y que hemos conocido en Jesucristo y en la vida de la Iglesia. Es un amor inmortal. Y mientras ese amor no se deshaga mi vida no desaparece, estoy destinado a la vida eterna. Y se vive de otra manera cuando uno tiene la conciencia de que está destinado al Cielo (…).

Y la segunda es cosa es que justo porque la Resurrección afecta nuestra condición humana como seres mortales, se rompen las barreras entre los hombres, y allí donde se acoge a Jesucristo caen las barreras entre los hombres. San Juan nos recordaba el amor con el que hemos de amarnos quienes hemos conocido a Jesucristo, quienes reconocemos que Él es el Hijo de Dios porque Dios es Amor.

Pero fijaros, ese Amor grande de Dios perdona nuestros pecados, y nos hace del amor, de la misericordia, y del perdón, la regla máxima de la sabiduría humana. Claro que la fe en la Resurrección cambia nuestra vida: empezamos a sentirnos hermanos los unos de los otros. Y en el primer día en que el grupo de los discípulos de Jesús se manifiesta en público, (…) todos con una sola lengua cantaban las alabanzas a Dios, es decir, había algo que les unía más grande que su pertenencia a una patria, a una nación, a un grupo humano, a una lengua. Es verdad que los hombres desde Babel, desde el comienzo de la historia, creamos toda clase de divisiones. (…) Quienes hemos conocido a Jesucristo estamos llamados a ser instrumentos de unión, instrumentos de comunión entre unos y otros, relativizando todo aquello que nos divide, poniéndolo en su lugar, que puede ser un lugar grande, pero nunca es el último.

Hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación, han sido reunidos por el hecho de la Resurrección de Jesucristo. Y eso es la comunión que es el secreto último de la vida de la Iglesia; eso, el perdón, la misericordia, un Amor que está por encima de todo el mal del que podamos ser objeto, por encima incluso del odio, y por encima incluso de un odio hasta la muerte.

Mis queridos hermanos, le damos gracias al Señor por ese horizonte nuevo que Cristo no ha abierto en la historia, y Le pedimos humildemente, con todas nuestras limitaciones, poder abrir nuestros corazones a ese horizonte que hace posible y bella la aventura de vivir, la aventura de vivir en familia, la aventura de vivir en sociedad, la aventura de construir un mundo a la medida de nuestra vocación, que es Dios, el Dios que es Amor, que es el Cielo. Sólo cuando construimos un mundo así lo construimos a la medida de la dignidad del hombre. En cuanto nos olvidamos de Dios…, y esa sería otra razón para asumir y para tomarse en serio el anuncio cristiano, porque vemos lo que sucede cuando lo perdemos, cuando hemos dado a Dios de lado (…).

Señor, ábrenos de nuevo nuestros corazones a Ti, para que seamos, en medio de un mundo donde toda clase de odios y de divisiones, y eso surgen una y otra vez, seamos constructores de esa humanidad nueva que brota de Cristo Resucitado. En nuestras familias en primer lugar; en nuestras vidas en primer lugar, y luego en todo lo que sea nuestra misión, nuestro trabajo, el mundo en el que estamos y en el que vivimos. Que así sea para mi, que así sea para todos nosotros, los que somos pastores, los que tenemos la misión de cuidar y sostener al pueblo cristiano en su fe en la Resurrección y en lo que implica la Resurrección, y que pueda ser así verdad en la vida de todos nosotros.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

8 de abril de 2018
S.I Catedral

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