Fecha de publicación: 13 de febrero de 2018

Muy queridos hermanos sacerdotes;
queridos hermanos y hermanas religiosos, consagrados, de diverso tipo y de diversas formas:

La verdad es que es una alegría. Todos los años desea uno este día 2 por lo que tiene de encuentro de todos nosotros. Es como si fuera una Eucaristía especialmente familiar. Es especialmente familiar.

Vosotros constituís, fruto de los múltiples dones que el Espíritu Santo derrama sobre la Iglesia, el misterio de la Iglesia, de alguna manera, en su plenitud; el Misterio de la Redención de Cristo, de manera plena y acabada como es posible dentro de las limitaciones de nuestra condición mortal en este mundo. Y nos reunimos juntos para celebrar la Presencia de Dios en medio de nosotros. Y ése es un motivo de gozo. Para mi es un motivo de expresar la gratitud en nombre de la iglesia de Granada por lo que sois. Y subrayo por lo que sois. No tanto por lo que hacéis -que sé que hacéis mucho más de lo que podéis prácticamente en todos los casos-, sino por lo que sois y por lo que vuestra presencia y vuestras vidas significan en el conjunto de la realidad de esta Iglesia. Muchas veces he tenido ocasión de decir, y seguramente os lo he dicho a vosotros más de un año: el pueblo cristiano que existe en Granada, y del cual yo me siento muchas veces orgulloso, privilegiado de poder servir, de ser testigo de su belleza, y de su esperanza, y de su fe, y de su amor, nunca sería el pueblo que es si no fuera por vuestras vidas, por vuestras generosidades sumadas, y sumadas en muchas ocasiones a lo largo de siglos.

La fiesta de hoy, de la Presentación del Señor, a mi siempre me parece que es como un puente entre la Pascua de Navidad y la Pascua que celebraremos dentro de nada en Semana Santa, y el Misterio pascual de la muerte y Resurrección del Señor. De alguna manera, las luces son luces de Pascua. En Navidades hay otras luces. Pero las luces de esta tarde recuerdan las luces de la vigilia pascual. El Señor cuando se acerca a nosotros, cuando pasa por nuestras vidas siempre es luz, siempre ilumina, ilumina la noche, pone claridad, nos hace hijos de la luz e hijos del día. Por otra parte, en la Navidad, la alegría es lo que domina. La alegría nupcial. El lenguaje litúrgico de la Navidad es siempre un lenguaje nupcial, especialmente nupcial. Y sin embargo, en la Navidad está presente ya la Pasión. Los iconos orientales, cuando representan la escena de la Natividad, suelen presentar al Niño Jesús envuelto en vendas, no sólo porque en la Antigüedad existía la costumbre de tener a los niños muy quietecitos, sino representando en el Niño Jesús el sudario del sepulcro. Porque es cierto que la Encarnación, la Navidad, abre el camino de la muerte, del don de Cristo que revela el fondo sin fondo, el fondo avisal del amor sin límites del Padre: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo”; que no vino para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él, por obra de su amor, ese Amor más fuerte que la muerte que le hará decir “nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero”.

Si uno sigue hurgando un poquito en el sentido de esta fiesta es verdad que la costumbre (nos lo ha recordado la monición) era como un gesto de devolución. Los hijos -esas aljabas de las que presume el Salmo con las que el guerrero llena- son un don de Dios. Pero justo se les presenta en el templo para reconocer que son don de Dios; que los seres humanos somos don de Dios. Y se ofrecen al Dios de Israel. En ese ofrecimiento del Hijo de Dios a su Padre hay algo mucho más profundo que el exterior de la escena. Ése es todo el significado de la vida de Cristo. Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero, en cambio, me diste un cuerpo, y por eso yo digo “aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”. Ésa es la ofrenda de Cristo. Y a esa ofrenda nosotros hemos tenido el privilegio de ser unidos a ella. Y el pensamiento que a mi, una y otra vez me venía días atrás pensando en esta celebración, decía: “Si el que se ofrece es Dios mismo. Si el que se nos da es Dios, es un Dios que es Amor y es un Dios que rompe los esquemas humanos de cómo nos imaginaríamos nosotros a Dios, y a su grandeza, y a su poder, y a su omnipotencia, y a su inmensidad”.

La inmensidad es la inmensidad de un amor que se descentra a sí mismo y que se revela como omnipotente y que se revela como Señor, justamente porque es capaz de vaciarse de Sí mismo. Dios sale de su Cielo. Dios sale del mundo de lo divino. Se introduce en nuestra humanidad. Nuestro Dios es un Dios descentrado, en el sentido más real, más profundo de la palabra, porque Dios es Amor. Justo así, se revela que el Dios cristiano no es sólo el Dios cristiano, y sólo de los cristianos, se puede decir “Dios es Amor”. Pero porque es amor justamente se revela a Sí mismo dándose, se revela a Sí mismo vaciándose de Sí mismo. Y Tú, Señor, no tuviste como algo digno de ser retenido tu condición de ser igual a Dios, sino que te vaciaste a Ti mismo, te despojaste de esa condición y tomaste la condición de esclavo. Te entregaste hasta la muerte, y una muerte de cruz. Y por eso, en ese don Tuyo supremo, adquieres tu condición de Señor. Has conquistado nuestras vidas. Nos has rescatado del poder del mal y del poder de la muerte. Y nos has rescatado con un Amor invencible y sin límites.

Por eso, la actitud de todo el año litúrgico, sea el tiempo que sea, y sea la fiesta que sea, es una actitud eucarística; es una actitud de acción de gracias. ¿Qué podemos hacer, Señor? Adorarte, como Te adoramos en Navidad. Adorarte, como Te adoramos la cruz en el Viernes Santo. Darte gracias con toda nuestra vida. Y nosotros, de una manera especial, porque hayas querido asociarnos al Misterio de tu Hijo, y ser en el mundo esa presencia de ese Amor.

“Os habéis encontrado con el Amor de Dios”. Dice la frase que se trata de poner de relieve de una manera especial. “Dichosos vuestros ojos porque ven, dichosos vuestros oídos porque oyen”. Cuántos profetas y reyes, cuántos hombres en nuestro mundo, cuántos corazones honestos y sanos, y se preguntan: “¿pero, habrá Dios en medio de toda esta miseria que ha sido la historia humana desde el origen y que lo sigue siendo?” Y nosotros hemos encontrado ese Amor de Dios. Lo hemos encontrado y nos ha asociado a Él de una manera especial, mediante la consagración de nuestras vidas. Pero que Dios nos asocie a un Dios descentrado es descentrarnos a nosotros. Nuestro centro ya no está en nuestros intereses.

San Pablo lo dice de toda la Iglesia: “Cristo murió y resucitó por nosotros, para que nosotros no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Aquél que por nosotros murió y resucitó”. Pero igual que la ofrenda de Cristo al Padre es su ofrenda a ponerse en manos de los hombres y a dejar que los hombres hagan con Él lo que quieran, que no le van a quitar ni su Amor y ni su libertad, así nosotros el vivir para Aquél que por nosotros ha muerto y ha resucitado, vivir para Cristo, coincide absolutamente con vivir para la vida de Cristo en el mundo, para la vida de los hombres. Es vivir amando como Cristo, es vivir amando sin límites, es vivir amando sin condiciones. Podéis decir: “¡Qué lejos estamos todos de esa forma de vida!”. Empezando por mi. Pero qué grande que el Señor nos haya llamado a eso y con los pasos de nuestra pobreza. Qué privilegio poder caminar por ese camino. Y de la misma manera (veremos o no veremos los frutos, el Señor lo sabe) que su Amor ha fructificado y no dejará de fructificar hasta el final de la historia, así vuestro amor no dejará de ser fecundo y de multiplicarse en la vida de los hombres, en la vida del mundo. Y algún día daremos gracias sin velo, sin dudas, sin preocupaciones, sin Seguridad Social, y sin dolores de huesos, y sin reumas, daremos gracias al Señor por lo que hemos visto como Simeón. Hemos visto a Tu Salvador. Hemos visto tu Amor. Hemos conocido aquello que es la clave y el secreto de la vida de los hombres, sin mérito ninguno por nuestra parte porque. Porque, ¿qué hemos hecho nosotros para haber tenido este privilegio?. Nada, absolutamente nada. Nadie podríamos presumir de ello. Es el Señor quien ha salido a nuestro encuentro. Es el Señor el que se ha dado a nosotros.

¡Qué gozo, Señor! A la medida de nuestra pequeñez, a la medida de nuestra pobreza, de nuestras pobres fuerzas, ¡qué gozo poder darnos contigo por la vida del mundo, qué gozo ser testigos, portadores, sacramento de tu Amor por este mundo dolorido y herido! Qué gusto ser tan pequeñito, pobre, pero ser ese hospital de campaña en medio de las guerras de este mundo. Qué gusto, qué belleza de vocación y qué gracia tan grande Señor, nos has concedido.

Vamos a renovar nuestra consagración. Vamos a renovarla con este corazón agradecido que desea unirse con ese Amor infinito y descentrado de Dios.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

2 de febrero de 2018
S.I Catedral de Granada