Fecha de publicación: 2 de diciembre de 2021

Nació el 8 de enero de 1694 en Wysoczka, ciudad de Buk, en el palatinado de Posnania, en la “Gran Polonia”, y fue bautizado con el nombre de Melchor. Sus padres, Arnulfo Juan y Mariana Kiepski, descendientes de nobles antepasados, cristianos de fe sincera y vida coherente, pusieron bases sólidas en la formación religiosa del hijo.

En 1710, con 17 años, ya estaba en condiciones de reflexionar bien acerca de las triste situación en que se encontraba Polonia, gobernada desde 1697 por el rey Augusto II, que era también Palatino de Sajonia. Éste se había aliado con Rusia y Alemania en la tercera guerra nórdica, que trataba de conquistar Suecia. Fueron años peligrosos, en los que a los despiadados saqueos de las distintas tropas rusas, danesas y sajonas se sumó la peste, que segó sin piedad muchas vidas. Entre los muertos estaba también el padre de Melchor.

Alistarse en el ejército en aquellas circunstancias significaba elegir entre dos bandos de la nobleza. Es probable que la familia, como la nobleza y el pueblo de Posnania, siguiera al Arzobispo de Poznan, que consideraba legítimo al rey Estanislao. Y es también posible, por eso, que, cuando Melchor decidió alistarse en 1712, formara parte de este bando.

Una vez que respondió a la obligación del servicio militar, cumplidos ya los 21 años, sentía cada vez más fuerte y apremiante la llamada del Señor a la vida religiosa. Sin dudarlo resistió a los deseos de los familiares, que deseaban para él un feliz matrimonio, y marchó a Cracovia, donde pidió ser admitido en el convento que los Frailes Menores Conventuales tenían en dicha ciudad. Aquí tuvo que superar otras presiones por parte de sus colegas militares, que trataban de convencerlo para que regresara al ejército. Empezó el noviciado en Cracovia, pero poco después, al declararse la epidemia de peste, fue trasladado con los otros novicios a Piotrków, donde, con el nombre de Rafael, hizo su primera profesión el 26 de abril de 1716.

Su deseo era de seguir como “hermano religioso”, pero los superiores lo juzgaron idóneo para el sacerdocio, y lo enviaron a hacer el curso de teología moral en los colegios de Kalisz y Oborniki. A finales de 1717, según la usanza de la época, fue ordenado sacerdote en Poznan.

Su compromiso ministerial se manifestaba siempre y en todas partes en su celo incansable por la formación espiritual de los creyentes, a través de una celebración ejemplar del culto divino, en la predicación catequética y moral en un estilo sencillo y popular, en la disponibilidad generosa para la administración del sacramento de la penitencia, y en las obras de caridad. Fieles de todos los estratos sociales acudían a él, atraídos por su vida interior y su caridad inagotable.

Su sensibilidad especial hacia los sufrimientos e los enfermos hizo que los superiores pensaran en él en 1736, para un servicio de gran caridad en Cracovia, sacudida por una terrible epidemia de peste, agravada por una violenta inundación.
Durante dos años ofreció su servicio casi ininterrumpido en un hospital, en contacto con un millar de enfermos apiñados sobre paja húmeda, en espacios estrechísimos, aterrorizados por una suerte sin esperanza, con un hedor insoportable, presagios y testigos de una muerte convertida para todos en experiencia diaria.
Desde la mañana hasta la tarde, el P. Rafael se entretenía con los infelices pacientes y con los moribundos: les ayudaba, los exhortaba, les infundía confianza, los abría a la confianza en Dios, los confesaba y los preparaba para el encuentro con Dios. Cuando se daba cuenta de que estaba rodeado de cadáveres, rompía a llorar y a sollozar, levantando las manos al cielo en actitud de súplica, para implorar a Dios la liberación de tanta calamidad.

La epidemia cesó en 1738, y el apóstol del hospital de Cracovia regresó enseguida al convento de Lagiewniski, donde fue recibido con sentimientos de respeto por los compañeros y por “sus” pobres, y donde reemprendió enseguida, y con gran sencillez, su acostumbrado servicio de asistencia. Esta “sencillez” de un deber que se sigue cumpliendo es lo que demuestra la carga de total y completa entrega que el P. Rafael había hecho a Dios de su propia vida.

El Señor le dio el gozo de poder atender, junto con los pobres, a su madre, que se había mudado a Lagiewniski para vivir “con devoción” cerca del hijo.
Pero sus fuerzas físicas, debilitadas por la penitencia y por su indefensa actividad al servicio de la caridad, ya se iban agotando. En septiembre de 1741 tuvo que suspender toda actividad. Atado al lecho, con inquebrantable serenidad, repetía a quiénes se le acercaban: “Hay que morir”. Y se preparaba con una admirable conformidad a la voluntad de Dios, soportando, meditando, animando a cuantos lo rodeaban.

El 1 de diciembre, viernes, dijo: “¡Qué hermoso sería morir el día de la pasión y muerte del Señor…, pero también será hermoso morir mañana, día dedicado a la Bienaventurada Virgen María!” Así fue: era el 2 de diciembre de 1741.