Fecha de publicación: 14 de enero de 2022

Ingresó en los franciscanos a la edad de 15 años, llevando una vida muy humilde, entre penurias y privaciones, con un “cilicio en la carne”. Durante algún tiempo obtuvo del provincial vivir como eremita en un bosquecillo próximo al convento. Fue ordenado sacerdote hacia el 1290, y nunca quiso aceptar en la Orden el cargo de superior. Sus primeras misiones fue la evangelización del Friuli en el norte de Italia. Fue famoso por sus dones taumatúrgicos y sus luchas contra el diablo, pero todo esto pertenece a la leyenda.

A los 33 años (1296) pidió ir a la misión de China, no se sabe cuando volvió a Italia. En 1318 volvió a partir en compañía de Giacomo de Irlanda. Aunque no se puede afirmar con rotundidad, parece que el objetivo del viaje de Odorico era puramente misionero, pero es posible que hubiese otro cometido que se desconoce. El religioso partió hacia el Lejano Oriente en 1308. Fue el principio de un larguísimo trayecto en el que demostró una tenacidad a toda prueba. Esta cualidad le hizo merecedor del sobrenombre de “Apóstol de los chinos”.

La primera etapa de su recorrido le condujo de Padua a Constantinopla; desde allí se dirigió a Trebisonda, Erzurum, Tabriz y Soltaniyeh, todas ellas ciudades donde los franciscanos tenían sedes. Continuó hasta Kashan y Yazd con la intención de volver hacia Persépolis, Shiraz y Bagdad, para llegar al golfo Pérsico.

Su narración contiene innumerables escenas llamativas. En Trebisonda, por ejemplo, dice encontrar a un hombre al frente de cuatro mil perdices que, con toda naturalidad, le seguían volando mientras caminaba hacia el palacio del emperador para ofrecérselas.

Después de haber recogido en Tana, cerca de Bombay, las reliquias de cuatro franciscanos masacrados por los musulmanes en 1321, prosiguió su viaje. Fue el primer europeo en llegar a Indonesia, después marchó a Indochina, desembarcando en Cantón y quizás llegó al Japón.

Después de un intenso apostolado llegó a Zaitón, Kambalik y Pekín en 1325 donde estuvo tres años. Allí conoció a Juan de Montecorvino, arzobispo y Patriarca del Extremo Oriente, quién le pidió que regresase y le dijera al Papa que enviase más misioneros. Regresó, pero se enfermó y murió en su convento de Údine, sin poder hablar con el Pontífice. Su culto fue aprobado por Pío VI el 2 de julio de 1775.