Fecha de publicación: 1 de mayo de 2022

Mafalda nació el 11 de enero de 1204 en Portugal. En 1215, a los once años, contrajo matrimonio con Enrique I de Castilla, que era menor que ella, pero la juventud de ambos hizo que el matrimonio no se llegara a consumar. Al año siguiente, el matrimonio fue declarado nulo por el Papa Inocencio III por parentesco en grado prohibido.

A la muerte de su padre, Mafalda, según las disposiciones del testamento, tenía que recibir el castillo de Seia y la porción restante del término municipal así como todas las rentas que ahí se producían. Además, se le concedía el derecho a utilizar el título de reina. Esto generó un conflicto con su hermano Alfonso II de Portugal que, deseando un poder centralizado, obstaculizó que su hermana pudiera recibir los títulos y derechos que le correspondían. Alfonso temía que algo parecido pudiera suceder con sus otras dos hermanas, Santa Teresa y Santa Sancha, y con los eventuales herederos de estas, creando un problema de soberanía que podía llegar a dividir el país.

Una buena parte de los nobles portugueses se pusieron de parte de Mafalda y sus hermanas, pero terminaron derrotados. A la muerte de Alfonso II, su hijo Sancho II concedió a sus tías algunas tierras y castillos, pero les hizo renunciar al título de princesa-reina. La paz definitiva llegó en 1223.

Finalmente, tanto Mafalda como sus hermanas se hicieron monjas cistercienses y fundó la Abadía de Arouca. Como la disciplina religiosa estuviese muy relajada, persuadió a la comunidad para que adoptase la regla cisterciense. La santa era extraordinariamente austera. Consagró su cuantiosa herencia a obras de piedad y de caridad. Entre otras cosas, restauró la catedral de Oporto, fundó un albergue para peregrinos, construyó un puente sobre el Talmeda e instituyó una fundación para el sostenimiento de doce viudas, en Arouca.

Solo salió del monasterio para las peregrinaciones a la catedral de Oporto, iniciado por su abuela, Mafalda de Savoya, y enfermó en uno de estos viajes. Cuando comprendió que se aproximaba su última hora, pidió que la recostasen sobre un montón de ceniza, según la costumbre medieval, y vistió camisa de pelo. Sus últimas palabras fueron: “Señor, espero en Ti”. El 1 de mayo de 1257 falleció en el monasterio de Río Tinto. Su cuerpo resplandeció con un brillo misterioso y, cuando lo desenterraron, en 1617, estaba tan fresco y flexible como si acabase de morir.