Los primeros cuarenta años en la vida de la beata Elena, contrastan violentamente con los años de penitencia que los siguieron. La beata pertenecía a la familia Valentini de Udine, en el noroeste de Italia. A los quince años, se casó con un caballero llamado Antonio dei Cavalcanti y, durante veinticinco años de matrimonio feliz, llevó la vida normal de una madre de familia numerosa.

A la muerte de su esposo, que constituyó un rudo golpe para ella, Elena se cortó sus hermosos cabellos y los depositó en la tumba, junto con sus joyas, diciendo: “Sólo por tu amor he llevado estos adornos; llévalos, pues, contigo al seno de la tierra”. Se hizo terciaria de los Ermitaños de San Agustín y, a partir de ese momento, se entregó a la oración, la mortificación y las obras de caridad.

Con permiso de su director, hizo voto de silencio perpetuo, de suerte que sólo hablaba la noche de Navidad. Evidentemente, del voto estaban excluidos todos los miembros de su casa, entre los que se contaba su hermana Perfecta, a quien debemos estos detalles. Elena tuvo que sufrir grandes pruebas; oía extraños ruidos y se sentía acometida de tentaciones de suicidio; varias veces, sus criados la encontraron caída en el suelo, llena de golpes y, en dos ocasiones, con una pierna quebrada. Una vez, al cruzar un puente, de camino a la iglesia, el diablo la arrojó al río; pero la beata salió ilesa y se dirigió a oír la misa, a pesar de que sus vestidos estaban empapados.

Pero cuando más tentaciones sufría, más la consolaba Dios con gozos espirituales y éxtasis. Según parece, le concedió también el don de sanar a los enfermos, pues muchas personas obtuvieron la salud por su intercesión. Pasó los tres últimos años de su vida sin poder levantarse de su lecho de piedra y paja. Murió a los sesenta y dos años de edad, el 23 de abril de 1458.