Las enseñanzas de las Lecturas de hoy son las dos muy sencillas y muy aplicables a nuestro mundo y a nuestra situación, a nuestra situación más actual. Por una parte, los profetas no sólo enseñaban hablando, sino que, a veces, enseñaban mediante “gestos simbólicos”, así se les suele llamar. Y hay gestos de esos de muchos tipos. Cuando Dios le manda a Jeremías el abrir un boquete en el muro y salir como si fuera huyendo, pero hacerlo a mitad del día. O lo de hoy, cuando le manda poner un cinturón (y los cinturones en aquella época eran de tela, de tela más valiosa, porque normalmente los cinturones siempre han servido para presumir en esos casos) y lo manda meterlo en el agua del río, luego, tiempo después, volver y el cinturón está podrido, “pues así es mi pueblo”. O cuando le mandó al profeta Oseas casarse con una mujer prostituta y tener hijos de prostitución. Y le dice “ese es mi pueblo”. Los profetas enseñaban con palabras, con oráculos, con palabras que pronunciaban, pero también con textos que hacían. Y el cinturón que se corrompe y que se destruye es sencillamente una imagen del pueblo de Israel al que el Señor había elegido como un algo precioso para ponérselo Él y para presumir, “para que fuera su honra -dice el texto del profeta- y, sin embargo, está podrido”.

En cuanto a las parábolas de Jesús están tomadas del mundo domésticos en una sociedad agrícola, pero las entendemos perfectamente. Una semilla muy pequeña puede convertirse en un árbol muy grande y una levadura que es una cantidad pequeñita que se pone en la masa es, sin embargo, capaz de cambiar la masa y hacer un pan delicioso, al gusto y comestible.

¿En qué contexto están dichas esas palabras? En el contexto del contraste que había entre los seguidores de Jesús, que parecían algo despreciable, eran de hecho algo despreciable en el contexto del mundo antiguo, no sólo del gran mundo -si queréis- del Imperio romano o del Imperio persa. Hasta en el mundo de aquella pequeña comunidad, que era la provincia de Judea, una provincia de las periferias del Imperio, insignificante, pobre y, además, de mala fama, bastante guerrera ella, y los emperadores la tenían siempre como temor porque eran siempre unos revoltosos. Unos revoltosos y más que revoltosos, que se lo hacían pasar mal a las autoridades romanas. Y en medio de eso, aquel grupo de pescadores de Galilea y algunos pecadores públicos, y aquel pequeñísimo grupo de mujeres parecía algo ridículo en comparación con los poderes del mundo.

Y lo mismo pasa con la levadura. Es una imagen diferente, pero viene a expresar lo mismo. La levadura es una cantidad pequeña, que, sin embargo, sin ella no es posible hacer el pan. A mi me parece que la actualidad de estas parábolas es enorme. Vivimos en un momento y en un mundo donde los poderes del mundo tienen más poder que han tenido nunca porque gracias a los medios de comunicación tienen el poder de influir de una manera decisiva también en nuestras mentes, en nuestra conciencia de nosotros mismos, en cómo nos entendemos a nosotros mismos, en cómo entendemos la vida, cómo entendemos qué es lo mejor, qué es lo más importante y lo menos importante. Y nos inoculan verdaderamente toda una compresión del mundo. Una compresión del mundo que es venenosa, pero que parece enormemente poderosa, es enormemente poderosa. La comparación entre David y Goliat se queda pequeña al lado de la comparación entre lo que representamos los cristianos en un mundo como el mundo en el que vivimos. Y, sin embargo, para que haya pan es necesaria la levadura. Y, sin embargo, para que crezca el árbol de la mostaza (que es un símbolo conocido de la literatura judía), el que los pájaros vengan a poner nido en los árboles es un símbolo de las naciones que vendrán a reposar y a buscar su reposo en el árbol que Dios ha plantado, en el cedro de Israel.

Digo que la diferencia entre David y Goliat es ridícula comparado con la impotencia con la que podemos nosotros sentirnos en medio de este mundo. Y, sin embargo, yo os lo suplico, no os sintáis así. Porque somos muy pobres, es verdad, no tenemos ningún poder. Y a lo mejor, gracias a Dios no tenemos ningún poder. Pero somos portadores de la esperanza del mundo y somos como la levadura. Y somos como la semilla del grano de mostaza, porque ese mundo tan poderoso, o que parece tan poderoso, es tan frágil como eran frágiles algunos de los grandes monstruos de las eras anteriores a nuestra era cuaternaria, que eran inmensos, pero eran fragilísimos en su estabilidad. Lo mismo, nuestro mundo dispone de unos poderes como no ha dispuesto nunca ningún gobierno, ningún imperio; el Emperador Romano no tenía ningún poder comparado con los poderes que tienen hoy los grandes del planeta: poderes políticos, poderes económicos, poderes de manipulación, inimaginables.

Y yo, en toda vuestra pequeñez, me gustaría decir la palabra de Jesús “pequeño rebaño”. Sois portadores del secreto de la felicidad de los hombres. Porque la felicidad de los hombres no está vinculada con ninguna de las cosas que nos venden o que nos anuncian. Está vinculada al significado de nuestra vida, al significado de nuestras personas. Y cada uno de nosotros, cada uno de vosotros tenéis un valor infinito. Sois un regalo infinito, porque sois imagen y semejanza del Dios vivo. No de ninguno de esos dioses que ganan elecciones, o que luchan por ganarlas, o que están a todas horas en las redes y en los medios de comunicación. Tenéis la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Sois imagen y semejanza del Dios vivo, el Señor habita en nosotros. Seremos muy pobres, pero no hay nada tan precioso en este mundo como una esperanza que no defrauda. No hay nada tan precioso en este mundo, ni las joyas, ni los poderes, ni los medios, ni las riquezas, que valga lo que vale la conciencia de nuestro destino eterno; la conciencia del amor infinito con el que cada uno de nosotros, el más pobre, el más miserable, somos amados y redimidos por la Sangre del mismo Dios, que ha querido compartir nuestra pobreza para hacernos a nosotros ricos, con su pobreza.

Que sepamos vivir con alegría el momento que nos toca vivir, conscientes de que no nos comparemos; no nos comparemos con los poderes, no tengamos envidia, no deseemos ni siquiera parecernos a ellos y llegar a tener esos poderes que ellos tienen. No. Nosotros tenemos un secreto que es el secreto de la vida de los hombres. Además, que no lo hemos conseguido nosotros, ni lo hemos conquistado, ni lo hemos obtenido a base de nuestro trabajo por mucho que hayamos trabajado por el Señor y por su Iglesia. No. Somos cristianos por la gracia de Dios. Pero esa Gracia que vale más que la vida no nos puede ser arrancada. Porque habría que destruir el amor de Dios. Y nadie, nadie, ninguna criatura es capaz de destruir ese amor.

Que esa sea nuestra fortaleza y que esa sea nuestra certeza, en nuestra pequeñez, que sepamos incluso sentirnos orgullosos de esa pequeñez, porque esa pequeñez es portadora de lo más valioso, del tesoro en el campo. Ayer hablaba el Evangelio del tesoro en el campo, de la perla escondida. Esa pequeñez nuestra, cuando comulguéis y os marchéis de aquí cada uno de vosotros, sois portadores de esa perla de gran valor, preciosa, que se podría vender el mundo entero para obtenerla y que nos ha sido regalada a nosotros sin ningún mérito por nuestra parte.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

27 de julio de 2020
S.I Catedral de Granada

Escuchar homilía