Queridísima Iglesia del Señor;
queridos hermanos y amigos:

Lo primero que quiero deciros hoy es una obviedad. Hace una semana que estamos confinados todos en nuestras casas orándoLe al Señor, y viviendo de forma que no contribuyamos a que se extienda este virus tan contagioso. Y yo quisiera que esta Eucaristía, los que estamos en ella, participando físicamente en ella, y que representamos de alguna manera a todos aquellos que se unen al único sacrificio de Cristo que se celebra en todo el mundo, desde que sale el sol hasta el ocaso, que pidiéramos por los difuntos, por las familias de los difuntos, también por aquellos que están afectados por el virus y están enfermos, y por las familias de los que están afectados por el virus. Y de una manera muy especial por los médicos, por las enfermeras, los enfermeros, todo el personal sanitario que en algunos hospitales están verdaderamente desbordados, dejándose la vida y la piel por curar a los que llegan a curar. Que el Señor los sostenga a todos. Que el Señor pueda fortalecer su amor a los hombres y darle el valor que a un médico se le supone, como a los soldados.

En segundo lugar, las Lecturas de este Domingo de Cuaresma tienen como un solo tema todas ellas, que es el tema de la luz. El episodio del ciego de nacimiento es uno de esos episodios preciosos del Evangelio, donde el Señor le hace al ciego de nacimiento un doble milagro: el milagro de devolverle la vista y el milagro, más grande aún, de darle la fe. Y darle la fe de una manera que se ve desde un primer momento confrontada con aquellos que tienen decidido que Jesús no puede ser el Hijo de Dios, que Jesús no puede ser el Mesías, los fariseos.

En el episodio están los tres personajes, están también los padres, pero los tres personajes principales son el ciego de nacimiento y los fariseos. El ciego no veía y ve. Y agarrándose a ese hecho -“Yo sólo sé que estaba ciego y ahora veo”- es capaz de responder a todas las ideologías con las que los fariseos le tratan de atacar de algún modo, de ofenderle. “Has nacido en pecado tú y nos vienes a dar lecciones a nosotros”. Ellos al principio dicen “quién es quien te ha dado la vista”, y él dice “Jesús”. Pero luego, ellos empiezan a poner pegas hasta que al final terminan diciendo “no, no puede ser, nunca se ha visto que un ciego de nacimiento vea. Y encima es imposible que encima cura en sábado y no sabemos de dónde viene”. Y él agarrándose simplemente al hecho de que estaba ciego y ve dice: “Eso es lo grande: que vosotros no sabéis de dónde viene, pero yo estaba ciego y ahora veo”. Y Jesús termina rechazando a los fariseos no por no ver, sino por negarse a ver.

Yo creo que eso es cuando en el Evangelio de San Marcos, de San Lucas y de San Mateo se habla de la blasfemia contra el Espíritu Santo. Es ese negarse a ver lo que uno tiene delante de los ojos. Negarse a ver cómo el Espíritu Santo actúa en Jesús cuando uno ve sus obras grandes, sus hazañas en favor de los hombres. El hombre estaba ciego y pasó a ver. David, que era el más pequeño de los hijos de Jesé, el muchacho al que todos despreciaban, y el Señor lo escogió para ser el jefe de su pueblo Israel.

El Señor comienza la historia de la Iglesia y la comienza con unos pocos pescadores y algunos pecadores públicos, como Mateo, que era publicano. Y parece que el Señor no le teme a la pequeñez, ni siquiera al pecado cuando uno reconoce al pecado. Lo que el Señor choca con la libertad del hombre es cuando el hombre se niega a ver, cuando se niega a abrir el corazón al don de Dios. Y yo creo que eso se lo tenemos que pedir al Señor mucho, y especialmente en este tiempo. No vemos, claro que no vemos muchas cosas. Muchas cosas no entendemos. No entendemos nuestra propia vida, el misterio que somos cada uno. Cuando nos juzgamos a nosotros mismos, normalmente nos equivocamos y nos damos cuenta de que es muy poquito lo que somos capaces de hacer a lo largo de ese trocito de tiempo que es la vida humana. Y entonces, lo más razonable es ponerse en las manos de Dios. Uno no se da cuenta. Eso no excluye ninguna de las atenciones, de los cuidados que un médico, que la experiencia humana y la sabiduría humana nos pueden ayudar a tener y hacer, pero el lugar donde realmente estamos seguros es en las manos del Señor. En el amor infinito del Señor.

Y nuestra misma vida nos invita a eso: a reconocer que apenas conocemos la superficie de la realidad y que penetrar más allá requiere una sabiduría que no es ni con mucho la nuestra, ni la de los hombres, ni siquiera la de todos los hombres reunidos, ni siquiera la que podamos reunir en el futuro. Ante ese misterio, pedidLe al Señor: “Señor, ten misericordia de nosotros, Señor condúcenos a nuestro hogar, haz que podamos vivir nuestro camino y terminar nuestro camino en paz, con la confianza y la certeza que en Tus manos estamos en el lugar más seguro. Y que cuando terminemos nuestra peregrinación y lleguemos a casa, también son Tus brazos los que nos acogen abiertos en nuestro verdadero hogar, en nuestra verdadera patria, que no es este mundo, sino Tú, Señor”.

Condúcenos hasta Ti. Haz que podamos hacer todo nuestro camino sea el que sea, más largo o más corto, confiados en que Tú nos aguardas al final de ese camino. Y que no tenemos nada que temer justamente porque Tú eres amor, Tú eres misericordia, porque Tú nos aguardas con un amor de padre para con sus hijos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

21 de marzo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)

Escuchar homilía