Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;

muy queridos sacerdotes concelebrantes;

Alexis, nuestro diácono;

y los ya a punto de ser diáconos también;

seminaristas, familiares, amigos todos: 

Si me dejo llevar de mis sentimientos, yo empezaría a hablar diciendo simplemente que sois un regalo; que sois un regalo, para la Iglesia de Granada. Es verdad. El hecho de que la Catedral esté llena simplemente expresa… Hay personas que apenas os conocen, o conocen vuestro nombre, pero hay ordenaciones en la Iglesia y eso significa que Cristo está vivo. Y significa que sabemos que Su Presencia viva, mediante el Bautismo, mediante la Eucaristía, está vinculada a la sucesión apostólica y a la Ordenación sacerdotal. Y esa conciencia nos trae a todos, como un imán, a gozar del hecho de unas ordenaciones. El gozo más profundo es justamente el gozo de que Cristo vive; el gozo que hace justo y necesario todos los días, en todas partes y en todo lugar, darTe gracias. Pero hay lugares especialmente adecuados, donde espontáneamente la acción de gracias brota de una manera tan sencilla, tan verdadera. Y claro que brota la acción de gracias de la Iglesia por vosotros dos. Hoy os incorporáis al Orden sacerdotal, al Sacramento del Orden, en el Orden de los diáconos, pero por primera vez dais un paso que implica la realidad sacramental del orden e implica también el don de vuestras vidas.

Es curioso que el Evangelio de hoy, que es el que tocaba, no era un Evangelio especial para Ordenaciones, justamente pone de manifiesto ese seguimiento, esa novedad radical que significa la pertenencia a Cristo. Y cómo es el Señor el que escoge. A unos los escoge y a otros no los escoge. No es una cuestión de voluntad nuestra o de juicio o de criterio nuestro, sino que es un criterio del Señor y de su Iglesia. Pero el Evangelio pone precisamente de manifiesto la radicalidad de ese seguimiento -cómo nada se antepone a Él, nada- al hacer la comparación con la llamada de Elías y Eliseo, en la relación de Elías y Eliseo. A Eliseo le da permiso para ir y Eliseo hace un sacrificio al Señor, pero Jesús es capaz de pedirlo todo. Ese “todo” se pone de manifiesto en el celibato, que no es un menos de amor, no es un “recorte” en la capacidad humana de amar, sino, de alguna manera, todo lo contrario: es una forma diferente de amar, totalmente pegada al modo como nos ama el Señor y, por lo tanto, totalmente desposeída de aquellos rasgos posesivos que tantas veces o siempre caracterizan al amor humano, incluso al más bello de todos, incluso al amor esponsal. El Señor es exclusivo; no permite que se comparta el don de la vida, Él, con otro tipo de esponsalidad. Porque sólo dándole la vida a Él por entero la esponsalidad propia de Cristo es capaz de ser un regalo y un don para la Iglesia entera, para quienes nosotros no elegimos (no son el grupito de nuestros amigos, no son los que piensan como nosotros). Es la Iglesia y el mundo.

Decía al principio: “La Iglesia se alegra”, y yo me alegro mucho por supuesto de vuestra Ordenación, pero yo quería subrayar que la Ordenación es, ante todo, y tiene que ser ante todo un don para vosotros. El don que el Señor os pide no es el centro. Ese don es simplemente una condición de vuestra alegría. Una alegría que está vinculada a vuestra pertenencia total y sin reservas a Jesucristo. Pero el poder pertenecer a Jesucristo -y eso será una tarea de toda la vida, de una manera cada vez más plena, libre, gozosa…- es ya un regalo. No es un regalo que nosotros le hacemos a Dios. Es un regalo que el Señor nos hace a nosotros, que os hace a vosotros. Y que tenéis que disfrutarlo. Y sólo en la medida que lo disfrutéis podéis ser guía, luz y testimonio para otros. Sólo en la medida en que el gozo de esta mañana sea –por así decir- el gozo que sostiene y llena vuestra vida, y las circunstancias de esa vida sólo están en las Manos de Dios. Pueden ser humanamente muy hermosas o humanamente muy difíciles; pueden tener –tendrán, sin duda- muchos momentos de gozo y tendrán momentos de cruz. Y sólo Dios sabe cuánto gozo necesita nuestra debilidad y cuánta cruz es capaz de darnos para que la compartamos con Él sin que nos vengamos abajo. Sólo el Señor sabe eso. Pero siempre prevalece el sentido del don. “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa -decíamos en el Salmo-, mi suerte está en tu mano”, pero “me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad”. Si os vale mi pobre testimonio: el Señor no falla, el Señor no abandona, el Señor no nos deja nunca a nuestras fuerzas, sino que está siempre con nosotros; no dudéis de eso.

Luego, ¿cuál es vuestra misión? ¿En qué consiste vuestra misión? Vuestra vida consiste en pertenecer al Señor. Pero, ¿la misión cuál es? Construir el pueblo cristiano, construir el Pueblo de Dios, construir la Iglesia; o ser instrumento. La Iglesia la construye el Señor y el Espíritu Santo. Ser un instrumento flexible en Sus Manos para construir ese Pueblo nuevo, ese Pueblo santo de Dios, donde uno puede reconocer a Cristo presente. Esa tarea es urgentísima, y ahora mismo yo diría que dramática, dramáticamente urgente. ¿Por qué? Porque el mundo está lleno de buenos cristianos. (…) El mundo está lleno de buenos cristianos y, sin embargo, a la Iglesia no se la ve. No se la ve como un Pueblo reconocible. Me diréis: “sí, se la ve”. Y yo sé que se la ve, y aquí en Granada y en Andalucía se la ve más porque están las procesiones. Acabamos de tener la preciosa experiencia, la incomparable experiencia del Corpus vivido en Granada el jueves y luego el domingo por tantos barrios, en tantas parroquias, en tantos pueblos. En esos sitios es obvio y es un tesoro el tener esa piedad popular. ¿Qué es lo que da belleza a esos momentos y a esos lugares? Justo el hecho de que en esos momentos uno puede reconocer que la Iglesia es un Pueblo; que estamos juntos; que somos una familia. Se rompen distancias de muchas cosas, al menos mientras estamos ahí. Luego, cuando volvemos a nuestra condición normal la Iglesia se vuelve invisible. Hacer un pueblo es ayudar a todos a que nos podamos hacer visibles como cristianos. No son los curas los que viven de una manera diferente y los cristianos viven como todo el mundo. Es el Pueblo cristiano el que es un Pueblo santo.

¿Qué elementos básicos tiene eso? Algunas cosas, ciertamente. Una concepción de la vida que no es utilitaria. Me parece básico. Es decir, donde ni los bienes ni las personas son instrumentales a mis planes, a mis proyectos. Está muy vinculado a la avaricia, que domina nuestra cultura y que la mata. Nos estamos muriendo, nuestras sociedades se mueren. España se muere. Se muere de avaricia. Se muere de haber entronizado y colocado en un altar a la avaricia como si fuera una cosa legítima. Y no se ve que los cristianos vivamos de otra manera. Vinculado a eso está un modo de relacionarse las personas. Los textos de hoy hablaban en un momento del “esplendor de la verdad”, y el esplendor de la verdad es la belleza. Y lo que puede atraer a la gente a la Iglesia, a la fe, a Jesucristo, que es al que hay que atraerle, no son nuestras ideas. Primero, porque las ideas son siempre discutibles, y siempre se puede discutir y siempre uno puede negarlas y siempre es objeto de debate. Es la belleza. Pero no la belleza de los monumentos del pasado, no la belleza de la liturgia, que la tiene sin duda; la belleza de la vida de este pueblo, de este pueblo que está hecho de todos los demás pueblos y no es como los demás pueblos; que vive en el mundo y participa de las cosas del mundo, pero no es del mundo. Eso no es para los curas. Eso es para los cristianos. San Pablo dice en algún lugar que “los que se casan vivan como si no se casaran”, que “los que lloran como si no llorasen”. ¡Dios mío, qué fuerte! Que “los que hacen negocios como si no los hicieran”.

Si Cristo vive en nosotros, si Cristo está en nosotros, surge una humanidad nueva de la que el mundo tiene hambre, tiene sed. El mismo fenómeno del turismo mundial es un signo de una búsqueda de la felicidad ansiosa, verdaderamente ansiosa. Hambre de unas relaciones humanas buenas, verdaderas, fraternas. No sólo justas, sino buenas, fraternas. Construir un mundo de hermanos. Por supuesto, en la Iglesia, pero también más allá de la Iglesia. Recientemente, el Papa ha subrayado ese aspecto de la necesidad de construir un mundo de hermanos, también con quien no son cristianos, con los musulmanes. Somos criaturas de Dios, del mismo Dios, adoramos al mismo Dios. Y la razón es muy obvia: la única alternativa a ese esfuerzo o a ese don que nosotros hemos recibido en Cristo del anhelo de una fraternidad para todos (y que no digo yo que lo hayan recibido los demás, pero que en el fondo el corazón está ahí de una manera o de otra) es que la única alternativa a eso es una guerra total. Y eso sería la autodestrucción del mundo y dejarles a las generaciones que vienen ruinas, ruinas, nada más que ruinas.

Ser instrumentos del Señor, en este momento de la historia, es un privilegio fantástico. Yo recuerdo que una persona que se convirtió al cristianismo estudiando a un místico musulmán del siglo XIII, era agnóstico completamente (fue presidente del Instituto de Francia, y se hizo amigo de Pío XII, y es un gran hombre del siglo XX, muy poco conocido), en un momento él explicaba: el Islam es como la lanza del centurión en la cruz, que trata de rematar al Señor, trata de asegurarse de que Jesucristo ha muerto; pero esa lanza hizo brotar del costado abierto de Cristo el agua y la sangre, hizo brotar los Sacramentos de la Iglesia -decía él. Y eso que yo creo que vale para el Islam, con el Islam no hay otro modo de situarse: lo único que puede abrir el corazón del Islam es la santidad. La santidad de un pueblo; de un pueblo visible y reconocible. Y digo esto y estamos en Granada. La santidad de un pueblo visible y reconocible. Que el Señor nos ayude a serlo, porque no está en nuestras manos la comunión, nunca.

Pero para un mundo nihilista es lo mismo. ¿Qué quiere un mundo nihilista? Pues, que desaparezca la Iglesia, porque es un estorbo esta gente, llena de obligaciones; que nos estorba y nos recuerdan además que a lo mejor existe Dios y eso es un lío. Mejor, que desaparezca la Iglesia, aunque sea una cosa así folclórica, entretenida, así sin más historias. Un mundo así sólo puede abrirse a una respuesta y esa respuesta no es un discurso, no es una discusión, no es una ideología. Sólo es la santidad. Y la santidad es el esplendor de la verdad, es la belleza de nuestras vidas en común. No porque estemos llenos de cualidades, que no lo estamos ninguno, sino porque el Señor hace bella nuestro estar en común. Porque el Señor hace que la verdad de Su Presencia, de Su Amor, de Su Misericordia resplandezca en un pueblo que ha acogido esa Misericordia. Eso, eso es lo único que puede cambiar el mundo. Pero ni siquiera los partidos políticos, ni los proyectos de unas cosas o de otras que sí, que tienen que hacerlos, y que ojalá hagan buenas autopistas y buenos aeropuertos y esas cosas, pero no esperéis mucho más. Un mundo que sea un mundo verdaderamente humano, los únicos que tenemos motivos de verdad para proponerlo, para guiar, para enseñarlo, sois vosotros, sois el Pueblo Santo de Dios. Y nosotros estamos llamados a dar nuestra vida por el Señor, dándola por ese Pueblo. Os juro que no hay cosa más bonita en la vida, así de sencillo. Se lo digo a ellos y os lo digo a vosotros: no lo cambiaría por nada. Porque, con todas nuestras debilidades, aunque todos nosotros veamos sobre todo nuestros defectos y veamos todo lo que nos falta, os aseguro que no hay nada tan bello en la tierra como la Iglesia de Dios. Ese Pueblo, que sois vosotros. Ese Pueblo es la criatura, la realidad más bella, no sólo que existe en este momento de la historia; sino que ha existido jamás en la historia. (…) 

Le damos gracias por vosotros. Le pedimos por vosotros.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

30 de junio de 2019

S.I Catedral de Granada

 

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