En el Evangelio de hoy, Jesús dice una frase muy potente: que si permanecemos en Él, que si acudimos a Él, que si estamos en Él, conoceremos la verdad y la verdad nos hará libres. Yo pensaba, preparando esta Eucaristía, lo profundamente verdadero que es esta palabra de Jesús, lo que ilumina nuestra vida.

Las circunstancias en las que vivimos nos invitan a descubrir verdades que hemos tenido olvidadas y que, de alguna manera, nos han hecho vivir en el pecado. A lo mejor, no un pecado lleno de maldad y muy conscientes, sino, sencillamente, un dejarnos arrastrar por el mundo y hemos dado culto a la estatua de oro, que Daniel y sus compañeros se negaron a adorar. Hemos dado culto a una gran mentira. Yo diría que esa mentira, la más grande de todas a la que hemos dado culto de una manera o de otra, probablemente todos, es pensar que somos los dueños de nuestra vida, que somos los dueños de la Historia, que nuestra vida se compone de los planes que hacemos, de los proyectos que tenemos y todo estaba, por así decir, programado dentro de nuestros parámetros y de nuestras medidas. Es más, nos dejábamos llevar por la ira o por la rabia cuando las cosas no salían como nosotros queremos. Como decía el “Calígula”, de Camus: “Los hombres lloramos porque las cosas no son como queremos que sean”. Y eso es una gran mentira.

Hemos sido capaces de enviar satélites más allá del sistema solar, explorar planetas lejanísimos o sistemas solares distintos del nuestro; hemos sido capaces de poner los pies en la luna y, de repente, un minúsculo ser, que apenas sabemos si es un ser vivo o no es un ser vivo, paraliza el mundo entero. Y dices: “Señor, ¿cuál es nuestra verdad?”. Una verdad que tenemos que redescubrir. Y una verdad que nos permite el volver a Ti y que nos permite acercarnos a Ti es que somos mortales, que somos criaturas, que no somos los creadores del universo ni del mundo. ¡Cuánto hemos valorado al hombre al que decimos “es un hombre que se ha hecho a sí mismo”! Qué mentira tan grande. No nos hacemos a nosotros mismos. Nos hacen las relaciones que tenemos, nos hace la historia que el Señor va haciendo con nosotros, nos hace la experiencia de la vida, pero nadie se hace a sí mismo y quien lo piensa es un iluso y un ingenuo. Somos mortales. Somos criaturas mortales, que hemos recibido el Ser de Dios y que lo hemos recibido como algo que nos ha sido dado. Y eso nos bastaría para poder vivir toda la vida reconociendo que no somos nosotros quienes nos hacemos a nosotros mismos, sino que es el Señor quien nos hace.

Es verdad que no es esa la única verdad. Esa sería la única verdad que, a lo mejor, los hombres, espontáneamente y sobre todo en el mundo en que vivimos, nos daría por pensar; pero hay una diferencia fundamental entre nosotros y las hormigas, entre nosotros y los seres vivos, los demás animales. Y ese exceso que hay en nosotros, que se pone de manifiesto en la poesía, en los gestos de amor, en los gestos gratuitos que tantas veces brotan de nuestro corazón y que nos hacen imagen de Dios, se iluminan también desde Jesucristo. Porque Jesucristo, como Él dice en otra ocasión, “Yo soy el camino y la verdad y la vida, nadie va al Padre sino por mí”. Y Él no ha venido para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.

Jesucristo nos abre la condición de hijos de Dios. Al entregarnos su Espíritu, nos hace hijos de Dios y partícipes de la vida divina y conscientes de que nuestra vida es una vida mortal como criaturas, pero es una vida abierta a la participación en la vida divina del Dios que es inmortal, del Dios que es eterno y que nos llama a nosotros a la vida eterna, y que nos ha entregado las primicias de esa vida eterna en Jesucristo.

Claro que la verdad de Cristo nos hace libres. Nos permite vivir sabiendo que somos mortales y, por lo tanto, no escandalizándonos del hecho de la muerte o de nuestra condición mortal, para nada; y, al mismo tiempo, sabedores con certeza de que, por Tu amor, Señor, que es fiel y que es eterno y que permanece para siempre, nuestra vida no termina cuando termina nuestro peregrinar por este mundo, sino que nuestra vida desemboca en Ti, Amor infinito y eterno.

A ese Amor infinito nos acogemos. Acogemos la vida de las personas que están a nuestro alrededor, acogemos la vida de los que están luchando entre la vida y la muerte, de los que han fallecido hoy, de los que han perdido algún ser querido o están participando del combate de todos contra este enemigo inesperado y desconocido, pero que ha sido capaz de parar el mundo y de pararnos a todos.

Que este parón no lo veamos simplemente como un obstáculo o como un mal. Que lo veamos también como una oportunidad de recuperar, de volver al Señor y de recuperar la verdad de lo que somos; la verdad de lo que somos como criaturas y la verdad de nuestra vocación a participar de la vida divina, y que podamos de ese modo vivir todos los días de nuestra vida, con virus o sin virus, en nuestra casa confinados o en un hospital. Que nos permita vivir siempre con la certeza de que Tú estás con nosotros y nos descubres quiénes somos, cuál es nuestro destino y cuál es nuestra vocación verdadera, que no es otra sino Tú, Señor, Dios eterno, Misericordia infinita y eterna.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

1 de abril de 2020
Iglesia parroquia Sagrario-Catedral (Granada)

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