Fecha de publicación: 16 de octubre de 2019

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Aanto de Dios;
sacerdote que concelebras y diácono que asiste a esta Eucaristía;
queridos pueri cantores;
queridos hermanos y amigos todos:

Antes que nada y lo primero: habéis hecho muy bien los que os habéis quedado de pie (he sido yo el que me he sentado antes de tiempo). Habéis hecho muy bien en quedaros de pie hasta que el Evangelio, que iba llevado solemnemente en procesión, haya vuelto al lugar del Evangelio, a su atril. No todo el mundo está acostumbrado. Ya es tradicional en la Iglesia Católica -también en el después de la lectura del Evangelio- dar la bendición. Pero es verdad que a lo que se le da respeto, mientras el Evangelio está abierto y acaba de ser proclamado, es al Evangelio, y no hay nada más digno de respeto que el Evangelio, y todos esperamos y debemos esperar. Yo me he distraído y me he sentado, habéis hecho muy bien en quedaros de pie. Donde esta costumbre no se haya impuesto aún, porque las costumbres litúrgicas tardan a veces tiempo en extender, no os preocupéis. Es un gesto. Un gesto de que la liturgia de la Palabra en la Eucaristía, las Lecturas, que no tienen la finalidad de enseñarnos a ser buenos sino son trozos de la historia del Amor de Dios con la humanidad, culminan siempre en la Buena Noticia del Evangelio. “Un hijo nos ha nacido, un niño se nos ha dado”, ese “Dios con nosotros” permanece con nosotros de varias maneras, pero una de ellas es mediante Su Palabra. Por lo tanto, al Evangelio sólo la Eucaristía supera como signo de la Presencia de Dios en medio de nosotros. Y por eso, el obispo también cuando está el Evangelio delante no puede tener la mitra puesta, porque quien representa a Jesucristo en ese momento no es él sino el Libro de los Evangelios, al que la Iglesia le ha tenido siempre una veneración especial.

No resisto a contaros una experiencia de esta madrugada. En la parroquia donde yo estuve de párroco los primeros años de mi ministerio, había una muchacha joven. Cuando llegué yo allí, debía tener unos dieciséis años. Y esa muchacha empezó a asistir a los grupos de jóvenes de la parroquia y a las cosas que organizábamos. Era un pueblo muy pequeño, de unos quinientos habitantes, pero profundamente cristiano. Y hacíamos un “teatrillo”. Yo creé en el pueblo, por primera vez, reuniones de chicos y chicas juntos, que no era costumbre (os estoy hablando de hace cuarenta y cinco años, casi medio siglo). No era costumbre entonces que hubiera esas reuniones, nos íbamos juntos de excursión, de marchas marianas; hacíamos juntos campamentos, junto con los jóvenes de otras parroquias. Esa chica se echó novio, se casaron, han tenido tres hijos, el marido (el que era novio cuando yo estaba con ellos más cerca, era un gran informático que trabajaba para una empresa internacional de informática); y hace ya varios años a ella se le descubrió, hace quizás ocho o nueve años, una enfermedad degenerativa de la cual no había curación, sólo se podía hacer más lento el proceso hacía la muerte. Esta mañana, al amanecer, recibo un whatsapp diciendo: “’la Toña’ ha muerto esta madrugada”. Pesaba veintitantos kilos. Llevaba ya varios años muy muy malita. Él hace bastantes años que había dejado su trabajo para cuidar de su mujer junto con sus hijos. Inmediatamente, yo le he llamado en cuanto he tenido noticia del fallecimiento. Si os digo que no ha habido en esa conversación –eso es lo que quería deciros- ningún gesto, ni ninguna expresión (las había mas en mi que me emocionaba porque hacía años que les veía y a veces me amenazaba con que se me saltaran las lágrimas, pero en él no había): “Tenemos ya un montón de familia en el Cielo”. Hemos estado hablando del Cielo, de la esperanza del Cielo, y él me decía: “No tengo en mi corazón más que gratitud por María Antonia, gratitud por el amor que me ha tenido, gratitud por nuestros hijos, gratitud por su enfermedad, por el tiempo que he podido acompañarla hasta hoy, y esa gratitud se transforma en un deseo, en una esperanza del Cielo, que elimina toda sombra de temor a la muerte, de ansiedad, como de disgusto”.

El Evangelio de hoy nos hablaba de la gratitud. Y probablemente, el pecado humano en todas sus formas es una falta de gratitud. Quiero decir, la actitud que reflejaba este esposo fiel hasta la muerte, y nunca mejor, pero que además estaba seguro de encontrarse con su mujer en el Cielo el día que el Señor le llamase a él, ésa es la actitud normal de un cristiano. Vivimos en la gratitud. La Eucaristía se llama eucaristía, que significa “acción de gracias”, porque la actitud normal del cristiano es la de acción de gracias. Y podréis decir: “pero si me acaban de diagnosticar un cáncer; si tengo tal herida, o tales heridas en la historia de mi familia, o en la historia de mi matrimonio, o en el fracaso ante la educación de mis hijos, o en el lugar de trabajo, donde sea, o en mi propia historia de errores que ha cometido uno y que ya no puede corregir”. Y si vamos hasta el fondo, la gratitud es siempre posible. Hemos recibido la vida como un don gratuito y como un anticipo del destino que nos aguarda, que en Jesucristo nosotros sabemos que nuestro destino es el Cielo. Y el Cielo no es un lugar donde estaremos allí como en el final de algunas películas (…) no, carne y hueso, el Hijo de Dios se ha hecho carne. Y nuestra carne tiene que pasar por la muerte -claro que sí-, pero nosotros, nuestro destino no es la muerte, ni la muerte tiene la última palabra sobre nosotros, en absoluto.

Pero somos muy tímidos. Somos muy tímidos para hablar del Cielo. Esa conversación que tenía yo esta mañana con este esposo, que tiene cincuenta y dos años en este momento, nos parece algo extraordinario. Y hablar de la muerte. Ayer mismo, una persona que tiene -humanamente hablando, porque el milagro es siempre posible, pero humanamente hablando- las horas contadas, me decía “yo ya no tengo metástasis en una parte, tengo metástasis en todo el cuerpo”, pero lo decía sonriendo. “Cuando llegues allá, ¿vas a seguir ofreciendo por nosotros todas las necesidades que tú conoces y tenemos en la Diócesis?”. Decía: “Por supuesto. Lo hacía antes de estar mala y junto al Señor, claro que lo voy a hacer, mucho más”. Y nos reíamos. Y puede morir en una semana, puede morir en tres meses… Eso que nos parece extraordinario es el fruto normal de la fe. Si somos cristianos. ¿Qué es lo que nos pasa? Que tenemos una fe tan débil, que, en realidad, es como si creyéramos por si acaso, como si no fuera real, como si todo lo que hacemos es por si acaso hay alguien que no nos tenga en cuenta, que no hemos sido demasiado malos. Pero eso no es haber encontrado ni conocido a Jesucristo. Si creemos en Jesucristo, la vida eterna es nuestro destino y de ella hay que poder hablar. Yo sé que los hijos de este hombre pasaron por una crisis grande en su adolescencia y dejaron la fe y un poco todo; los padres participaban de la vida de la Iglesia con normalidad y ellos se revelaban contra eso, como es normal (…). (…) y el marido me decía: “Aquella crisis terminó y ha sido un gozo verles acompañar a su madre a morir con toda paz”.

Dios Santo, cuando el Evangelio de San Marcos al final nos dice “y pisoteareis serpientes y aunque veáis un veneno mortal no os hará daño”, no está hablando de serpientes ni de venenos en el sentido físico; está hablando de una novedad de vida que es inaccesible al hombre. Claro que es inaccesible para nosotros coger una serpiente y que no nos pique, pero no es más inaccesible perdonar una gran herida, no es más inaccesible vivir con esperanza cuando contra toda esperanza a los ojos del mundo, no es más inaccesible el saber con sencillez el decirlo y proclamarlo, y hablar de ello con naturalidad, que nuestro destino es el Cielo y no quedarnos en silencio ante la muerte como quien no tiene nada que decir porque en el fondo no se cree que la muerte no sea nuestra última palabra. Que eso lo hagan los paganos; que los paganos se queden sin palabra ante la muerte; que sólo puedan decir “te acompaño en el sentimiento”, o “hay que ver, era tan joven”, o” qué ha hecho ella o qué ha hecho para que le pase esto”. Ese tipo de palabras, sin sentido, que son completamente absurdas, sin poder decir “Dios mío, bienvenido al Cielo, bienvenido al destino que nos aguarda a todos donde no habrá (y voy a citar las últimas palabras del Nuevo Testamento) ‘ni llanto, ni dolor, porque Dios mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos’ y ‘no habrá sol ni luna’, porque no serán necesarios, porque el Cordero mismo será su luz. Y la ciudad es preciosa sin nada que la estropee”. Ésa es nuestra ciudad, ese es nuestro hogar, esa es nuestra patria. ¿Por qué no lo vamos a desear si tenemos fe? Y si la tenemos, muy poquita; y nos comen las dudas, las dudas que nacen de que vemos que eso parece muy irreal a los ojos del mundo que se nos vende y pagamos por él (no creáis que se nos da gratis esa visión del mundo).

No podremos vivir con realismo la fe que profesamos; no podremos vivir sin que esa fe sea una especie de gorrito o de cosa muy marginal en nuestra vida -como lo que sea nuestra relación, lo que determine nuestras relaciones, nuestro modo de vivir, nuestro modo de divertirnos, de jugar, de cantar-, no es ésa la característica de un pueblo de fe.

Mis queridos hermanos, vamos a pedirLe al Señor lo que le pidió un centurión en el Evangelio: “Señor, yo creo, pero aumenta nuestra fe”. Porque lo que ciertamente es un don es poder afrontar la muerte, la nuestra y la de nuestros seres queridos, que es probablemente la más difícil. La muerte de una persona a la que uno ama profundamente es más dura que la nuestra. Que podamos afrontar siempre la muerte con la certeza de que es nuestro último paso antes de llegar al final de nuestra peregrinación, al Hogar, a la Casa, al Fuego donde Cristo y la Comunión de los santos nos aguardan, donde nunca estaremos más solos, ni aislados, ni tristes.

Que el Señor nos conceda a todos ese don, que tanto necesitamos y que tanto necesita el mundo. Porque el mundo, aún el que no cree, nos mira así, como diciendo “¿pero estos se lo creerán de verdad?”. Y cuando nos oyen hablar y dicen “no se lo creen, piensan igual que nosotros, en el fondo son palabras bonitas que dicen”.

El ver a un cristiano de verdad es lo único que puede cambiar al mundo. Y el mundo necesita ese cambio. Y ese cambio sólo lo da el testimonio de la fe, de la esperanza y del amor.

Que el Señor nos conceda vivir esa vida nueva que Cristo nos ha dado. Y vivir agradecidos por ella, porque es la manera más bella posible, la más gozosa posible de vivir.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

13 de octubre de 2019
S.I Catedral

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