Fecha de publicación: 18 de abril de 2019

Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho. Quién habla así. Quién dice eso que hemos cantado en el Salmo hace un momento. Lo dice la Iglesia de Dios, el Pueblo redimido por el Señor. Y lo dice con especial conciencia esta tarde en la que entramos en el centro del misterio de nuestra redención. Con una actitud de asombro, de adoración, no hay otra palabra para expresarlo. De nuevo, como en la noche de Navidad que se adora al niño recién nacido. Adoramos, que es una palabra de amor, del lenguaje del amor, del vocabulario del amor. Adoramos la sorpresa infinita que nos abre el abismo sin fondo de Tu Amor por nosotros. ¿Como pagaré al Señor tanto bien como me ha hecho?

Nos ha creado. Y nos ha creado a imagen y semejanza suya, lo cual nos hace anhelantes de una felicidad sin límites, verdadera, gozosa, luminosa, eterna. Y al mismo tiempo, doliente, porque, por la herida del pecado, y también por nuestro límites, pero sobre todo la herida del pecado, que nos hace querer olvidarnos de que somos criaturas y querer ser dueños de nueva vida y de las vidas de los demás, y de la marcha de la historia, nos hemos alejado de Dios, la vida misma se vuelve opaca como una niebla espesa. Y el Señor no se ha avergonzado de nuestras llagas, ni de nuestras heridas. El Señor no se ha avergonzado del pecado. Uno piensa cuánta historia en el Antiguo Testamento de pobreza, de miseria, de muertes… Como la historia que hemos conocido nosotros mismos en nuestro tiempo y en nuestro siglo, como es el ser humano. Y Dios no se ha echado para atrás. Dios no ha dicho en ningún momento “ya estoy cansado de vosotros”, “ya estoy cansado de ti”, “ya no mereces que te siga cuidando”, sino que se entrega a nosotros hasta la muerte.

Y no contento con entregarse hasta la muerte, quiere quedarse con nosotros hasta el fin del mundo. Esa es la última palabra de Jesús en el Evangelio y lo que más explícitamente celebramos el día del Jueves Santo. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Los días en que tu vida es resplandeciente y llena de gozo y de virtudes, y de méritos, y los días en que estás hundido en la miseria, mordiendo el polvo, deseando destruirte. El Señor sigue a tu lado, fiel, sin avergonzarse de querernos. Sigue en su Palabra, sigue en sus Sacramentos. Lo que celebra el Jueves Santo es justamente los Sacramentos de la Iglesia. Esta mañana, en una celebración preciosa, que sólo se hace el día del Jueves Santo y no se puede hacer en ningún otro sitio más que en la Catedral (…), donde se consagra el Santo Crisma y se bendice el óleo de los enfermos y el óleo de lo catecúmenos para el Bautismo, los sacerdotes renuevan, como un sacramento personal, las promesas del día de su Ordenación sacerdotal.

Y ahora en la tarde renovamos la conciencia de la Eucaristía, el Don mediante el cual el Señor llega a cada uno de nosotros y nos sigue comunicando su vida, aunque no lo merezcamos, aunque seamos igual de pobres que somos los seres humanos, nos diferenciamos, de los más grandes a los más pequeños, sólo cien denarios, tan poca cosa. El canto de una moneda. Y el salto infinito que hay entre Dios y nosotros, los diez mil talentos de la parábola, esa distancia infinita la ha salvado el Amor del Señor, y lo salva todos los días. Y viene a nosotros.

La experiencia del Amor de Dios que se revela en Jesucristo y que en estos tres días alcanza lo más alto, porque alcanza la profundidad suma en el abismo del misterio que somos, y del misterio de nuestro pecado, y baja hasta ese misterio a arrancarnos del poder de Satán, el misterio de estos días Dios se nos revela, como dirá mucho más tarde el evangelista San Juan queriendo resumir la experiencia de Cristo, “Dios es amor”. A nosotros nos parece una frase sencilla, fácil, sin demasiadas complicaciones, jamás nadie la había dicho. Como jamás nadie había dicho antes de Jesús: “Yo soy el Camino, y la Verdad y la Vida”. “Yo soy la Vida”. Señor, Tú eres la Vida. La Vida de nuestra vida. Pero nosotros, creados a imagen y semejanza tuya, creados para amar precisamente y concebimos y entendemos un poquito por lo menos que la felicidad tiene que ver con ser queridos y con saber querer, con el amor, Tú te revelas como Amor y te das a nosotros como Amor.

Hablaba yo antes de adoración. Te haces esclavo nuestro. El gesto de lavar los pies es un gesto de esclavos. Te haces esclavo nuestro. Y no lo hacías simplemente para darnos ejemplo. Lo hacías para expresar lo que iba a suceder después, para expresar lo que iba a suceder en la cruz. Por eso le dice a Pedro “Si no te lavo los pies, no vas a tener parte conmigo”. Si el Lavatorio fuera simplemente un ejemplo, no tendría explicación. Jesús está haciendo oficio de esclavo nuestro cuando se entrega hasta la muerte por nosotros. Pero luego se entrega y se hace alimento nuestro, se hace comida, se hace pan para que lo comamos. También eso es el lenguaje del amor (…)

El Señor se hace comida nuestra para introducirse en nuestra carne, en nuestra humanidad y transformar esa humanidad. Y ahí es donde entra el ejemplo del Lavatorio. “Lo que Yo he hecho lo he hecho para que lo hagáis también vosotros”. Lavando los pies o dando la vida unos por otros, comprendiendo que la vida sólo merece la pena ser vivida cuando la damos. Claro, cuando la damos la perdemos, cuando la damos se gasta, cuando la damos se fatiga. Pero cuando la damos es cuando nace en nosotros la alegría verdadera. Y cuando nos la reservamos, cuando nos negamos, cuando ponemos distancias, limites, cálculos, entonces nos perdemos, entonces se empobrece nuestro destino, nuestro corazón, nos hacemos pequeños, mezquinos, miserables.

Señor, que estos días contemplemos Tu amor con un corazón abierto. Con el deseo de que ese corazón ilumine hasta los rincones más oscuros de nuestra alma y de nuestra vida; que podamos gozar de Tu Perdón y de Tu Misericordia. Y que eso nos enseñe a vivir como servidores los unos de los otros. Lo dijiste con toda claridad en Tu Evangelio; lo dijiste porque lo ibas a hacer y porque lo has hecho: “El que quiera ser el más grande entre vosotros que se haga el más pequeño de todos”. El que quiera ser el primero que se haga el último, el servidor de todos. Tú, que te has hecho servidor nuestro. Qué bello es el mundo, qué bella puede ser la vida cuando el amor de Dios infundido en nuestros corazones empieza a florecer en nosotros y en las personas que tenemos alrededor. Sobran ya todas las palabras.

Que el Señor nos conceda vivir de ese amor, hacer de ese amor el ejercicio, la tarea única realmente de nuestra vida, la única verdaderamente importante.

Sólo os digo una cosa. Recordad, os llamo la atención: esto que ha dicho Jesús en el Lavatorio será lo mismo que diga después de las palabras de consagración del pan y del vino en la Última Cena. En el Lavatorio dice”: Esto que Yo he hecho es para que lo hagáis también vosotros, unos con otros”. Y al final de la consagración del pan y del vino les dice a los discípulos: “Haced esto en memoria mía”. Es exactamente lo mismo, porque no es una palabra que va dirigida a los sacerdotes para que consagren el pan y el vino; es una palabra dirigida a todos, para que todos hagamos lo que Él ha hecho: darse por nuestra vida, darse por nosotros, entregase por nosotros. Que nosotros vivamos entregándonos los unos por los otros. Os lo prometo, ésa es la única esperanza que hay en este mundo; que haya hombres y mujeres que por la Gracia de Dios podamos vivir así, que no podemos por nuestras fuerzas pero con la Gracia de Dios se puede, claro que se puede. Y eso hace la vida no sólo grande, virtuosa, meritoria. No. Hace la vida preciosa y digna de ser vivida.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

18 de abril de 2019
S.I Catedral

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