Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Jesucristo, muy queridos sacerdotes concelebrantes, queridos todos:

En esa sobrecogedora novela que es “Diario de un cura rural”, de Bernanos, escrita bajo el sobrecogimiento, el terror un poco de la experiencia de la Guerra Civil española –escrita a la sombra de lo que él había percibido viviendo en España en aquel momento-, hay una frase que puede servirnos para conectar con sentimientos, que tal vez no sean nuestros, pero pueden serlo, y son, ciertamente, la de muchos de nuestros contemporáneos. Decía Bernanos: odiarse a sí mismo es mucho más fácil de lo que parece, lo difícil es olvidarse –de uno mismo, se entiende-, pero si todo el orgullo estuviera muerto en nosotros, la gracia de las gracias sería amarse humildemente a sí mismo como a cualquier otro miembro doliente del cuerpo de Cristo.

¿Por qué recuerdo ese pasaje del diario de ese sacerdote, pobre, lleno de defectos, pero en el que Bernanos muestra cómo Cristo ha muerto por todos los hombres, no sólo por los héroes, no sólo por las grandes figuras llenas de cualidades, sino también por los pobres seres humanos, por los cobardes, por los heridos por la vida? Pues, porque ese “odiarse a sí mismo es más fácil de lo que parece” me parece uno de los rasgos característicos del hombre contemporáneo, fruto de su soledad, fruto de tener que construir su vida desde niño casi -de los primeros hábitos que aprende en la escuela-, como un proyecto de uno que tiene que construir con sus propias manos, sin lugar para que la obra de la vida sea obra compartida del hombre con Dios, que el único protagonista sea Dios. Y paradójicamente perdiendo nosotros ese protagonismo que tantas veces anhelamos nos recuperamos a nosotros mismos, nos encontramos con nosotros mismos, podemos ser nosotros mismos. (…)

Cuando el hombre está dejado a sí mismo, probablemente, es inevitable que el poso que la vida va dejando en nosotros sea el poso de una determinada frustración, de una cierta desesperanza, de un cierto escepticismo con respecto a la posibilidad de ser feliz, de vivir contentos, de poder seguir mirando la vida con 60 años, o con 40 años, o con 80 años, con la mirada de un niño. Nunca se me olvidará cómo Juan Pablo II la última vez que estuvo en Carabanchel (Madrid), muy mayor, muy enfermo, muy cerca de su muerte –dos años antes de su muerte-, saludó a todos los jóvenes reunidos allí diciendo : “Os saluda un joven de 82 años”. Uno puede tener una posibilidad de seguir teniendo esa mirada de niño frente a la vida cuando las canas se multiplican, y cuando las arrugas aparecen en el rostro, y cuando la vida va dejando su huella y sus cicatrices. ¿Es posible? Pues claro que es posible. Es más, yo esta mañana quiero invitaros a mirar la vida de otro modo, del único modo que es posible evitar que nuestra herencia final en la vida sea el escepticismo o el decaimiento, el venir a menos como personas, como vocación, como gusto por la vida y amor a la vida.

A mí siempre me ha parecido la fiesta del 31 de diciembre una fiesta bastante absurda, os lo confieso. ¿Qué celebran los hombres el 31 de diciembre? ¿El paso del tiempo? Pues, hay muy poco que celebrar. Es una fiesta irracional. Me llama la atención que las mismas administraciones públicas que tratan de evitar por escrúpulos de pulcritud política o cultural los signos navideños, que son la razón verdadera para poder estar contentos, en cambio se gastan cantidades notables en celebrar la muerte, porque lo que hace el paso del tiempo es acercarnos a la muerte. Santo Tomás decía: “La naturaleza conduce a la muerte, la Gracia nos conduce a la vida eterna”. ¿Celebramos la muerte? ¿Celebramos el paso del tiempo? ¿Qué celebramos: el año que se nos ha ido? Qué horror. (…) Imaginaros que ha sido muy bonito: cuanto más bonito haya sido, mayor es la tristeza. En el fondo, en la vida, si falta el horizonte de la vida eterna, cuanto más uno sea capaz de gozar de las cosas bellas que hay en la vida, que son muchas, – y si tuviéramos los ojos abiertos y no marcados por prejuicios, en realidad son constantes: es decir, uno no puede abrir los ojos sin dar gracias por (…) la propia vivida, por el hecho de estar vivos-, si uno no tuviera ninguna razón para ver la vida eterna, cuanto más sensible sea a la belleza de este mundo, más hondo es el dolor. (…) Si uno lo piensa fríamente, en el paso del tiempo no hay nada que celebrar. (…) El paso del tiempo nos acerca a la muerte, que es la realidad última.

Hay otra manera de emplear la vida. Y nuestro corazón está hecho para esa otra manera, aunque no nos la podamos dar a nosotros mismos. Sólo cuando la encontramos como gracia podemos mirar la vida así. Y eso tiene que ver con la Encarnación del Hijo de Dios: cuando el Hijo de Dios se une a nuestra carne, cuando nos desvela –como decía el Concilio Vaticano II y repitió tantas veces el Beato Juan Pablo II- “revela el Hombre al hombre mismo”.  Al revelarnos la paternidad de Dios y su designio de amor se abre a nuestra conciencia el horizonte de la vida eterna. Entonces, la alegría es razonable. (…)

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Solemnidad María, Madre de Dios
1 de enero de 2014. S. I Catedral

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