Fecha de publicación: 8 de mayo de 2017

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
querido Esteban;
seminaristas, amigos todos:

El Señor nos hace hoy un gran regalo. Te lo hace a ti, pero haciéndotelo a ti, nos lo hace a todos nosotros. Un sacerdote es un regalo, un don, para la vida de la Iglesia. Todos los Sacramentos lo son. En el Bautismo es Dios Cristo quien se une a nosotros, -lo acabamos de recordar- es quien se nos da. En la Confirmación, confirma poniendo un doble sello a ese don que la mayoría de nosotros hemos recibido siendo pequeños cuando no podíamos darnos cuenta de lo que ese don significaba. En la Eucaristía, renueva su alianza nueva y eterna por cada uno de nosotros y se une físicamente a nosotros a través del misterio de su cuerpo, que nos hace a nosotros cuerpo de Cristo en medio del mundo. Por eso somos un pueblo de reyes: porque somos hijos del Rey de reyes, hijos de Dios.

En nuestra vida, vive el Espíritu Santo, que es el Espíritu del Hijo de Dios, y por el Bautismo y por la vida de la comunión de la Iglesia y por los demás Sacramentos, somos todos hijos de Dios. Cristo vive en nosotros, por su Espíritu. Y por eso somos un pueblo de reyes también; un pueblo de sacerdotes, en el sentido de que no tenemos necesidad de mediadores que se fijan por nosotros a Dios porque nosotros no somos capaces de levantar la mirada, como cuando en el Sinaí el pueblo estaba abajo y los sacerdotes en medio, los hijos de Aaron y Moisés arriba de algún modo. Diréis, “algo así pasa en las iglesias”. Pero no tiene nada que ver, porque el Hijo de Dios se hizo sacerdote no a base de separarse del pueblo, sino sumergiéndose en nuestra humanidad, sumergiéndose en nuestra carne y en nuestra sangre para poder arrancarnos a nosotros del poder del maligno y trasladarnos al Reino, a su Reino, a la vida divina, y desde entonces, es el Espíritu quien ora en nosotros, y ora con parusía, dirigiéndose al Padre. Por eso nosotros no nos arrodillamos para dirigirnos a Dios.

En el Padrenuestro, con Cristo presente en el altar, nos dirigimos junto con Él, por Él, con Él y en Él, y en el Espíritu de hijos que hemos recibido, nos dirigimos al Padre como hijos, de pie, cara a cara. Somos un pueblo de reyes, un pueblo de sacerdotes y un pueblo de profetas: “Sepa toda la casa de Israel -decía la lectura- que Dios ha resucitado a su Hijo”. Nosotros podemos decir: Sepa el mundo entero que Dios ha resucitado a su Hijo.

Yo no resisto a la tentación esta mañana de contar una anécdota. Alguien me lo enseñó, no hace muchos días. Era una entrevista que un periodista musulmán, egipcio, hacía a la mujer de uno de aquellos, treinta y tantos, que habían sido decapitados en Libia, trabajadores coptos, y que en el momento en que eran decapitados decían “Jesús, ten piedad de mí”. El locutor, también musulmán, en uno de los programas de más difusión de la televisión egipcia, le preguntaba a la mujer, si tenía odio en su corazón, y ella decía: ‘No, no, si estoy muy contenta. Tengo mucho dolor, pero odio no puedo tener’. Y él decía: ‘Pero han matado a su marido’. Y ella decía: ‘Sí, pero yo nunca pensé que yo pudiera tener la gracia en mi vida de ser la esposa de un mártir’. Dijo: ‘¿Y no quiere vengarse?’. Dice: ‘Pero, ¿cómo voy a vengarme si he recibido un don tan grande, si soy miembro de la Iglesia, hija de Dios, discípula de Jesucristo?’ El locutor no sabía donde meterse. Llegó un momento en que se calla y estuvo un momento, un minuto o un minuto y pico, callado y después dice: ‘Mujeres como éstas sostienen la esperanza de nuestro pueblo’. No se atrevía a decirlo con otras palabras. Pero es casi como la frase de los hebreros, cuando hacen el elogio de la fe: somos un pueblo de hombres y mujeres que hemos recibido una gracia tan grande, Dios mío, que es lo que sostiene el mundo. Sois, porque Cristo, porque Dios vive en vosotros.

El pueblo cristiano, el pueblo fiel, la Iglesia -que a lo mejor no coincide con sus fronteras visibles, es decir, que no es un pensamiento de ideólogos que dicen “los de nuestro grupo somos los mejores y nosotros somos sosteniendo el mundo”. Es posible que haya personas, incluso fuera de la Iglesia visible. Y pongo también un ejemplo. Yo he conocido la semana pasada a un hombre japonés, de 91 años, que todos los días lo primero que hace al levantarse es hacer una hora de silencio rogando por la paz de todos los hombres y por la paz del mundo, y lo lleva haciendo desde que él recuerda, toda su vida. Dios mío, ese hombre puede estar más cerca de Dios que lo estoy yo. Por eso digo que nunca podemos identificar las fronteras de la Iglesia de Dios con las fronteras exteriores de la Iglesia, en las que lo que sabemos con certeza es que está la Presencia fiel de Cristo. Pero también en la Iglesia hay heridas. Como decían los Padres de la Iglesia: la Iglesia es la “casta meretrix”, santa y prostituta a la vez; Esposa de Cristo, fiel, hasta la muerte, fiel hasta el martirio, y al mismo tiempo, pecadora y para quien su único mérito, nuestro único mérito, Señor, es tu Misericordia.

Pero si somos un pueblo de reyes, y de sacerdotes, y de profetas, que tenemos que gritar al mundo el acontecimiento de Cristo, ¿qué significa el sacerdocio? Significa el sacramento que está en la base de todos los demás sacramentos; el sacramento personal por el que Cristo se hace presente al mundo y habita de una manera humana, prolonga, por así decir, la Encarnación; que se prolonga en todos mediante el Bautismo, pero tiene que haber unos hombres que hagan visible, que sean como el icono de Cristo vivo, que nos recuerden, no sólo con su palabra o con su predicación, con su vida sobre todo, que Cristo está vivo, que Cristo nos ama por encima de todo, que sean cuales sean nuestros pecados, Jesucristo jamás nos retira ni su amor ni su caricia, ni su ternura, ni su palabra, ni nos expulsa de nuestro grupo o de nuestra parroquia, ni nos echa jamás de Sí mismo, por muchos que sean mis pecados. No tengo más que pedir perdón desde el fondo de mi corazón, o acercarme a ese Sacramento anónimo que el Señor dejó en la Iglesia y pedir perdón por ellos, y yo soy reincorporado al Cuerpo de Cristo como el día de mi Bautismo, absolutamente como el día de mi Bautismo si mi confesión ha sido sincera y verdadera. Qué diferencia, a veces, con nuestras actitudes con los pecadores, Dios mío.

Esteban, el don que el Señor te hace es para que con toda tu vida muestres el rostro de Cristo, la actitud de Cristo, el abrazo de Cristo a los pecadores, la búsqueda de los pecadores; la búsqueda, el ir detrás de la oveja perdida, el no dejar que se pierda. El Señor nunca tuvo un mal gesto con un pecador, jamás en los evangelios (si lo encontráis, mostradme uno). Sólo tuvo ira con los hipócritas, con los fariseos, con los que se consideraban por encima de los demás.

Hijo mío, la alegría que supone para mí y para toda la Iglesia tu sacerdocio ministerial, el Sacramento del Orden, te configura con Cristo, configura tu humanidad con Cristo. Ahí es donde se engarza la virginidad, para que puedas amar a cada hombre y a cada mujer con un amor parecido al de Cristo. Eso es lo que significa la virginidad. No es un sacrificio por el cual uno se priva de algunas cosas que son importantes o que suelen considerar los hombres importantes; aunque si fuéramos cristianos de verdad, también San Pablo a los cristianos dice que los que se casan vivan como si no se casaran, que los que hacen negocio como si no los hicieran, que los que lloran, como si no llorasen.

Pero estamos tan lejos de la fe, de esa mujer egipcia, y de la fe cristiana, del abecedario de la fe cristiana, que nos cuesta entender esas palabras. Pero la virginidad no es más que una potenciación del corazón, de tu corazón de hombre, de tu corazón humano y de varón, para amar a la Iglesia, Esposa de Cristo, con un amor semejante al de Cristo; con un amor que nunca es posesivo, que sólo desea el bien de la persona, de cualquier persona, de todas las personas. Y ahí se explica la obediencia, porque el ser cristiano no es tener unas ciertas ideas, o participar de unos ciertos ritos, o hacer una serie de cosas, o tener una serie de costumbres morales o algo así. El ser cristiano es pertenecer a la sucesión apostólica, al pueblo que nace del costado abierto de Cristo con los Doce, a quienes el Señor les dio el poder de perdonar los pecados y de retenerlos, presididos por Pedro y que constituyen el esqueleto de la Iglesia. Cuando la Iglesia, de una manera o de otra, se separa de ese esqueleto, pone distancias, introduce cálculos humanos para proteger no sé qué cosas, ese miembro de la Iglesia empieza a tener carcoma, se muere. Y puede tener muchas más virtudes y cualidades que el pastor que el Señor les ha concedido. En el caso mío y de la Iglesia de Granada, vosotros conocéis mis pobrezas, como nunca las he ocultado, las conocéis mejor que yo, probablemente. Y yo encantado de que las conozcáis. Y sin embargo, la comunión con el Obispo es el único modo, aquello que garantiza la verdad de la Eucaristía que celebramos cada domingo. La verdad de los Sacramentos que recibimos, estar en la Iglesia, ser cristiano es estar en comunión con el Obispo, que, a su vez, tiene el deber de estar en comunión con el Papa, que es el vínculo de la unidad. Y luego, pues un Papa me caerá mejor o me caerá peor; un Papa tendrá un temperamento y otro tendrá otro; un obispo tendrá unas cualidades y unos defectos. El Señor no ha librado a su Iglesia de ser humana. Ha sembrado en esa humanidad la gracia divina. La siembra hoy en ti de una manera especial. La ha sembrado en todos por el Bautismo. La siembra en los sucesores de los apóstoles con unos dones especiales para construir la Iglesia, pero no elimina ni suprime nuestro drama en la vida. Yo puedo ser un gran pecador por muy obispo que sea. Le pido al Señor no serlo. Le pido al Señor por vuestro bien y por amor a vosotros no serlo. Pero puedo serlo. Y aunque lo fuera, seguiría siendo para la Iglesia de Granada el vínculo que os une a Cristo, y sin ese vínculo, no es que os distanciáis del obispo, es que os distanciáis de Cristo.

Y tú, querido Esteban, vas a ser colaborador del ministerio episcopal. Estamos celebrando la memoria de una serie de mártires que fueron beatificados hace unas semanas en Almería, pero que un grupo de ellos, 32, pertenecían entonces o tenían vínculos con la Diócesis de Granada, o eran sacerdotes de la Diócesis de Granada. El tiempo que nos aguarda es un tiempo de martirio, no porque haya que buscarlo (las cruces no hay que buscarlas, vienen solas cuando vienen. Y luego, cuando vienen, uno se agarra al Señor y dice: “Señor,…”. Y de repente, te suena la voz del Señor que te dice “pero hombre de poca fe, si voy contigo en la barca”. Eso puede pasar muchas veces en la vida, pero el Señor no abandona nunca su barca).

Vivimos en un tiempo donde el martirio es una posibilidad real. No necesariamente mediante el martirio cruento del degüello. Hay otros martirios más sutiles, a veces que pueden desgastar más. Hay mil formas de ridiculizar a la Iglesia, y eso genera un desgaste en el corazón de los cristianos o de los presbíteros. Señor, tenemos que pedir la intercesión de los mártires para ser dignos hijos del pueblo al que pertenecemos. Porque somos hijos de un pueblo de mártires.

En el Sacromonte se veneran los martirios del origen. Pero el Sacromonte se construye muy cerca también de aquella masacre de cristianos que conocemos con el nombre de “mártires de la Alpujarra”, tanto en la Diócesis de Granada como en la de Almería como en la de Guadix. Y justamente, en la entrada de las cuevas del Sacromonte, depositaremos los restos de estos mártires, uno de ellos estaba enterrado junto al fundador de la Abadía del Sacromonte, y haremos una capilla de los mártires, para recordar que nuestra historia es una historia martirial y que nos sentimos orgullosos de ella. No orgullosos en el sentido de la vanidad de pensar “aquí estamos nosotros, los chulos que también vamos a dar la vida”. No. Dios nos guarde de semejante orgullo, pero no nos avergonzamos del pueblo al que pertenecemos, de la familia a la que somos.

Todos conocéis mi pasión con San Efrén. San Efrén tiene unos himnos que se cantaban en la Iglesia con motivo del traslado de las reliquias del apóstol Tomás desde lo que llamaban ellos la India, que era probablemente el comienzo de lo que es hoy Irán, a la gran Iglesia de Desa, a la Catedral de Desa; y son unos himnos donde se cuenta la Pasión de Jesucristo, pero es el demonio el que la cuenta (se cantaban en la Iglesia, se cantaron en aquella liturgia, y es la pasión de Cristo contada por el demonio que está asustadísimo ante Cristo, a diferencia de nosotros, que estamos asustadísimos con el demonio). Aquellos cristianos, que además vivían en persecución como cosa habitual y ordinaria, sabían que el que estaba asustado era el demonio, y que el que tenía que tener miedo de ellos era el demonio. Y en el último de los himnos, después de la Resurrección de Cristo, dice Satán: Ya no sólo que haya resucitado éste y que haya vaciado el sheol y que me haya hecho polvo la obra de muchos siglos, ¡es que hasta los huesos de sus discípulos me hacen temblar!”. Hasta los huesos de sus discípulos le hacen temblar a Satán. En esa cajita de ahí hay dentro unas tecas, unas cajitas de plástico que en su día eran de otra forma, donde hay restos, huesos, de aquellos que prefirieron ganar la vida entregando la vida por Cristo que renegar de Cristo. Son los testigos mejores que nosotros tenemos. Los cristianos solían celebrar la Eucaristía en los primeros siglos sobre el sepulcro de los mártires porque ellos hacían verdad las palabras de la Eucaristía. Los sepulcros de los mártires han sido el altar favorito siempre de los cristianos, porque ellos hacían verdad eso de “Haced esto en memoria mía”. Ese don que Cristo hace de su vida, de su Cuerpo, de su Sangre en la Eucaristía, ellos lo hacen en la historia.

Y nuestra vocación, la tuya, son las palabras que repetirás día tras día. Hazlas tuyas, hasta el fondo de tu corazón, que penetre en tu vida intensamente. “Haced esto en memoria mía”. ¿El qué? Da tu cuerpo, da tu vida, por la vida de tus hermanos. Eso siempre será el mejor anuncio, y no siempre se hace con palabras.

Que el Señor bendiga tu ministerio, que bendiga a esta Iglesia, que nos bendiga a todos nosotros con tu vida.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

7 de mayo de 2017
S. I Catedral

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