Fecha de publicación: 28 de junio de 2015

Queridísima Iglesia del Señor, Pueblo santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo;
muy querido, Miguel Ángel;
hermanos y amigos todos:

La verdad es que el Evangelio de hoy es tan transparente y tan sencillo que no necesita apenas explicación, en el sentido de que podemos muy fácilmente ver en él una especie de alegoría, que puede aplicarse a la vida de la Iglesia en su conjunto y a nuestra vida como comunidades cristianas, como vida familiar y a nuestra vida personal.

Lo resumo por si nos hemos distraído alguno en el momento de escucharlo (que nos pasa algunas veces, a todos). El Señor va a cruzar con su barca hacia el otro lado del lago de Genesaret, el lago de Galilea, y es verdad que en ese lago, con facilidad y con una relativa frecuencia, se organizan unas tormentas considerables, y la tormenta era tan grande que la barca corría peligro de hundirse. Jesús estaba en la barca y los discípulos le piden ayuda: ‘Sálvanos, Señor, que perecemos’. Y Jesús increpa al mar y, como hemos dicho en el salmo, la tormenta se convirtió en una suave brisa. Pero Jesús le reprocha a los discípulos: ‘Hombres de poca fe, ¿por qué habéis dudado?’.

La imagen de la barca ha sido una imagen aplicada, desde los primeros siglos de la iconografía cristiana, a la Iglesia, y en esa barca va Jesús, en esa barca van los apóstoles, en esa barca va el pueblo cristiano. Y la historia se repite, es decir, en la vida de esa barca a veces hay situaciones muy tormentosas y especialmente tensas o difíciles, por unos motivos o por otros, por los pecados de quienes formamos parte de la Iglesia, sin duda, la mayor parte de las veces, y otras veces por dificultades que surgen de las circunstancias del exterior, de la situación socio-política del mundo, etc. El caso es que, una y otra vez, la tormenta parece como que va a acabar con la barca y el Señor va en la barca, y lo sabemos.

Yo ahora os hablo de mi propio testimonio, de mi propia vida. Yo tengo testimonios, podría contar mil ejemplos de situaciones de esas en las que tú sabes que el Señor está ahí y eso no te quita el temor a la tormenta, el temor al miedo, el miedo, el temor a las circunstancias difíciles por las que pasa la Iglesia o a las propias tentaciones, y una y otra vez le dices al Señor: ‘Señor, sálvame’. O ‘sálvanos, que perecemos’. Y una y otra vez te dice el Señor: ‘¿Pero no sabes que estoy ahí?’. Sí Señor, lo sé, sé que estás ahí. Pero eso ni me quita el temor en algunos momentos ni me quita que me nazca en el corazón esa súplica. Me encantaría estar en medio de la tormenta dormido, como tú, consciente de lo que decías tú en el Evangelio de que el sembrador planta la semilla, duerme y sin que sepa cómo –lo recordábamos el domingo pasado-, la semilla crece, florece y nace la planta, luego el tallo, luego la espiga y se recoge el fruto al ciento por uno, sin que el agricultor sepa cómo.

No tenemos, no tengo la fe suficiente como para saber que Tú, como dice también el salmo, “si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas; si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles”; Tú lo das a tus amigos mientras duermen.

Y luego lo pienso un poquito más y le digo: Gracias, Señor, por corregirme, por tener que recordarme una y otra vez, igual que a los apóstoles, ‘que poca fe tienes, ¿pero no sabes que estoy contigo, no sabes que estoy con vosotros, no sabes que yo no he abandonado a la Iglesia y que no os voy a abandonar?’. Digo: Sí, Señor, lo sé y te agradezco que me lo vuelvas a decir, porque yo pienso que si algún día llegase a que en las tormentas yo estuviese durmiendo o tocando el arpa, no pensaría que era el Señor quien nos salva, pensaría a lo mejor que eran nuestras cualidades, nuestra capacidad de sortear en el timón las circunstancias o nuestra capacidad de hacer frente a las dificultades o nuestras cualidades. El hecho de que una y otra vez se ponga de manifiesto la fragilidad de nuestra fe, a mí al menos me obliga a volverme una vez y otra vez y otra vez y otra vez al Señor y a decirle “Señor, ten piedad”, como hemos cantado al principio de la Eucaristía. Y eres Tú nuestra única salvación, no las estrategias o los cálculos o las medidas y las protecciones que nosotros somos capaces de poner a la barca, sino sólo Tú, sólo Tú. Y es bueno que esa limitación nuestra nos sirva una y otra vez para acudir a ti, en lugar de acudir simplemente al depósito de nuestros recursos humanos.

Es -al suplicarLe al Señor como le suplicaron algunas personas en el Evangelio también: “Yo creo Señor, pero aumenta nuestra fe”–, a lo que nos invita el Evangelio y las lecturas de la Misa de hoy. No quisiera decir nada más sobre las lecturas de hoy.

Sí que quiero recordar, lo habéis oído todos –seguro, en los medios de comunicación-, la preciosa encíclica con la que el Papa Francisco nos ha regalado esta semana. “Laudato si”, Alabado seas mi Señor por todas las criaturas. El título está tomado del comienzo del “Cántico de las Criaturas”, de San Francisco de Asís. Yo quiero simplemente, con mucha sencillez, señalar algunas claves esenciales de ese precioso texto que os invito a leer, a ojear, a releer, a abrirlo de vez en cuando por algún trozo y a ir asumiendo las verdades, las enseñanzas, las propuestas que nos hace.

El Papa habla de la necesidad de una verdadera revolución cultural. Y es necesaria. Si, sobre todo en el mundo desarrollado, pero en todas las partes del mundo, imitándonos a nosotros, seguimos por el camino que vamos, nuestro horizonte, casi inevitable, es la destrucción y la muerte. Y el Papa nos recuerda, a veces con mucho detalle, ciertos aspectos, no necesariamente los que subrayan algunos medios de comunicación social, pero ciertos aspectos esenciales.

Primero, no somos los dueños de la Creación; no somos los dueños del mundo; no somos los dueños, ni siquiera, de nuestro propio cuerpo o de nuestra propia vida. Somos criaturas y administradores de unos bienes que nos han sido dados. Y cuando uno ama al que te da el regalo, uno cuida de esos bienes. Es el subtítulo de la Encíclica: “El cuidado de la casa común”. Una familia cuida normalmente de la casa en que vive. Si la familia tiene una buena salud moral y espiritual, y corporal también, -a veces no la puede cuidar porque no tiene las condiciones físicas o están enfermos, o está enfermo quien tendría que hacerlo, pero cuando estamos en condiciones normales-, cuidamos de nuestra casa. Bueno, pues nuestra casa es el mundo, nuestra casa es la Creación.

Segundo aspecto que subraya el Papa: que hay un vínculo entre nuestra vida, no podemos concebirnos los hombres como seres aislados. Es verdad que nuestra cultura tiende a que cada uno de nosotros, incluso individualmente, pensemos más en nosotros mismos como si fuéramos un individuo aislado del resto, incluso de nuestros prójimos, incluso de nuestra familia, incluso de nuestros amigos, y que todas nuestras relaciones humanas sean relaciones de intereses y de poder. El Papa viene a decir que el modo como tratamos al mundo no es mas que un espejo de como nos consideramos a nosotros mismos y de que nunca estamos aislados. Formamos parte de una comunidad, formamos parte de un entramado que abarca todas las criaturas y sólo recuperando esa conciencia de que formamos parte de ese mundo y de que todo lo que sucede en ese mundo nos importa, nos afecta, nos interesa y refleja nuestro modo de concebirnos a nosotros mismos. No hay diferencia entre el modo como tratamos al mundo y el modo como nos tratamos los hombres unos a los otros. La guerra, que desde el desarrollo primero -si queréis, desde la Guerra de Secesión americana-, ha venido siendo como la herencia de esta humanidad nuestra, de una manera casi permanente, se refleja también en la guerra que hacemos contra la Creación; contra la Creación inanimada, contra el mundo de las plantas y de los animales. Y luego, cómo tenemos que mirar eso de una manera más amplia que, a veces, ciertas ideologías: cuánto nos preocupamos por la vida de ciertas especies de animales, que son preciosas -que son preciosas porque todo en la Creación es un regalo del amor de Dios-, y qué poco nos preocupamos a veces por eso que el Papa y otras personas han llamado la “ecología humana”. Qué protegidas están ciertas especies de animales, incluso por las legislaciones del mundo, y qué poco protegido está el embrión humano, el feto, el anciano, el pobre.

Cuántas veces nos alegramos a lo mejor de ciertos desarrollos inmensos de la agricultura y qué poca atención prestamos a las condiciones de las personas que trabajan, por ejemplo, en ese tipo de agricultura industrial masiva, productiva de una manera ferozmente ansiosa, o ansiosamente feroz, y, sin embargo, cómo son las condiciones de vida de quienes viven y trabajan en esos lugares. A eso no le prestamos atención, ni siquiera queremos saber de dónde provienen o cómo son o cómo se producen los frutos que comemos, a veces de latitudes muy exótica y muy lejanas de aquí, y a quiénes estamos alimentando cuando los comemos. Son preguntas que la inteligencia humana no puede dejarse de hacer y que la fe cristiana no puede dejarse de hacer iluminada por el amor de Jesucristo, centro del cosmos y de la historia, por el amor de Jesucristo al hombre y a todo lo que afecta a la vida humana.

Yo os invito, simplemente, a que leáis ese texto, a que abráis el corazón a las cosas que nos propone y que nos enseña. Por supuesto, en una Encíclica, ya lo decía Juan Pablo II en su primera encíclica social, la Doctrina Social de la Iglesia tiene ciertas categorías y ciertos principios que son inmutables, ciertos criterios que suponen ya una aplicación de esas categorías y que esos están culturalmente delimitados, y luego, indicaciones de acción que pueden ser contingentes para un momento determinado de la historia y valer para un lugar o no valer para otro. Pero yo creo que a lo que el Papa se dirige en el mundo en el que estamos es una cosa de una tremenda actualidad y tremenda importancia para nuestra vida y para la vida de vuestros hijos, de vuestros nietos. No podemos dejarles una ruina de mundo, sobre todo porque si les dejamos una ruina de mundo, habremos expresado que nosotros no amábamos nuestra vida y que no les amamos a ellos.

Por desgracia, eso es lo que sucede: no amamos nuestra vida. No nos sabemos amados por Dios, nos sentimos dueños del mundo y tenemos una especie de resentimiento contra la Creación, una actitud explotadora frente a la Creación, que destruye la Creación en la misma medida en que primero nos destruye a nosotros mismos: destruye nuestra esperanza, destruye nuestra capacidad de gratitud y de amor. Eso es el centro de la revolución cultural a la que el Papa nos invita: recuperar nuestra capacidad de gratitud y de amor por ese don precioso que el Señor nos da que es nuestra propia vida y el mundo en que vivimos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

21 de junio de 2015
S.I Catedral
XII Domingo del Tiempo Ordinario