Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios;
queridos amigos todos;

Como los diez leprosos del Evangelio, como el leproso al que curó el profeta Eliseo, nosotros éramos, por decirlo con San Pablo, extranjeros y forasteros en la Casa de Dios. Y hemos sido curados por Cristo. Hemos sido sanados por Cristo. Cristo nos ha no sólo anunciado, sino que ha pagado de antemano por nuestros pecados con su Sangre. Y por eso, el apóstol le decía a su discípulo Timoteo, como uno de los primeros sucesores de los Apóstoles, por lo tanto si queréis un obispo de la Iglesia primitiva: “Acuérdate de Jesucristo”. Acuérdate de Cristo que ha entregado su vida por nosotros y no temas, diríamos, las dificultades que puedan venir a lo largo de la vida, porque si morimos con Él, con Él resucitaremos; si participamos en su Pasión, también participaremos en su Gloria. Eso, es verdad, va dirigido a Timoteo, a quien San Pablo había dejado al frente de una comunidad cristiana. Por lo tanto, si queréis, como decía hace un momento, como uno de los primeros epíscopos, obispos, cuidadores de esa comunidad cristiana en ausencia de su apóstol. Pero vale para toda la Iglesia.

Toda la Iglesia ha sido curada por el Señor. Todos nosotros éramos forasteros y extraños a la Casa de Dios. Todos nosotros hemos sido lavados de nuestros pecados por el bautismo, dejados de estar determinados por lo que somos o no somos capaces de hacer con nuestras fuerzas, porque infinitamente más poderoso que nuestras frágiles fuerzas es la fidelidad y el amor de Dios. Y por eso la mirada de la Iglesia no es hacia sí misma, nunca. Nuestra mirada, acogiendo esa invitación del apóstol, está en Cristo, nuestro Salvador. Y Le pedimos al Señor que nos deje tener la gratitud de aquel general extranjero, Naamán el Sirio, que, curado de la lepra, volvió, después de haber pensado que lo que el profeta le decía (le había pedido que se lavase en el río Jordán, y dijo ‘pero si son mejores los ríos del Tigris y el Éufrates, mucho más grandes y tienen más agua; qué voy a hacer lavándome yo en este arroyuelo que es el río Jordán, por qué eso me va a curar’. Y fiándose de la palabra del profeta, porque alguno de su comitiva se lo aconsejó, probó y se curó); volvió al profeta a darle gracias a Dios. (…) Y de aquellos diez leprosos que curó Jesús, sólo hubo uno que volviera a darle gracias.

Dios mío, es curioso que la oración central de los cristianos tenga el nombre de eucaristía, de “acción de gracias”. Y siempre comenzamos diciendo que es “justo, necesario, es nuestro deber”, y al mismo tiempo nuestra libertad, nuestra salvación, el darte gracias, Señor, “siempre y en todo lugar”, por Jesucristo tu Hijo. Nos está diciendo esas oraciones con las que empieza la plegaria eucarística lo mismo que nos dicen las lecturas de hoy. El motivo de nuestra acción de gracias siempre es Cristo. La salud, que consideramos tan importante, un día nos faltará a todos, sin duda; se nos acabará, más tarde o más temprano, de una manera o de otra, de una manera más imprevista o más predecible con la edad o con el paso de los años. La juventud, ciertamente, pasa, y queda como en el recuerdo. La belleza, también pasa. Todas las cosas en las que confiamos, los éxitos profesionales: llega un momento en que llega otra generación más joven, que tiene más capacidades, que ha aprendido más cosas, o que tiene más energías y nos desplaza de algún modo. Todas las cosas en las que nosotros ponemos nuestra confianza de alguna manera están destinadas a pasar.

Entonces, ¿de qué damos gracias? Damos gracias de que, habiendo conocido a Jesucristo, sabemos que, siendo ésta la condición humana, Él ha sembrado en nosotros, por su muerte y su Resurrección, por el don de su Vida, por el don de su Espíritu, ha sembrado en nosotros la vida divina. Esa vida divina nos permite conocer que somos amados infinitamente por Dios; nos permite saber que la muerte no tiene la última palabra sobre nosotros; que nuestro destino es el Cielo; que nuestro destino es la vida eterna, y saber que, a pesar de todas las pobrezas de nuestra vida, no son esas pobrezas –que las tenemos, unas por nacimiento, porque uno tiene la historia que ha tenido y las heridas que ha tenido, las rozaduras que ha tenido en la vida (y a veces heridas muy grandes, sólo el Señor conoce la historia de cada uno, mejor que nosotros mismos). Y el Señor conoce también nuestros límites. Y es precioso. San Pablo decía “si le negamos, Él también nos negará”. Ahí se estaba refiriendo a una palabra de Jesús, que decía “al que me niegue delante de los hombres, yo también le voy a a negar el día que tenga que dar testimonio de Él delante de mi Padre, que está en los Cielos”, en el día del Juicio. Pero yo creo que eso era un recurso pedagógico por parte de Jesús para espabilarnos, como el maestro le dice al niño “mira que si no aprendes matemáticas, luego no vas a poder encontrar trabajo, no vas a saber nada”. Pero el apóstol corrige inmediatamente: “Si nosotros somos infieles, Él es fiel, su amor es fiel”. Nosotros tropezamos, caemos, nos apartamos de Él, le negamos. El ejemplo más claro de que Él es fiel, aunque uno le niegue, lo tenemos en el propio apóstol Pedro. Pedro le negó en un momento en que le iba la vida en ello. Si él hubiera dicho que era discípulo de Jesús, hubiera terminado fácilmente en la cruz como Jesús, y sintió miedo; fue cobarde y le negó. ¿Le rechazó Jesús por eso? Cuando se vuelve a encontrar con Él, yo me imagino a Pedro. Anda que no pasaría vergüenza encontrarse con aquel que dijo “yo voy a dar mi vida por ti” y luego no sólo no dio la vida sino que se escondió y no quiso que le conocieran ni siquiera como amigo suyo. Y de repente se encuentra con aquella mirada. Cómo sería aquella mirada, Dios mío. Cuánto amor –no somos capaces de imaginárnoslo, porque no somos capaces de imaginarnos el amor y la fidelidad de Dios-. El Señor no sólo no renegó de él; le preguntó: “Pedro, ¿me quieres?”. Y él dijo: “Sí, Señor, Tú sabes que te quiero”. Aunque haya sido muy cobarde, aunque haya sido muy torpe, aunque haya metido la pata muchas veces. Por tres veces, Él había negado y por tres veces el Señor le preguntó “¿Pedro, me quieres?”. “Sí, Señor”. Y el Señor le dice: “Apacienta mis ovejas. Cuida de mi rebaño. Cuida de mis corderos”. Si no le somos fieles, Él es fiel. Y esa fidelidad del Señor, si no somos agradecidos, Él es fiel. Si tenemos límites y heridas, Él es fiel, su Misericordia es eterna, su fidelidad permanece para siempre. Él es el único amor que nos ha dicho a cada uno de nosotros, conociendo nuestros nombres, que no conozco yo, pero que Él conoce hasta el fondo del corazón, nos ha dicho “Yo te amo” a cada uno, “yo te quiero con un amor eterno”. Porque Dios no es como nosotros que un día dice sí y otro no, “pero ahora me has hecho una faena y ahora me la vas a pagar”, y “ahora estoy harto de ti”. Nunca dice el Señor eso. Cuando Él dice “yo te quiero”, nos quiere los días buenos y los días malos; nos quiere cuando nosotros nos volvemos a Él y cuando nosotros le damos la espalda.

Fijaros en la oración de hoy. Es una oración supersencilla de la Misa de hoy. Le pedimos al Señor que nos dé su gracia para estar siempre dispuestos a hacer el bien. Es fuerte y muy sencillo. Significa que la oración, la liturgia, que es maestra, nos enseña que no siempre estamos dispuestos a hacer el bien; que no siempre es sólo que nos falten las fuerzas, es que a veces no queremos. Cuántas veces me han dicho a mi: “Mire, usted, me encantaría perdonar a mi hermano, pero que no, que no quiero. Y le digo al Señor, ‘Señor, hazme que quiera’, pero que no, no quiero perdonarle”.

Señor, danos tu gracia para que estemos dispuestos; para que nuestra libertad cambie; para que nuestra voluntad cambie. Hasta para estar dispuestos a hacer el bien, te necesitamos a Ti, y abre nuestros corazones a la gratitud, no sólo provocada porque nos redimiste hace veinte siglos; no sólo porque nos sigues amando y te sigues dando a nosotros misteriosamente en los sacramentos y en la vida de la Iglesia sin merecerlo, nunca; no sólo porque no te cansas de nosotros cuando no te damos las gracias. Abre nuestro corazón para que te demos gracias, porque tu Misericordia es eterna, y porque tu amor por cada uno de nosotros, con nuestros nombres, apellidos, con nuestra historia, es eterno. Tu amor es eterno, por mi, indigno de ese amor. Tu amor es eterno y tu amor no tiene fin. Sólo de ahí nacen la alegría y la libertad verdaderas.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

9 de octubre de 2016
S.I Catedral

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