Fecha de publicación: 26 de septiembre de 2020

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios, del que todos nos sentimos parte;
queridos sacerdotes, hermanos y amigos todos:

Es un gozo celebrar esta noche, por primera vez, este día de los migrantes. Y celebrarlo aquí, en la Iglesia madre. Yo desearía que este gesto que hacemos hoy sea el comienzo de una tradición donde todos, más y más, podamos unirnos en la conciencia de que todos formamos una sola familia, de que todos somos un solo pueblo. Todos somos el único Cuerpo de Cristo, miembros de ese Cuerpo, ensamblados los unos con los otros de la misma manera que los miembros de un cuerpo, donde no hay nada que se sienta independiente o ajeno, desmarcado de los demás.

El fenómeno de las migraciones es un fenómeno que, en cierto modo, ha existido siempre, porque siempre ha habido guerras de las que huir. Yo tuve una vez un profesor que decía que todos los pueblos del Mediterráneo somos el mismo pueblo que llevamos cinco mil años dando vueltas al Mediterráneo huyendo de alguna guerra. Algo de verdad tenía aquella expresión.

Pero el fenómeno de las migraciones, tal y como se da hoy, es un hijo del mercado global, supuestamente libre mercado, y del capitalismo global, donde los seres humanos reducidos a cifras abstractas son meramente una función del mecanismo económico, y de lo que se trata exclusivamente es de que funcione el mecanismo económico, y todos los seres humanos somos intercambiables. Y como las grandes empresas, los poderes económicos del mundo les conviene también diversificar los lugares de producción, de tal manera que para el coche más pequeño se producen sus piezas en veinticinco países diferentes. Y eso multiplica, ciertamente, la dependencia de unos para con otros de una manera que, por ejemplo, un hecho tan inesperado y tan sorprendente como la pandemia paraliza realmente muchas cosas, independientemente de que en lugares como Granada la vida económica de la ciudad dependa en tanta medida del turismo, que es una economía sumamente frágil, sumamente débil. Independientemente de eso, la deslocalización, la desterritorialización de mucha de la producción del mundo, se ve totalmente sacudida por la pandemia.

Al mismo tiempo, los criterios que rigen ese capitalismo global son criterios exclusivamente de riqueza. A mi me da mucha pena a veces cuando veo en una frutería de aquí piñas tropicales de Costa Rica, porque tengo la conciencia clarísima de que si la compro, no estoy alimentando a unos campesinos de Costa Rica, que probablemente viven en unas condiciones absolutamente miserables, sino a unos poderosos que viven en Manhattan, o que viven en Boston, o en California, y que tienen la propiedad de esas enormes fincas de países de América Latina donde se explota la tierra y se explota a los hombres. Ese tipo de economía es radical y fundamentalmente explotadora. A eso se añade el que una vez que la política se entiende como, sobre todo, ejercicio de poder, y que se entiende que, en lugar de haber pueblos y sociedades, lo que hay son masas, y se trata de manejar a esas masas, la política se convierte en un arte de manipular a esas masas. Y una de las formas más crudas de manipulación que se dan en bastantes países del mundo en estos momentos es el empobrecimiento de la población. Hay políticas, hay países donde la finalidad -no digo última-, el modo más seguro de asegurarse la permanencia en el poder es el empobrecimiento constante y progresivo de la población, independientemente de los pueblos, de las cualidades, o de las riquezas naturales que puedan tener los pueblos. Hace muchísimos años, era yo todavía muy joven, alguien que había estado estudiando las posibilidades agrícolas de Etiopía (en un tiempo en el que Etiopía tenía una gran hambruna), esa persona me enseñó su informe diciendo que Etiopía tenía riquezas naturales suficientes para alimentar a toda África y exportar alimentos a Europa y, sin embargo, la población de Etiopía se moría de hambre. Y todos recordamos (las personas que tenemos una cierta edad) las fotos de aquella situación en Etiopía. Esas políticas que, bajo la capa de modernización, a veces, y de desarrollo no han cuidado a las culturas tradicionales, no han sabido sostener los modos de vida tradicionales, sino que han importado directamente el capitalismo europeo y los sistemas de producción europeos para beneficio de los países ricos del norte. Como, por ejemplo, construir una planta de aluminio en Ghana, cuando Ghana no tiene ninguna necesidad de aluminio para nada (el aluminio sólo puede servir para Europa y la fábrica sólo la pueden gestionar ingenieros europeos y lo único que hacen los de Ghana es ser jardineros o limpiadores de la planta). Y el consumo del aluminio se hace, por supuesto, en Europa.

Dios mío, todos esos factores están y uno ve la realidad de quienes estamos aquí esta tarde y dices “qué pocos somos”. Alguien escribía, allá por el año 50 ya, que las migraciones (poco después de la II Guerra Mundial) del mundo contemporáneo sólo tenían un paralelo en esas migraciones de la prehistoria que conocemos tan mal. Y hay algo de verdad en ello, no digo que sea todo lo mismo.

Lo cierto es que es un desafío a nuestra humanidad y a nuestra fe. Pero, a nuestra fe como constructora de humanidad. Los seis verbos que el Papa ha pedido que conjuguemos y que habéis puesto aquí delante en los escalones de este altar son verbos que tienen que ver con nuestra forma de relacionarnos, en el fondo con nuestra cultura. Una cultura no es lo que uno aprende en los libros; es un modo de relacionarse entre las personas. Hemos dejado deteriorarse nuestra humanidad, hasta unos niveles verdaderamente pavorosos, creando sociedades anónimas donde a nadie le importa nadie y donde el vecino es ante todo un desconocido. También decía alguien “en el mundo contemporáneo no hay que tener más que dos miedos: conocer al vecino y morir”. Son dos miedos que podemos reconocer perfectamente en los rostros de las personas cuando nos cruzamos por la calle, sobre todo en las “megalópolis”. En ese sentido, Granada no es una ciudad demasiado grande, pero participamos –no poco- de ese estilo de vida de las grandes ciudades, donde no queremos conocernos, donde sólo queremos vivir nuestra vida encapsulados en nosotros mismos y eso nos hace miserables, miserables humanamente con una pobreza que, a lo mejor, no es material, pero que es terrible, porque es la pobreza de la soledad y de la desesperanza.

Mis queridos hermanos, quienes estáis aquí, todos tenemos el deseo de esa humanidad, más verdadera, mejor. Todos tenemos el deseo de acoger sin ningún tipo de límite, a la medida de nuestras fuerzas, a nuestros hermanos que vienen buscando una vida mejor, que vienen habiendo vivido cosas inimaginables en muchos casos y que, sin embargo, son hermanos nuestros, porque todos somos hermanos. El Papa lo dijo en Abu Dabi, e insiste constantemente: “Todos somos hermanos”. Todos tenemos que aprender a tratarnos como hermanos. Todos somos hijos del mismo Dios y la nación, la lengua, la cultura –por así decir-, claro que tiene matices y riquezas propias, que es muy bueno conservar.

Me da mucha alegría esta Virgencita que habéis traído los bolivianos, que refleja vuestra tradición y nuestra cultura, feliz de tenerla con nosotros. Cualquier cultura siempre tiene una riqueza que aportar a una humanidad que, con toda su riqueza, es una humanidad común. La tarea en estos momentos para todos (y es un desafió y una provocación) es justamente el aprender a tratar como hermanos y el aprender a reconocer nuestra humanidad común a quienes vienen de otras culturas.

Luego, hay muchos engaños en los discursos mediáticos sobre ese mundo. Yo pienso en una película que tuvo mucho éxito hace ocho o diez años. Me parece que se llamaba “El intocable” y que tocaba la multiculturalidad como una cosa divertida y sin ningún tipo de drama. Eso es una gran mentira. Si nos cuesta tanto entendernos bien con nuestros compañeros de trabajo; si nos cuesta tanto superar las divisiones o luchas de poder entre clases sociales; si nos cuesta tanto entendernos entre pueblos que están cerca y que, sin embargo, son tradicionalmente, viven tradicionalmente, desde hace tal vez siglos en una especie de lucha continua, ¿cómo va a ser un fenómeno divertido sin ningún drama abrir el corazón a una cultura distinta?, abrirlo verdaderamente, buscar la humanidad que se encuentra detrás de toda persona humana, acceder a ella, abrirles la nuestra, compartir lo que somos y lo que tenemos. Seguramente tenemos que pedirLe al Señor con mucha humildad que nos abra el corazón; que nos ayude a caminar en esa dirección con toda la decisión posible, porque, si no, será muy difícil que nos consideremos cristianos, o que nos consideren cristianos.

Hoy mismo una persona joven me decía con mucha crudeza: “Yo he crecido en un ambiente donde parecía que la religión no era muy importante y todo el mundo medía las cosas mucho por si eso era cristiano o no era cristiano, y sin embargo yo no veía nunca un comportamiento de caridad. Era como una vida encapsulada dentro de un mundo muy pequeño, donde no estaban nunca los demás, donde no había ningún horizonte o apenas un horizonte de apertura”. Y lo decía con dolor, porque eso le había llevado durante años a alejarse de Dios y a despreciar la fe cristiana.

Los hombres podrán creer en que ser cristianos significa algo en la vida si ven en nosotros un modo diferente de tratar a nuestros hermanos. Y si no lo ven, tenemos que pedir perdón por nuestros pecados. Pero en estas circunstancias es un pecado verdaderamente grande.

Que el Señor tenga misericordia, como Le hemos pedido en la oración, que multiplique sobre nosotros Su Gracia, para que seamos instrumentos de verdadera fraternidad en todas nuestras circunstancias y en todos nuestros ambientes.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

26 de septiembre de 2020
S.I Catedral de Granada

Escuchar homilía