Fecha de publicación: 1 de julio de 2013

Extracto de la homilía de Mons. Javier Martínez, Arzobispo de Granada, en la celebración de las Ordenaciones sacerdotal y diaconales de Moisés Fernández, como nuevo presbítero, y Tommaso Bernetti, Emmanuel Jesús Vega, Moisés David Mendoza y Pau Codina como diáconos, el 30 de junio de 2013, en la S.I. Catedral.

Queridísima Iglesia del Señor, reunida tan gozosamente y de una manera tan desbordante en esta hermosa mañana, muy queridos sacerdotes concelebrantes, queridos Moisés, Emmanuel, Moisés David, Pau, Tommaso, queridos hermanos todos:

Simplemente, el hecho de que estemos aquí pone de manifiesto y proclama cómo la Iglesia vive una ordenación, cómo la Iglesia vive su percepción de la importancia, del significado que tiene para la entera Iglesia el Sacramento del Orden que hoy será administrado en el Orden del Presbiterado y en el primero de los Órdenes, en el del Diaconado, de cinco hermanos nuestros, cuyos padres, familiares y las comunidades estáis aquí.

Dios mío, hay algo en la percepción vuestra que nos dice a todos la necesidad que el pueblo cristiano tiene del sacerdocio, y lo que aprecia la figura del sacerdote. El otro día, una anécdota bien sencilla, enviando a un sacerdote a un lugar donde no hay un sacerdote de manera estable, aunque habían ido sacerdotes a atenderlo, y me contaban después que había sido una verdadera fiesta pensar que van a tener un sacerdote dedicado a ellos permanentemente, y algo parecido expresa esta mañana.

Todos los sacramentos son acciones de Cristo Resucitado vivo. Los sacramentos, todos ellos, nunca son cosas que nosotros hacemos por Dios, nunca son obligaciones que nosotros tenemos que “cumplir” de alguna manera como unos deberes que uno cumple, como con leyes de tráfico o de otro tipo. Los sacramentos son regalos que el Señor nos hace, y el contenido de ese regalo es Él mismo, siempre, en formas diferentes: en el Bautismo, en la Confirmación, en la Eucaristía, en el Matrimonio…

Como hay tanta confusión en el matrimonio en estos momentos, dejadme detenerme un momento ahí. El matrimonio no es un sacramento porque sea una ceremonia que se celebra en la Iglesia y que bendice normalmente un sacerdote, salvo en caso de necesidad, sino que el matrimonio expresa el regalo que Cristo hace de su propia vida a los esposos en su propio amor. Y es sacramento, no en el momento en que se está celebrando en la iglesia, es sacramento en toda la vida de los esposos.

En ella, Cristo se hace signo vivo de cómo el marido está llamado a dar su vida por su esposa como Cristo la da en el altar, y adaptarse y a dejarse descuartizar por su esposa como el Cuerpo de Cristo se rompe y su sangre se entrega por nosotros, por su esposa la Iglesia, y a cómo la mujer debe darse y amar al marido y a sus hijos. Pero el matrimonio, el amor de los esposos, es como el pan y el vino en la Eucaristía, Cristo se hace presente, y basta ver a un matrimonio cristiano cuando lo es para poder reconocer ‘aquí está Cristo, aquí está Dios, hay algo misterioso’. El espesor de la misericordia, del amor, del perdón… uno hace presente el misterio de Cristo. Lo mismo en la Unción a los enfermos.

De alguna manera, el sacramento -no voy a decir el primordial, en los textos del Concilio, recogiendo la Tradición, la Iglesia nace del Bautismo, y la Eucaristía es una fuente de la plenitud de la vida de la Iglesia-, y sin embargo, de alguna manera, intuimos que todo eso es posible, es decir, la presencia de Cristo en los demás sacramentos, y no sólo en los demás sacramentos, sino en la vida cotidiana de la Iglesia, en nuestras vidas en el mundo, son posibles gracias a otro sacramento en el que el Señor ha querido hacerse presente de una manera personal.

Todos los sacramentos, misteriosamente, sacramentalmente, simbólicamente -aunque hay que matizar mucho la palabra símbolo-, hacen presente a Jesús vivo y sacramentado. Pero sólo hay uno en el que esa presencia se hace carne humana; todos los sacramentos prolongan de alguna manera la Encarnación del Hijo de Dios y su acto de entrar en la Historia, pero hay un sacramento en el que esa prolongación de la Encarnación tiene rostro, tiene una fisionomía propia, es humana, como era humano el rostro de Cristo nacido de la Virgen cuando anunciaba el Reino por los caminos de Judea, de Palestina, de Galilea, de Samaría, como en el Evangelio de hoy. Y ese sacramento es el sacramento del Orden Sacerdotal.

Sin la sucesión apostólica, que es el Sacramento del Orden en su forma originaria en los apóstoles y sus sucesores a quienes Cristo entrega su presencia sacramental, y sus colaboradores los presbíteros, no habría bautismo, perdón de los pecados, eucaristía. Y soy consciente que el Bautismo lo puede administrar en caso de necesidad cualquier cristiano, e incluso no cristiano podría administrar el bautismo con tal de que él quisiera hacer lo que hace la iglesia. Pero es curioso que el bautismo de adultos está reservado al obispo, para significar que en la sucesión apostólica está depositado el espíritu y la distribución, la administración de los dones del Espíritu, pero no habría eucaristía, perdón de los pecados… Es curioso que el primer sacramento que se pierde en la reforma, que llamamos protestante, es el Sacramento del Orden, y perdido el Sacramento del Orden se ha ido perdiendo poco a poco los demás. (…)

Perdido el sacerdocio, se pierde todo lo demás y el cristianismo queda reducido a una ética, a unos principios morales, a unos comportamientos, a unas reglas de vida o de  juego, extraordinariamente empobrecido. Por eso, se puede decir que el Sacramento del Orden, que acontece y hace esta mañana a través de mis pobres manos, es, de alguna manera, el que el pueblo cristiano vive como más necesario para asegurar la vida de la Iglesia en su realidad global, para poder asegurar el poder participar cada domingo en la Eucaristía, para poder recibir el perdón de los pecados –un sacramento que hay que recuperar, justo porque hemos perdido la dimensión personal de la acción de dios en nosotros, y de nuestra relación con Dios; qué poca importancia le damos en la vida de la Iglesia, cuando es lo que más necesitamos, cuando era uno de los puntos centrales del ministerio de Jesús, si no el más central de todos-. (…)

El Señor en el Sacramento del Orden ha querido hacerse presente, prolongar la Encarnación de una manera humana. Os pide vuestras vidas. Eso es lo que significa para vosotros, diáconos, el compromiso del celibato: que vuestras vidas ya no van a ser vuestras, son explícita y públicamente del Señor. Es algo que vale para todos los cristianos en cierto modo, toda la Iglesia llamada a vivir. Cristo murió por nosotros, para que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Aquél que por nosotros murió y resucitó. Eso se hace forma de vida tanto en el ministerio sacerdotal como en la virginidad consagrada. (…)

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

30 de junio de 2013, S.I. Catedral

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