Qué preciosa y qué consoladora es la parábola del Evangelio de hoy que acabamos de escuchar. Preciosa, porque nos descubre la verdad de lo que somos ante Dios y de lo falso que es siempre que nos tratamos de presentar ante Dios como con méritos, como reclamándole a Dios una paga por lo que hacemos por Él. Aunque nunca hacemos nada por Dios; es siempre Dios quien hace por nosotros. Es injusto, porque siempre es mentira. El gran problema de los fariseos era eso: que pensaban que podían como negociar por Dios –”yo hago esto por Ti, ahora Tú estás obligado a hacer esto por mi”-, sin caer en la cuenta de que todo lo que somos es don de Dios y de que bastante grande es que Dios nos haya llamado a participar de su amor y de su alianza y a heredar la vida divina; y que todo lo demás no es verdaderamente importante, ni siquiera la salud.

Las dos personas probablemente decían verdad. El fariseo cuando decía “Señor que cumplo todos los mandamientos”, “Señor que pago el diezmo de la menta y del comino”, y de las cosas más pequeñas, “que soy muy bueno”. Seguramente, era verdad, porque es verdad que los fariseos solían ser muy meticulosos y muy estrictos. Y aquel publicano, por el hecho de ser publicano era considerado ya un paria en la sociedad judía; pero, además, probablemente cuando decía “Señor, ten piedad de mi que soy un pobre pecador”, seguramente también lo que decía era verdad.

Pero quien se sitúa ante Dios como un mendicante, que siempre tiene necesidad de su gracia; que tiene necesidad de Él para todo; y que tiene siempre necesidad de perdón se sitúa en la verdad, mientras que el fariseo se situaba en una mentira. Es verdad que él cumplía con todo, pero es verdad que uno no puede tratar a Dios como alguien que me debe algo, cuando yo Le debo todo. Igual que decía una periodista norteamericana, que está en proceso de beatificación, y que luchó mucho en la Depresión, explicando “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”: “Cuando se le da a Dios lo que es de Dios es que al César no le queda nada, porque a Dios le debemos todos”. Todo lo que somos. Y todo lo que tenemos, hasta nuestra inteligencia, o nuestra astucia, o nuestras cualidades, con la que nos hemos podido abrirnos camino en la vida.

El Papa Francisco –no digo que tenga en mente esta parábola- traduce lo que la parábola quiere enseñar cuando distingue entre una “Iglesia herida” y una “Iglesia enferma”. Él quiere que seamos una “Iglesia en salida”, que tengamos que salir en busca del hombre, como un hospital de campaña, porque el mundo hoy está herido, el mundo hoy está enfermo; profundamente herido, profundamente enfermo. El Señor nos pide que no simplemente disfrutemos nosotros de los dones que nos da, sino que nos acerquemos al ser humano en sus heridas para darle, al menos, el afecto, el cariño, la ternura… El Papa ha hablado, en alguna ocasión, de una “revolución de la ternura”. Dios mío, es una revolución.

Hoy se celebra el Día del DOMUND. Alguien, que no podría uno imaginarse, ha hecho un Pregón para el DOMUND en Barcelona: Pilar Rahola. Sé que ha salido en Alfa y Omega, pero yo también lo he querido colgar en la página web de la Diócesis y dice cosas preciosas. Os invito a que lo busquéis y lo leáis. Efectivamente, el DOMUND está en la lógica del ser cristiano: lo que habéis recibido gratis –decía el Señor- dadlo gratis. Todo lo hemos recibido de Ti, Señor. Nuestras vidas son para entregarlas por Ti. Vosotros, los que sois fieles cristianos laicos: en la entrega de vuestra familia, en el cuidado de vuestro entorno familiar, de vuestros vecinos, de vuestros prójimos, de vuestros amigos. Y luego, aquellos a los que el Señor llame, hasta el fin del mundo.

Sólo en Granada viven, habitualmente y están censados, personas de 78 nacionalidades. Quiero decir que el vecino de arriba a lo mejor es de Indonesia, y la casa de al lado a lo mejor son de Taiwán, y el otro de México…: tenemos el mundo entero en casa. No necesitamos ir a los rincones del mundo muchas veces para abrirnos el mundo, para acercarle nuestro afecto; no nuestra ideología, porque el cristianismo no es una ideología. Tenemos la experiencia de ser amados por el Señor con un amor infinito. Y quien ha recibido ese amor desea compartir ese amor. ¿Y cómo se comparte el amor? Amando. ¿Cómo se comparte el querer? Queriendo. ¿A qué es a lo que nos llama el Señor? A querer a los seres humanos que tenemos como prójimos, cerca.

Vamos a pedirLe al Señor que, con mucha sencillez, nos permita vivir en la verdad de la que somos: pobres mendicantes, que necesitan de la gracia y que sin mérito por nuestra parte la hemos recibido, y que ese tesoro podamos compartirlo con todo el que se cruce con nosotros; que todo el que se cruce con nosotros pueda percibir algo de que tenemos esa experiencia de amor que nos hace vivir contentos, en cualquier circunstancia de la vida. O por lo menos, no volvernos autodestructivos; no destruir nuestra esperanza en nuestro corazón, porque nadie puede destruir el amor con el que somos amados; nadie puede destruir el amor por el que Jesucristo nos ama; nadie puede tener más poder que el que tiene el amor de su Sangre preciosísima, que ha derramado por nosotros.

Dicho esto, yo estaba hasta hace un momento con unos cuantos matrimonios de la parroquia en el salón, y se me han quedado dos o tres cosas por decir, y no quiero dejar de decíroslas. La primera es que no os he dicho que lo primero que hay que hacer para cuidar de vuestro amor es rezar. Y siempre que podáis, rezad juntos, aunque sea un segundo; aunque sea un día que estáis agotados, os cogéis de la mano, o abrazados, y Le decís al Señor: “Señor, ten piedad. Qué día más tremendo ha sido el de hoy. Que mañana sea un poco mejor”, y a dormir. Acudid al Señor, buscad la ayuda del Señor. Eso no significa que no haya que conocer otras cosas. Si os dobláis un tobillo, vais a un traumatólogo. Lo mismo: si hay una dificultad, que es una dificultad que permanece y que no sabéis cómo abordarla, además de pedirLe al Señor poder quereros más cada día y mejor cada día, acudís a alguien que os pueda ayudar en ese camino.

Y voy a decir una cosa que parece muy tontita y que me lo explicó a mí una médico que cuidaba familias, un ginecóloga chilena, hace muchos años. Y es que los seres humanos nos dividimos en búhos y alondras. Los búhos son los que nunca tienen prisa para acostarse. Por las mañanas, están siempre arrastrándose y como que no se enteran de las cosas (no nos enteramos, porque yo soy búho). Y por las noches, aunque hayan terminado todo, no sé cómo se las apañan pero terminan acostándose a la una. Y las alondras, dan las diez y media de la noche, y aunque puedan estar viendo la película más bonita del mundo, aunque pueda ser la conversación más interesante del mundo, de repente “se les bajan las persianas” (ndr.: se les cierran los ojos) y ya no se enteran de nada. Esto es muy importante conocerlo, porque imaginaros un marido que es búho y una mujer que es alondra. O al revés: una mujer que es búho y el marido es alondra. Entonces, el marido viene del trabajo, fundido, y la mujer está deseando que llegue el marido para poder contarle todo lo que ha pasado en el día. Y el marido cuando llega a casa, apenas cena, ya no se entera de nada. Ella quiere hablar y quiere hablar. Resultado: “Nunca me escuchas, nunca tienes tiempo para mi, seguro que es que no me quiere…”. Nada de eso. Es alondra, y a las diez y media se le “bajan las persianas”, y se acabó la historia. Eso no tiene arreglo. Eso hay que aprender a vivir con ello. Pero al revés, llega la mañana, y él está perfectamente despierto y quiere contarle el día anterior a su mujer. Y su mujer no se entera. Eso pasa en los matrimonios, en las familias; pasa entre los hijos; pasa en las comunidades religiosas. Por eso es muy importante saberlo. Porque uno tiene que adaptarse un poquito al otro y saber que si mi mujer es búho, tendrás que hacer un poco de esfuerzo y decirle “ten compasión de mi que sabes que a las once ya no me entero de nada”. Y si es al revés, lo mismo. Y si uno vive en una comunidad, os aseguro que es igual de importante que en una familia o en un matrimonio.

Sólo os cuento otra cosa más. Veo poco cine, pero veo sobre todo buen cine clásico. El cine que he visto, sobre todo cuando trabajaba más con jóvenes, siempre he estado a la caza de definiciones de amor o de declaraciones de amor que fueran buenas en el cine. No os creáis, no se encuentran tantas. Hay que buscarlas un poco con lupa. Hay una que me parece que es un verdadero icono. En un corto de John Ford, un conductor de una máquina de un tren local se declara a la chica que trabaja en el bar en la estación donde él para. Me parece una declaración preciosa porque expresa cómo hay en el amor una exigencia de toda la vida. Están hablando de otras cosas y, de repente, se queda mirando a la chica y le dice: “¿A ti te importaría enterrarte con mi familia?”. Es en Irlanda. Es una declaración de amor preciosa, exquisitamente fina, en ese contexto.

Y la otra, es en una película de Charles Chaplin, que se llama “Luces de la ciudad”. Charles Chaplin va por la calle y se encuentra con una chica que le parece preciosa a primera vista. Vende flores, en un puesto. Cuando la chica mueve las manos, él se da cuenta de que está ciega. Entonces, delante de la ciega, Charles Chaplin se quita la gorra que lleva y se inclina como si se estuviera inclinando ante el altar con el Santísimo Sacramento. Él sabe que la chica es ciega. El resto de la película es cómo él da su vida para que esa chica recupere la vista sin que ella lo sepa. Pero ese gesto de inclinarse delante de una mujer ciega es reconocer la inmensidad del misterio que habita en ella; ese es un gesto profundamente cristiano, de raíz. Es de los gestos más bellos de amor de toda la historia del cine.

Vamos a rezar el Credo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

22 de octubre de 2016
Parroquia Regina Mundi

Nota: Mons. Martínez señaló posteriormente que “la ciega” somos nosotros y la persona que se inclina (Charles Chaplin) es el Señor.