Me vais a permitir que en los días de este tiempo tan especial que estamos empezando a vivir y que se augura más largo de lo que inicialmente hemos pensado todos, en lugar de una homilía formal, tenga con vosotros, igual que con los que nos hemos unido en esta Eucaristía a través de la televisión, una especie de desahogo, de conversación sencilla, sin ningún tipo de formalidad; de comentar las cosas que el Señor pone en el corazón y que pienso, con todas mis limitaciones, que puedan seros a vosotros de ayuda. Precisamente porque es previsible que sea un tiempo largo, procuraré no hablar más que de una cosa cada día y dárosla como materia de reflexión.

Es verdad que la Lectura del Evangelio de hoy y el pasaje del Libro de Daniel son tan poderosos que no puedo resistir el comentarlos un poquito. La parábola de los dos siervos, compara sencillamente las deudas que tenemos unos con otros con las deudas que tenemos todos con el Señor. Las que tenemos unos con otros, las diferencias que hay entre unos y otros, entre el más santo y el pecador más grande, son de cien denarios, que es una cantidad relativamente pequeña, lo que podría ser a lo mejor una cena o algo así en un restaurante; una cantidad accesible a casi todo el mundo, o a mucha gente, en tiempos de Jesús. Sin duda los cien mil talentos era una deuda insalvable. Pues la deuda que todos nosotros tenemos con el Señor es de diez mil talentos, que jamás podríamos saldarla, y las deudas que tenemos, a las que damos tanta importancia, y que muchas veces nos hacen sufrir tantísimo a unos y a otros, y por las cuales nos peleamos y nos acusamos y nos juzgamos, y nos hacemos la vida difícil y a veces hasta envenenamos nuestro propio corazón y el corazón de los demás, son siempre deudas de cien denarios. Y qué injusto es que nosotros Le pidamos a Dios que nos perdone y que tenga Misericordia de nosotros, y estamos constantemente acudiendo a Él, y luego nos cueste tanto perdonar los cien denarios.

El segundo siervo de la parábola somos nosotros. “Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano?, ¿siete veces?”, “no, hasta setenta veces siete”; es decir, todas las veces que hagan falta, todas las que sean necesario, porque Tú me perdonas a mí sin límites. Y hasta en el Padre Nuestro, no habría que entenderlo como diciendo “Tú perdóname, que yo perdono porque, como yo perdono tan poquito, si te pido que me perdones como yo perdono, ¡estoy perdido!”; a lo mejor, hay que entenderlo diciendo: “Perdónanos nuestras ofensas, de manera que nosotros seamos capaces de perdonar a los que nos ofenden”, danos conciencia de cómo Tú nos perdonas a nosotros esa deuda insalvable, infinita, que jamás podríamos saldar porque jamás podríamos llegar a Ti ni por nuestras fuerzas, ni por nuestras virtudes, ni por nuestros méritos. 

Y Tú has saldado esa deuda con nosotros y te has querido acercar a nosotros y venir a nosotros, y habitar en nosotros, y hacerte uno de nosotros. A lo mejor, la experiencia, cuando tomamos conciencia de que eso es así, es entonces cuando nuestro corazón se ablanda y deja de ser un corazón de piedra y se convierte en un corazón de carne, y nos hace capaces de perdonar a aquellos que nos ofenden, de una manera o de otra, porque a veces no somos ni siquiera conscientes de cómo ofendemos a los demás, o los demás no son conscientes de cómo nos ofenden a nosotros, depende de tantos factores: de la sensibilidad de cada uno, de la situación, del temperamento o de cómo se encuentre uno en un determinado día… Y a veces, deudas de ese tipo se pagan durante toda la vida. Dices, “Señor, no merece la pena, haznos experimentar el gozo de Tu Misericordia y de Tu Perdón, que nos haga capaces de perdonar también a aquellos que nos ofenden”, la mayor parte de las veces sin querer ofendernos, porque la mayor parte de las ofensas se hacen en el seno de la familia y no se hacen precisamente para ofender, se hacen por cariño mal entendido, muchas por un afecto torpe que no sabe querer bien, sencillamente por nuestra mezquindad, la pequeñez de nuestro corazón y la pobreza de nuestras fuerzas.

En cuanto a la lectura de Daniel es una lectura preciosa. Los que tengáis acceso a las lecturas del día de hoy, en alguna aplicación del móvil o lo que sea, volved a ella, porque es la oración más humilde del Antiguo Testamento. “Señor, ahora no tenemos profetas, no tenemos jefes, estamos humillados por todos nuestros pecados, no tenemos nadie que nos dirija, estamos perdidos y dispersos. Sólo por Tu Misericordia, ten compasión de tu pueblo”. Es la oración de un corazón contrito. De ese corazón que dice el Salmo 50 “un corazón contrito y humillado, Tú no lo desprecias”. Es esta la oración del corazón contrito, tan diferente del hombre de nuestro tiempo, porque una de las cosas que más nos sacuden de esta terrible circunstancia –porque es terrible y dolorosísima– es que nos hemos creído dueños y señores de nuestra vida, señores de nuestros planes, señores de nuestro futuro, en perfecto control de todo: del pasado, del futuro, capaces de todo. Y en eso, nos hemos sentido como pequeños dioses, que teníamos los medios de fabricar nuestra propia felicidad. De repente, llega una circunstancia que nos sacude de raíz.

Estas circunstancias nos permiten muchas cosas, pero una cosa que nos permite es volver a hacernos las preguntas importantes de la vida, que normalmente no nos hacemos. Los que no son creyentes, a veces porque si la vida sólo consiste en comer y beber, consumir y un día morirnos; si sólo somos un producto de la naturaleza, parece que no habría por qué tener especial miedo a la muerte, y sin embargo, uno se da cuenta de que tenemos pánico; y los creyentes, también tenemos necesidad de volver a esas preguntas. ¿Sabéis por qué? Porque estamos acostumbrados a tener las respuestas como aprendidas desde pequeños y a usarlas como si fuera una moneda pequeña de cambio, sin habernos hecho las preguntas, y entonces no nos tomamos en serio ni lo que decimos cuando rezamos el Credo, ni lo que decimos cuando rezamos el Padre Nuestro o el Avemaría. Lo recitamos de tal manera… cuando uno tendría que sobrecogerse si es verdad lo que creemos. “Creo en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna…”.

PidámosLe al Señor que en estos días podamos volver a estar preguntas, que son muy sencillas: quién soy yo, qué hago en este mundo, para qué estoy aquí, por qué estoy vivo, cuál es el sentido de mi vida, qué es lo realmente importante en mi vida, qué es lo que cuenta, qué es aquello para lo que merece la pena vivir o no hay nada Pero, si no hay nada, ¿a qué viene este temor? Si somos un mero producto de la naturaleza, no tiene explicación el grito de todo nuestro corazón, ni nuestro sufrimiento, ni nuestro deseo de amar y de ser amados… Nada de todo eso tendría ningún sentido. Somos infinitamente algo más que algo de la naturaleza, porque estamos hechos para Dios. “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto, insatisfecho, hasta que descanse en Ti”, pero a lo mejor tenemos que redescubrir cuál es el anhelo de nuestro corazón.

Es un tiempo que nos permite redescubrir de nuevo nuestra dignidad grande de hijos de Dios y nuestra vocación a la vida eterna, y a participar de la vida divina. No perdamos una ocasión tan rica que el Señor nos ha concedido. 


+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
17 de marzo de 2020
S.I Catedral de Granada

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