Fecha de publicación: 13 de enero de 2021

Muy queridos hermanos (saludo también a la familia de Jorge, si estáis unidos a través de las ondas a este Eucaristía):

El pasaje que hemos leído de la Carta a los Hebreos es sumamente adecuado para el tiempo que vivimos y para lo que vivimos también en este día de hoy especialmente. La Carta a los Hebreos es un escrito muy singular dentro del Nuevo Testamento. Cuando uno lo lee hay párrafos que nos pueden sonar un poquito raros, porque en realidad es una homilía muy estructurada, muy elaborada, muy cuidadosa dirigida a sacerdotes judíos, y por lo tanto, está muy familiarizada con los rituales que había en el templo. Y eso es un lenguaje que a nosotros no nos es muy familiar.

Eran un grupo de sacerdotes judíos. Luego, la homilía está acompañada de un billete al final que es propiamente la carta con la que les envía ese texto. Eran sacerdotes judíos que se habían convertido, pero comparaban la solemnidad que tenía la liturgia del templo de Jerusalén con todas las parafernalias, y el boato, y las trompetas, y los sacrificios de víctimas, de animales, con la pobreza de la liturgia de la Eucaristía, que, además, en aquellos momentos no había iglesias, no había nada, y se celebraba normalmente en las casas o en los lugares donde los cristianos podían reunirse los poquitos que eran.

Toda la Carta va destinada a mostrar cómo el culto a Jesucristo es superior al culto de la Antigua Alianza y tiene otra dirección, y otra orientación, que el culto de la Antigua Alianza. Lo más característico del culto del templo de Jerusalén era -podríamos decir- la separación. Estaba, por un lado, el atrio de los gentiles, el de las mujeres; luego, el “Santo”, donde sólo entraban los sacerdotes; y luego, el “Santo de los Santos”, lugar de la Presencia de Dios, donde entraba un sacerdote una vez al año y el Sumo Sacerdote en las fiestas asignadas. Pero la lógica de todo eso era la lógica de la separación. Es decir, lo santo se separaba de lo profano, lo santo se separaba de lo que era cotidiano, de lo que era “no santo”. De esa lógica de las separaciones es de donde viene la palabra “fariseo”, que significa “los separados”, los que se separan a sí mismos del conjunto del pueblo de Dios, se consideran mejores porque conocen la Ley. La frase típica que los fariseos le dicen a Pilatos es: “Pero esa gente que no conoce la Ley son unos malditos”.

La Carta a los Hebreos, aun escrita en ese lenguaje para que lo entendieran sacerdotes judíos familiarizados con el mundo del culto del templo, pone de manifiesto una lógica contraria. Y es la lógica contraria lo que en el párrafo de hoy viene expresado. Es decir, el Hijo de Dios, en lugar de separarse, quiso participar de nuestra carne y de nuestra sangre. Vuelvo a leerlo: “Igual que los hijos participan de la carne y de la sangre de los hijos, Jesús participó de nuestra carne y sangre para aniquilar mediante Su muerte, es decir, ofreciéndoSe Él mismo como víctima, haciéndose Él mismo objeto de sacrificio, para aniquilar mediante la muerte al ‘señor de la muerte’, es decir, al diablo. Y liberar a cuantos por miedo a la muerte pasaban la vida entera sometidos a esclavitud”. Por miedo a la muerte pasaban la vida entera sometidos a esclavitud.

La lógica es diferente. Jesucristo se ha querido separar de la miseria y de la pobreza humana, y de la mezquindad humana. Jesucristo -lo acabamos de celebrar en la Navidad y esa es la alegría verdadera y profunda de la Navidad- se ha hecho uno con nosotros abrazado a nuestra humanidad pecadora y se ha manifestado en ese Nacimiento la Gracia y la Bondad de Dios en relación a los hombres; no para los buenos, sino para todos. Porque no son los buenos, no son los sanos los que necesitan al médico. Son los enfermos los que necesitan al médico. Y Cristo ha venido a abrazarse a nuestra pobreza, para que nosotros, por Su pobreza, nos hagamos ricos con la riqueza de la vida de Dios.

Dios mío, damos gracias como siempre. La Eucaristía es siempre una acción de gracias. Damos gracias porque el Señor se ha abrazado a nuestra pobreza, ha venido a nosotros, viene todos los días a nosotros, y nos hace libres de la esclavitud a la que nos tiene sometidos el pecado y el miedo a la muerte. Es curioso que lo que señala aquí como signo del dominio del demonio sobre el hombre es el miedo a la muerte. El Señor nos arranca del miedo a la muerte. Porque quien ha encontrado a Jesucristo, quien sabe que Jesucristo ha pagado ya por mis pecados y por el mal del mundo entero puede mirar a la muerte de frente, no tiene por qué esconderse, no tiene por qué olvidarse de que somos mortales.

Los cristianos de los primeros siglos llamaban al día de la muerte el “día del nacimiento”, el “día natalis”. ¿Por qué? Porque es el día en el que nacemos a la vida verdadera. Y comparaba muchas veces nuestra vida aquí como la vida del feto en el seno de la madre, entre sombras y oscuridad, sintiendo pero no sintiendo, oyendo pero no entendiendo. Vivimos como en la oscuridad y el día que morimos pasamos a la luz.

Quienes tenemos el don de la fe tendríamos que ser mucho más consientes de esto. Nuestro destino es la vida eterna y no las cosas de este mundo. Lo que importa es estar listos, libres como hijos de Dios y preparados para el paso a la vida. También los padres reconocían que el niño que es dado a luz, a pesar de pasar de la oscuridad a la luz de este mundo, nace llorando. Y nosotros cuando pasamos de la oscuridad a la luz, en el momento de la muerte, también nos vamos llorando. Pero eso es por nuestra ignorancia. Eso es por nuestra falta de fe.

Que el Señor haya concedido a tu padre el abrazo de la misericordia infinita, que seguro que el Señor se lo ha dado ya. Nosotros pedimos por su alma, por tu familia en Perú y Le pedimos al Señor que a nosotros nos fortalezca con la fe de que el Señor ha pagado ya por nosotros y Su amor nos sostiene y nos acompaña todos los días de nuestra vida.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

13 de enero de 2021
Iglesia parroquial Sagrario Catedral (Granada)

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