Queridísima Iglesia del Señor;
queridos hermanos:

El Evangelio este en el que Jesús comenta la parábola del sembrador nos invita espontáneamente a una especie de examen de conciencia, es decir, a mirar nosotros si somos una tierra dura en la que se siembra y vienen los pájaros y se llevan la semilla, o si somos una tierra llena de zarzas o de piedras donde la semilla no puede echar raíces, o si somos tierra buena.

Para que nos os atormentéis mucho, estad seguros de que somos todo. Somos tierra dura en la que cae la Palabra y a veces… Decía un poeta de los que yo aprecio, muy fino y profundo, de comienzos del siglo XX: “Hay dos metafísicas: la de la tierra y la del plástico. A veces, los cristianos parece que estamos hechos como de plástico, porque, por mucho que oigamos anunciar el Evangelio, el agua nunca cala en el plástico. Puede caer toda el agua que quiera, el plástico la recoge, pero no la penetra”. Y dice: “Cuando somos de tierra, en cambio, cuando somos de carne, la Palabra cae y siempre da fruto. Siempre da fruto: treinta, sesenta, cien…, pero siempre, siempre da fruto”. De hecho, el anuncio del Señor, la parábola del sembrador, está hecha en un momento en que los apóstoles y los demás discípulos veían un poco el contraste enorme que había entre el anuncio grande que Jesús hacía, que era el anuncio más grande que se ha había jamás (pero no sólo en Israel, en el pueblo judío, sino jamás en la historia humana, ni Sócrates, ni la sabiduría griega): que Dios estaba con nosotros, que Dios venía a ser uno de nosotros, que Dios entregaba, iba a entregar su vida por nosotros. Ese anuncio inmenso, inefable, cae muchas veces en nosotros. Si cae en tierra, produce siempre fruto. Ellos veían el contraste que había entre ese anuncio inmenso que Jesús hacía y lo pobretones que eran un grupo de pescadores, unas pocas mujeres humildes (algunas de ellas pecadoras reconocidas), algunos publicanos (que era un oficio también proscrito, hecho casi de apóstatas) y decía “no, no es posible”.

Jesús dice la parábola del sembrador para decir por muchas dificultades que haya siempre hay tierra buena, siempre produce algún fruto. Siempre. En la crucifixión, en la Pasión no había más que unas pocas personas, también Juan, entre los apóstoles, tal vez el muchacho aquel, Marcos, que acompañó también a Jesús en el huerto de los olivos, y María y el grupo de mujeres que le acompañaron. Y dices: Dios santo, Tú afirmas, a pesar de que en aquel momento parecía el fracaso total de Jesús, de Su misión, del Evangelio, y sin embargo era el triunfo más grande.

Yo quiero que caigamos en la cuenta, primero, que en estas circunstancias difíciles donde a veces la esperanza se vuelve una virtud heroica, donde las circunstancias… tantas, desde las mismas mascarillas que llevamos hasta las conversaciones que tenemos, las noticias de las que nos saturan los medios de comunicación social, los hechos que hemos vivido. No se me olvida el rostro de una mujer que me decía que había perdido a su madre en la pandemia, y que no era capaz de levantar cabeza porque no había podido ni despedirse de ella, ni siquiera recoger sus restos. Y en todos esos momentos, surge la pregunta ¿para qué vivimos?, ¿para quién vivimos?, ¿cuál es el sentido último de nuestra vida?, ¿cuál es el significado último de nuestra vida?, ¿dónde ponemos nuestra confianza? Yo recuerdo los días en que todos cantábamos el “Resistiré”, pero el “resistiré” se acaba, porque una mujer como aquella y cualquiera de nosotros, se nos acaban en un momento las fuerzas o lo que percibimos en el horizonte es como una gran tormenta y, entonces, nos escondemos. Tantas personas, en estos momentos, les da hasta temor salir a la calle.

Hay que pedirLe al Señor: “Señor, quítanos el corazón de piedra. Haz que no seamos la tierra dura donde el Enemigo nos quita la esperanza y la fe”. Y no sólo nosotros, sino al pueblo cristiano, a quienes formamos la Iglesia y a todas las personas de buena voluntad.

Señor, danos la posibilidad de reconocer que no hay que tirar nunca la toalla. Pero no hay que tirar nunca la toalla, no por un capricho, no por una cuestión voluntarista de empeñarse en no tirar la toalla, sino, por qué. Porque la meta de nuestra vida eres Tú. Porque Tú eres nuestra salvación. Tú eres la lluvia que nos da la vida. Tú eres realmente la fuente de una esperanza verdadera. Nosotros somos hijos tuyos, que estamos destinados a Ti y al Cielo que eres Tú y a la vida eterna en comunión conTigo y con nuestros seres queridos, y con todos, en una vida donde no haya división ya, ni pecado que siempre obra del Enemigo. Haznos esa tierra buena. Permítenos confiar siempre en que, por muchas dificultades que haya, por muchas que sean nuestras fragilidades y nuestras debilidades, al final tu lluvia cae en una tierra donde dará el treinta, el sesenta o el ciento por uno. Pero que siempre, como decía el profeta, “igual que la lluvia cae sobre la tierra y no deja nunca de producir fruto, así mi Palabra vendrá para vosotros y producirá para vosotros”. ¿Qué fruto? El fruto de una humanidad bonita, esperanzada, libre, generosa, alegre, contenta. ¿Contenta porque somos los mejores del mundo? No. ¿Contenta porque tenemos todos los medios para vivir como querríamos o nos gustaría vivir? Pues, no. Contenta porque estamos sostenidos por un amor infinito y eterno. Estamos sostenidos por Ti, Señor nuestro, y Tú no nos abandonas.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

24 de julio de 2020
S.I Catedral de Granada

Escuchar homilía