Fecha de publicación: 19 de octubre de 2018

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios:

Dejadme saludar en particular a las Hermanitas del Cordero, que están hoy aquí con nosotros. Sed bienvenidas como siempre. Veo también a la Comunidad Shalom, que también se une hoy a nuestra Eucaristía, bienvenidos a vuestra casa.

Cuando yo oigo este Evangelio me pasa un poco lo que le pasó a San Pedro, que se espantó. Yo me espanto y digo: “Señor, ¿soy siquiera cristiano?”. Porque es verdad que es un Evangelio que le hace a uno preguntarse: si es así, ¿quién puede salvarse?

(…) Nuestra cultura ha hecho de la avaricia la principal virtud del hombre. Por lo tanto, no es nada sencillo. Y uno puede constatar muy fácilmente cómo hemos hecho, incluidos los pastores, esfuerzos muy grandes por edulcorar ese mensaje de Jesús. Yo digo que el peligro contra el que el Señor pone más veces en guardia en el Evangelio es el amor a las riquezas. “¡Ay de vosotros, ricos!”, dice en alguna ocasión en el Evangelio de San Lucas, al comienzo, en las bienaventuranzas en el Sermón de la montaña. Y luego: no se puede servir a Dios y al dinero. Y la explicación es muy sencilla, porque el corazón humano no puede tener dos centros. O el centro es Dios o el centro es otra cosa. Y el centro más fácil, para nuestra vida, el más espontáneo, el más inmediato, es justamente los bienes de este mundo, el agarrarnos y el pensar que la felicidad nos la pueden dar los bienes de este mundo, en forma de dinero o en forma de otras cosas. Hay una avaricia del prestigio, por ejemplo. Hay una avaricia de poder y de los puestos que significan poder entre los hombres. Hay una avaricia del mando, del poder imponerse sobre los demás. De hecho, en la Primera Carta a Timoteo, el autor dirá –muy probablemente San Pablo- que la avaricia es la raíz de todos los males.

Yo no voy a pretender que nuestras vidas den un giro copernicano en 24 horas. San Antonio lo hizo. San Antonio Abad, que era un egipcio de finales del siglo III, tenía bastantes posesiones, oyó una vez este Evangelio y dijo “eso va por mí”. Vendió lo que tenía, dejó una parte para el cuidado de una hermana pequeña que estaba a su cuidado (ya no vivían sus padres) y se marchó al desierto, no para huir de la ciudad ni de los hombres, sino ser libre para vivir el Evangelio con libertad.

Eso puede pasar y yo no le voy a impedir al Señor que lo haga, pero sí que me gustaría que comprendiéramos un poquito que eso no es un capricho del Señor y que no es una arbitrariedad, sino que tiene que ver con lo más profundo de nuestra experiencia cristiana, y que la avaricia está en contradicción con el Dios que es fundamento de todo lo que existe, Creador de todo lo creado (también de nuestro corazón), y destino y meta de nuestras vidas. El Dios verdadero es Amor. Dios es Amor. Esa es la experiencia de Dios que hemos conocido quienes hemos conocido a Jesucristo. Y Amor significa que es capaz de vaciarse de Sí mismo para darse a nosotros, pobres criaturas, y que nosotros podamos ser ricos con su riqueza, con la vida de Dios.

Algo que no era una exigencia, no era una necesidad. Ninguno de nosotros somos necesarios, ni para la vida del mundo ni para nada. Existimos por Gracia. Somos por Gracia. Vivimos por Gracia. Respiramos y hablamos por Gracia. Como el resto de la Creación, somos un don gratuito del Amor de Dios. Pero Dios ha creado al hombre con un amor único, único. Y a cada uno de nosotros con un amor único. Y ese amor que el Señor nos tiene a cada uno de nosotros desborda infinitamente todos nuestros anhelos de ser amados, y no disminuye el amor que Dios puede tener a los demás, porque el Amor de Dios es infinito, realmente infinito. El océano, y las galaxias y las distancias siderales entre los astros son apenas pequeñas analogías de la infinitud de Dios, que está en otro orden de cosas. Por tanto, yo puedo coger de tu depósito de Amor todo el que necesito, y no le estoy quitando nada a nadie porque tu Amor sigue siendo infinito.

Pero decir que Dios es Amor tal como lo hemos conocido en Jesucristo es decir que Dios es capaz de darse a Sí mismo. De hecho, es en la Encarnación del Verbo, en la Pasión y en la Resurrección de Cristo y en el don del Espíritu Santo, donde Dios se revela como Amor, y se revela al mismo tiempo como el Dios verdadero. Porque un Dios que no fuera Amor, que sólo fuera poder, por ejemplo, nunca sería el Dios verdadero, porque sería incapaz de explicar por qué hay esa necesidad y ese anhelo de Amor (y no de cualquier amor), en nuestro corazón.

Pero ese Amor de Dios que en Jesucristo hemos conocido así es justo lo contrario de la avaricia. Justo lo contrario, porque la avaricia es como un querer asegurarnos nosotros con cosas que valen menos que nosotros. Es un deseo de acumular; de poseer y de acumular; de adueñarse. Por lo tanto, es el movimiento contrario al movimiento de darse, y uno entiende cómo de alguna manera todos los pecados están relacionados con la avaricia. La envidia es una forma de avaricia. Evidentemente. Uno envidia cualidades o cosas o realidades que el otro posee, porque quisiera poseerlos uno. Uno no los tiene quizás. Se puede ser avaricioso y ser rico, y se puede ser avaricioso y ser pobre, porque lo que cambia el corazón es que el movimiento del corazón sea el movimiento de darse o no el movimiento de poseer. Me dejáis decir también que la lujuria es una forma de avaricia. Hasta el mismo Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, escribió en alguna ocasión que el apetito sexual y el amor crecen inversamente proporcional. Justo porque el deseo sexual es un deseo de posesión, de adueñarse, aunque se diera en el matrimonio, mientras que el amor es un deseo de darse, de entregarse. El amor puede ser un deseo de unión, sin duda, pero en esa unión uno piensa en el bien del otro. Y si uno piensa en su propio bien y el otro como un instrumento para mi bien, es una forma de avaricia.

El poeta inglés Eliot, en unos poemas suyos preciosos que se llaman “Los coros de la roca” (una obra de teatro que él compuso para su parroquia, para recaudar fondos para restaurar su parroquia y arreglar alguna parroquia más en Londres), estaba escribiendo a principios del siglo XX, en un momento dice: “El hombre de hoy ha cambiado a Dios no por otros dioses, sino por ningún Dios. Bueno, sí, por otros dioses. Los dioses del hombre de hoy son: la lujuria, el dinero y el poder”.

Lo terrible del pecado no es que ofenda a Dios, porque Dios es Amor y el único deseo que Dios quiere es nuestra vida. “La Gloria de Dios es el hombre viviente”, decía un Padre de la Iglesia. Dios quiere nuestra vida, no quiere otra cosa. Por tanto, no es que yo ofenda a Dios. No es que mis pecados ofendan a Dios; es que mis pecados me hacen daño a mí mismo, me secan, me matan, me mueren.

Comprender que el amor está a una distancia casi infinita del apetito sexual, no porque no lo tenga, sino porque lo transforma, porque lo transfigura, como el alma del cuerpo; y que el amor es algo más grande; y que tener deseo sexual no significa quererse; que quererse es un aprendizaje (…) que requiere mucho tiempo, mucha generosidad, pero que nos hace posible salir de nosotros mismos. Es lo único que nos hace posible ser plenamente nosotros mismos como imagen de Dios que es Amor. Para amar uno tiene que salir de sí mismo, desear el bien del otro, desear que el otro cumpla su destino, poner la vida en lugar del otro. Ése es el amor verdadero, en todas las formas de amor, desde el amor esponsal, hasta el amor de los amigos, hasta el amor de los compañeros de trabajo. Y ése es el secreto de una vida humana. No habrá sociedad humana mientras no volvamos a descubrir el amor. Un amor que es capaz de darse, de entregarse por el bien de los demás. Es el secreto de una vida social sana. Es el secreto de una sociedad en la que es posible buscar el bien y es posible buscar el auge, el florecimiento de esa sociedad. Una sociedad construida sobre la avaricia es una sociedad que lleva a la violencia, lo sabemos todos. ¿Cuántos hermanos se han roto porque en la herencia del padre o de la madre a uno le han tocado diez olivos más que a otro? ¡Diez olivos, Dios mío! Y por diez olivos dejan de hablarse, y se odian, y no responden al teléfono…

La avaricia nos divide y ése es el triunfo del diablo: dividirnos, sembrar la desconfianza de unos para con otros, llenarnos de envidia. El primer asesinato del mundo fue obra de la envida. Y esa envidia y esa desconfianza envenenan la vida social. Tiene que haber algunos hombres y algunas mujeres que, con la ayuda del Señor, nos podamos poner en otro camino. Justo en ese camino del amor que nace de Dios; que hace perceptible a Dios; que hace visible a Dios en la Iglesia, porque continúa la Encarnación del Hijo de Dios mediante su Espíritu en su Pueblo. Tiene que haber un Pueblo que viva esa vida; que muestre esa vida como el camino verdadero, para una humanidad bonita. No se trata de una humanidad de santos ratos. ¡No! ¡Si es que es la humanidad normal! Necesita el milagro y una conversión nuestra a Dios, al Dios que es Amor, y que no quiere mas que amarnos y que nosotros vivamos como Dios.

Curiosamente, vivir del Amor nos hace ricos verdaderamente siendo pobres. A diferencia de quien vive para la avaricia, siempre será pobre aunque sea muy rico. San Pablo decía en una ocasión: “Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios”. Quien es de Cristo, y su verdadera riqueza es Cristo, y vive de ese Amor, es cien veces más… Yo os podría dar testimonio de eso en mi vida, ¡Dios mío! No soy pobre. No soy un ejemplo como el joven rico. Nunca me ha faltado lo necesario para vivir. Sí que me he preocupado con frecuencia de tener mi tiempo disponible. Dar tiempo es una manera de dar amor, especialmente valioso, en nuestro contexto y en nuestro mundo. Pero sí que puedo testimoniar que dentro de mi pobreza el Señor me ha dado siempre el ciento por uno en esta vida. Y a veces he hecho el trato con Él: “Señor, te acepto esta dificultad, pero no te voy a perdonar que dejes de cumplir tu promesa. Tú prometiste el ciento por uno con persecuciones. Si Tú me ayudas, bendita persecución. El ciento por uno para mí y para la Iglesia que me has confiado”.

Yo os prometo que el Señor cumple. Nunca ha dejado de cumplir. Nunca. Fiaros, fiaros. No os voy a poner a contar ejemplos porque no acabaríamos, pero hay muchísimos, muchísimos. ¡Cien veces más!, en esta vida… de alegría, ciertamente. Y además, todos tenemos la experiencia: quien da amor, no se queda sin amor, crece más; quien da alegría, no se queda sin alegría, crece más. Si es que… dándonos nos hacemos ricos. Reservándonos y acumulando, nos morimos asfixiados. Y cuando ahora vemos eso, la sociedad en la que estamos muriéndonos asfixiados, ¡hay que abrir las ventanas!

Todos sabéis que hoy en Roma se celebran siete canonizaciones. Yo no he podido estar allí. Debería estar allí, pero no he podido estar allí, porque ayer fue la Coronación de la Virgen de la Esperanza, y mi sitio estaba aquí, con vosotros. Pero, he vivido muy cerca del espíritu de la Madre Nazaria, Misioneras Cruzadas de la Iglesia. Me han enseñado en los primeros años de sacerdote a querer a la Iglesia más que a la propia vida. Y ese amor sigue hoy con la misma frescura hoy que hace 45 años. Gracias a ellas, por lo tanto. Pero, Pablo VI, ¡cuánto le debemos!

Nos unimos a la acción de gracias de esa celebración. Le pedimos también por el Sínodo de los jóvenes al Señor. Que genere esa nueva generación de cristianos, capaces de testimoniar el Amor de Dios sin ninguna clase de miedo ni de temor, en el mundo en el que vivimos. Amén.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

14 de octubre de 2018
S.I Catedral de Granada