Fecha de publicación: 29 de junio de 2020

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
muy queridos sacerdote (y saludo especialmente a los capellanes de hospitales, que en esta tarde, en esta Eucaristía, han querido también acompañarnos);
muy querido señor alcalde, presidente de la Diputación, autoridades municipales, provinciales y autonómicas (si no reconozco a todos con las mascarillas, me perdonáis si dejo a alguien sin mencionar);
y queridos amigos todos:

Aunque la Iglesia celebra hoy la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, la razón de ser de esta Eucaristía es justamente un gesto de comunión, lo que en el Credo, cuando los cristianos proclamamos el Credo cada domingo, llamamos la Comunión de los Santos. En ese Pueblo Santo que es la Iglesia, lleno de santos, aunque esté también lleno de pecadores, de heridas y, como decían los Padres de la Iglesia, “la santa meretriz”, refiriéndose a la Iglesia, la “casta meretriz”; la Iglesia es un pueblo de pecadores, pero, al mismo tiempo, tiene en ella siempre la santidad en Jesucristo. En ese Pueblo Santo, porque tiene la Presencia de Jesucristo en ese Pueblo Santo, la muerte no rompe los vínculos que nos unen unos a otros. Y eso es lo que proclamamos en la Comunión de los Santos. Yo sé que lo más doloroso que han vivido familias, personas innumerables en esta pandemia (y eso que en Granada podemos dar gracias a Dios a pesar de todo por lo que sabemos que se ha vivido, por ejemplo, en Madrid o en otros lugares); lo más doloroso es las personas que no han podido ni siquiera despedirse de aquella persona atacada por el virus y que ya no han vuelto a ver nunca más, y que luego, días más tarde, les han devuelto sencillamente en una urna con sus cenizas. Y todas esas personas no han tenido la ocasión suficiente de hacer un duelo que, sin embargo, tenemos que hacer. Y tenemos que hacer un poco entre todos y ayudarles a que lo puedan hacer quienes no lo han hecho, de manera vicaria. De la misma manera que decimos que Jesucristo ha asumido nuestros pecados de una manera vicaria, ha cargado con ellos en su espalda para interceder ante el Padre por esos pecados nuestros, nosotros, unidos todos unos con otros, con unos lazos que no son sólo nuestra solidaridad voluntaria, sino que son ontológicos (quienes estamos bautizados estamos unidos en el Cuerpo de Cristo por unos lazos que son más profundos que nuestra misma voluntad es capaz de hacer por sí misma), y unidos por esos lazos asumimos ese duelo.

Me alegra que hayáis decidido tantos representantes de ese Pueblo, sus autoridades civiles, estar aquí, porque también vosotros, precisamente representáis al pueblo, pero no de una manera simplemente, diríamos, para los momentos de alegría, de gozo, festivos (que ojalá fueran sólo esos los que tenemos que celebrar y que nos dan la ocasión de unirnos), sino también para los momentos de especial dificultad. Y este ha sido un momento para que el que nadie, nadie en el mundo en que vivimos, estaba preparado. Nadie hace seis meses o hace un año, si nos hubieran hecho una foto con nuestros rostros ahora mismo, dirían que esa foto está manipulada por el photoshop o que era una foto de una película de ciencia ficción, y sin embargo no lo es, es una realidad, que esperamos que no retorne y de la que esperamos poder seguirnos defendiendo en la medida en que tengamos nuestras fuerzas y con la ayuda de todos aquellos que han luchado. (Reconozco ahora también a Indalecio, y sé que en los momentos más difíciles pudimos… al final, no hizo falta que se hicieran uso de ciertas facilidades que la Iglesia tenía como el Seminario o el Hotel del Duque. Bendito sea Dios, que no ha hecho falta. Mejor). En este momento, lo que hacemos es, en primer lugar, pedir por aquellos que el Señor ha llamado a Su Presencia.

No son los que más me preocupan, os lo confieso, porque se han encontrado con la Misericordia y con la Gloria de Dios. La Misericordia de Dios es infinita y nosotros tenemos, no sólo el derecho, sino la obligación de pensar, haya sido cual haya sido su historia, toda su vida es participación de la Pasión de Cristo, y que el Señor los ha recibido con los brazos abiertos; y ha hecho de familia, o de padre, o de hijo, o de esposo o esposa, en el momento en que se han encontrado del otro lado del mundo del que nosotros tenemos experiencia.
Más me preocupa, sinceramente, el dolor que les queda a esas familias que no han podido decir adiós. A esas familias que no han podido ver a sus seres queridos. A esas familias que se han quedado rotas de alguna manera y que todavía no comprenden y que a lo mejor necesitan mucho tiempo para comprender. Le pedimos al Señor por ellos, por todos ellos. Evidentemente, por los que han vivido eso en la ciudad y por los que han vivido eso en toda nuestra diócesis, en toda la provincia, y también en otras partes. Todos tenemos personas conocidas, de un lugar o de otro, de Madrid, de tantos sitios, donde se ha vivido una epidemia de todos, que es lo que significa “pandemia”, una epidemia que se extiende a todos. Y todos formamos parte de la misma humanidad, todos somos compañeros de camino. Hoy me encontraba por la calle casi vacía con una persona que porque llevaba la mascarilla no la podía conocer, y entonces le he dicho “hola, no sé quién eres, no sé si me conoces, no sé si yo te conozco a ti, pero somos seres humanos, nos encontramos por la calle, y como la mascarilla no nos deja vernos más que los ojos, te digo hola por si nos conocemos, pero aunque no nos conozcamos, da lo mismo, porque somos seres humanos y estamos viviendo nuestra vida en este momento de la historia y haciendo nuestro camino por la historia en este lugar y en este sitio”. Y me dijo, “no, no nos conocemos pero es verdad, tenemos que poder saludarnos todos porque, de alguna manera, todos somos vecinos, todos somos compañeros de camino en este momento de la historia”.

Nosotros le presentamos al Señor el pan y el vino. Son un símbolo pequeño, muy pequeño, pero son el símbolo de nuestra humanidad; de nuestra humanidad herida por el pecado y herida ahora por esta realidad nueva, que ha hecho aflorar también mil cosas bellísimas. Hasta esa misma conversación que yo os comentaba hace un momento me parece que a lo mejor hace muchos meses no hubiera sido posible, porque pasamos por la ciudad todos deprisa, cada uno a sus cosas, y no nos detenemos a darnos cuenta. Una madre que iba con dos hijas me saludaron y dije “perdonadme, pero es que con la mascarilla no os veo, no os reconozco”, y me dice “D. Javier, la mascarilla tiene una cosa buena, ¿sabe cuál es?, que nos obliga a mirarnos todos a los ojos”. En general, en la vida huimos mucho de los ojos, unos de otros, y ahora con la mascarilla no nos queda más remedio que mirarnos. Dije, “pues tienes razón, claro que sí, ahora nos tenemos que mirar a los ojos”.

Pero no es eso sólo. Han aflorado mil cosas buenas, mil gestos de heroísmo. El pueblo se ha manifestado como un héroe. Ha sido el gran héroe de este tiempo. Familias que han estado en un piso de 40, o 50 o 60 metros y han vivido todo este tiempo luchando contra el aburrimiento, contra la indiferencia, contra la ira que surgía de unos contra otros, porque sale también nuestra pequeñez y nuestra pobreza, y pidiendo perdón… En ocasiones, ha roto familias (espero que sean rupturas más momentáneas y pasionales que otra cosa), pero hay muchas personas que han vivido momentos bellísimos de comunión y de amor que no eran posibles antes. Nosotros nos incorporamos a esa comunión y ofrecemos nuestra humanidad con todo lo que es. Ofrecemos a ese pueblo y se lo ponemos delante al Señor, para que Su misericordia resplandezca sobre todos, llegue a todos. Llegue especialmente a los más abandonados, a los que piensan que no hay nadie que rece por ellos. A las familias que piensan que sus padres se han ido sin poder pedirles perdón, porque no les habían tratado bien antes. Aquellos que sufren por eso, porque no han podido reconciliarse con alguien que se ha ido. Todos formamos parte de la misma humanidad. Si estamos bautizados, formamos parte del mismo Cuerpo, estamos unidos por unos lazos que son más fuertes que los de la sangre, que los de la lengua, que los de la cultura o los de la nación. Somos miembros del único Cuerpo de Cristo, que ha vencido a la muerte.

Hay en el Evangelio de hoy, cuando dice “y el poder del infierno no la derrotará”. ¿Me dejáis explicarlo, aunque sean dos minutos? Porque está mal traducido. Cuando uno escucha ese Evangelio en la versión española, da la impresión de que la Iglesia es como una fortaleza asediada por las olas y que el que ataca y el que asedia es el poder del infierno, y que la Iglesia va a resistir. No es eso. Lo que dice el Evangelio es justo lo contrario. Es decir, es el poder del infierno el que no va a poder resistir, porque lo que dice el texto griego es “las puertas del infierno no resistirán”. Y las puertas no son un instrumento de ataque, los instrumentos de ataque son los arietes, las flechas, las ballestas… pero no las puertas. Entonces, si el Evangelio dice “y las puertas del infierno no resistirán”, quien ataca es Jesucristo, quien ataca es la Iglesia. Y en los iconos orientales, cuando se representa la Resurrección de Jesucristo, aparecen siempre dos puertas rotas a los pies de Jesús: son las puertas del infierno que no han resistido. ¿Por qué? Porque es explicar un pasaje del Evangelio que, si eso no se explica, podemos tener la sensación de… y segundo, porque aunque es verdad que los poderes del mal pueden parecer muy grandes (los poderes de la mentira, los poderes del egoísmo humano, de la ambición humana), y nosotros podemos parecer muy pequeñitos…

Y vuelvo: el gran héroe de la pandemia ha sido el pueblo y un pueblo que es consciente de sí mismo, que vive con sencillez, con libertad y que desea una convivencia hermosa, bella, sana. Es un pueblo en el que se puede confiar. Es un pueblo por el que uno puede dar gracias, es decir “formo parte del Señor y quiero, con él, llegar hasta Ti”. Y algún día podremos abrazar de nuevo a quienes no hemos podido despedir aquí. Y algún día podremos dar gracias con ellos por Tu misericordia, que nadie hemos merecido pero que nos colma a todos, colma los anhelos más profundos de nuestro corazón, de nuestra esperanza humana, de nuestro deseo de verdad, y de bien y de amor, que tenemos todos y que nos constituye como seres humanos. Nosotros Te ofrecemos esto, Señor, en nuestra pobreza y sabemos que Tú nos lo devuelves hecho tu Cuerpo y tu Sangre. Misteriosamente, Tu Gracia nos devuelve lo que Tú nos has dado primero y nosotros Te lo ofrecemos, y luego Tú nos lo das hecho una gracia inmensa que nos permite vivir con esperanza, con alegría; mirar al futuro con ganas, con el deseo de vivir con la mano tendida, de desearnos lo mejor unos a otros; de apoyarnos, de ayudarnos unos a otros, de sostenernos unos a otros en el camino de la vida, hasta que lleguemos a nuestra patria, a nuestro hogar, a los brazos de la Misericordia infinita de Dios.

Que así sea para todos los que estamos aquí. Que así sea para todos los que no están aquí y, sin embargo, forman parte de ese mismo Pueblo. Que así sea, quisiera Dios, para todos nuestros hermanos los hombres.

Por supuesto que ni Cristo ni la Iglesia no tiene ningún poder humano para luchar contra todos esos grandes poderes y, sin embargo, no lo olvidéis, David venció a Goliat. Y la Resurrección de Cristo es un hecho tan único, tan impensable, tan inimaginable para nosotros, que es la victoria que vence al mundo. Literalmente. Por muy grande o poderoso que sea el mundo, el mundo vive bajo el temor a la muerte, bajo la esclavitud del temor a la muerte. Sólo la Resurrección de Cristo vence a ese temor.

Palabras finales
Yo me he contentado con decir en la homilía que el héroe en estos meses de pandemia y de confinamiento, sobre todo, ha sido el pueblo, y no he descendido a detalles, pero todos tenemos en nuestra mente y en nuestra imaginación los millones de gestos (a veces muy pequeños, a veces gestos que sólo ha visto el Señor) de generosidad, de ofrecimiento, de entrega por parte de médicos, enfermeras, voluntarios de todas clases, vecinos que de repente uno ha encontrado sin saber que existían, amigos nuevos… Es decir, ha sido un florecimiento de amor y de caridad que sería imposible desmenuzar en todo su detalle, pero que Dios conoce, que a Dios no se le olvida.

El Evangelio de la semana pasada recordaba que hasta los pelos de nuestra cabeza están contados y que ni siquiera un vaso de agua queda sin recompensa. Y en estos meses ha habido muchos gestos de heroísmo, de abandono de sí, de menosprecio de los riesgos que uno podía vivir por ayudar a otra persona. A veces, una persona que ni siquiera sabía su nombre.

Damos gracias por eso. Que todo es participación del amor infinito de Dios y que a Dios no se Le olvida jamás.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

29 de junio de 2020
S.I Catedral de Granada

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