Fecha de publicación: 1 de junio de 2018

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios (reunido hoy en Granada para celebrar el día más grande en nuestra vida como Iglesia, y de nuestra vida como ciudad); 
muy queridos sacerdotes concelebrantes; 
muy queridos niños y niñas de Primera Comunión, que también os unís de una manera especial a esta fiesta, que es vuestra fiesta más que de nadie; 
queridos hermanos y amigos todos;
excelentísimas autoridades que nos acompañáis en este día también, tan hermoso, y que, después de las lluvias que nos han precedido, hoy nos ha regalado el Señor un día espléndido como corresponde al día del Señor en Granada;

Como reflexión para vivir mejor este momento, también en el momento de la historia del mundo y de nuestra patria que estamos viviendo, hay como dos lógicas, como dos formas de relacionarse con la vida, con las cosas; dos formas de relacionarse unos con otros, que se contraponen o se entremezclan muchas veces. Una es la lógica del poder. La lógica del interés propio. Y la otra es –si me permitís, voy a decirlo con la palabra cristiana que es la que lo expresa verdaderamente bien-, la lógica del sacramento, es la lógica de la gratuidad, es la lógica del servicio, es la lógica de la entrega mutua, es la lógica del Evangelio cuando dice el Señor “el que quiera ser el primero entre vosotros que se haga el servidor y el último de todos”; es la lógica de la Eucaristía, que celebramos hoy, no por rutina, no porque estar juntos es bonito (que lo es –y muchísimo-, y lo necesitamos –y muchísimo-), sino, sencillamente, porque es para lo que Dios nos ha creado, para constituir familias, pueblos, realidades humanas de comunión unos con otros.

La lógica del poder es una lógica destructiva. Destruye a los demás porque uno se vea obligado a lo que el Papa llama “auto referencialidad”, es decir, afirmarse a sí mismo negando a los otros; afirmarse a sí mismo por encima de los otros, en contra de los otros muchas veces. Eso genera resentimientos, odios. Eso da lugar también a toda clase de mentiras, porque nunca puede ser verdad que yo tenga siempre la razón, que yo sea el mejor, que yo busque más que nadie el bien común. Pero, al final, no sólo destruye a los otros. Fijaros, es la lógica que ha regido todas las guerras, quizás desde la guerra de Secesión americana y después, ciertamente, las dos grandes guerras que asolaron el mundo en la primera mitad del siglo XX, y las otras guerras que no dejado de haber por diversas partes del mundo, en diversos lugares, en la segunda mitad del siglo XX, y los nubarrones que se ciernen sobre el mundo constantemente también en estos comienzos del siglo XXI. Es una lógica en la que uno se afirma a sí mismo haciendo daño a los demás, conquistando, venciendo, a los demás, derrotando a los demás, eliminando a los demás.

Pero lo más dramático de esa lógica es que nos derrota, nos daña, nos destruye a nosotros mismos. Destruye a los otros, pero destruye también a quienes la ejercitan. Tiene un efecto “boomerang” terrible. Sólo la segunda lógica, sólo la lógica de la Eucaristía, del Sacramento; sólo la lógica que nace del Señor, que amó tanto al mundo que entregó a su Hijo al mundo para que el mundo se salve por Él; sólo la lógica del amor da lugar a un mundo humano. La del poder es siempre destructiva. La del amor construye siempre. Y es verdad que el amor no tiene signos fuertes de poder y parece que está condenado siempre a ser derrotado. Pero, al final es el amor el que vence. Es el amor el que construye nuestros corazones, nuestras vidas, nuestras personas, nuestra ciudad, nuestra sociedad. Es la permanencia del amor, muchas veces anónimo, oculto, silencioso, que no ocupa casi nunca, o nunca, las primeras noticias de los medios de comunicación, el que hace que nuestra sociedad sea vivible. Una sociedad que estuviera explícitamente regida por el poder, y nada más que por el poder, y cuyas relaciones fueran sólo de poder, sería una sociedad insoportable para los mismos que la componen. Algo de eso ya hay. Cuando nuestras sociedades tienen el problema de comunicación de la vida y de don de la vida, tienen el problema de que no nacen niños, en la raíz más honda no está sólo el egoísmo, o las dificultades obvias de llevar una vida familiar en el mundo que hemos construido, hay también un desamor a la vida, una forma de suicidio semiconsciente, colectivo, porque uno dice “para vivir con esta esclavitud realmente qué don le deja uno a los que vienen detrás de nosotros”. Si toda la tarea de su vida es producir y consumir, si todo lo que tienen que hacer en su vida es tratar de ganar dinero acosta de lo que sea, acosta de sobrevivir, o para lo que se llama vivir bien, que nunca sabe uno lo que es.

Sólo la lógica sobrenatural del sacramento es plenamente humana. Sólo la lógica de Dios, del Dios que es Amor, no del Dios que es poder, del Dios que es Amor, del Dios que entrega a su Hijo por nosotros, del Dios que se da, es capaz de explicar lo más hondo que hay en nuestro corazón y es capaz de dar sentido a la tarea de vivir, a la tarea de fundar una familia, a la tarea de anhelar, con todas las dificultades que pueda haber, un amor entre hombre y mujer que permanezca hasta la muerte, un amor de padres a hijos, un amor de hermanos, una sociedad de hermanos y de amigos.

Estas dos lógicas existen en el mundo sin duda ninguna, y las vemos con nuestros ojos, a todas horas. Las podemos distinguir. Vemos sus efectos destructivos. A veces miramos para otro lado. Tratamos de no pensar en ello. Pero sabemos en el fondo de nuestro corazón que sólo cuando abrimos nuestro corazón al amor somos verdaderamente nosotros mismos. Y que sólo podremos ser nosotros mismo plenamente cuando abrimos nuestro corazón a la gracia, al amor que Dios nos da, a la misericordia infinita que Dios nos da.

Pero estas dos sociedades, estas dos lógicas, estas dos formas de vivir se “infiltran”, existen también dentro de la Iglesia y nos hacen daño, mucho daño. O bien porque vinculamos nuestra vida cristiana a una determinada posición política, lo cual es suicida para quien tiene que ser, como el pueblo cristiano, testigo ante todo, de la Primacía de Cristo y del Amor de Cristo. Y se mete en nuestras realidades eclesiales, basta que nos movamos por intereses, basta que cultivemos nuestros intereses, que nos afirmemos a nosotros mismos frente a los demás. Me da lo mismo que sean cofradías, comunidades, grupos cristianos, estructuras de cualquier tipo en la Iglesia. Nos daña. Daña.

Decían los Padres de nuestra fe, los cristianos de los primeros siglos, la Eucaristía está hecha de granos de trigo de muchas partes, diferentes todos ellos, unidos en el Cuerpo de Cristo. Y la Iglesia está hecha de personas, de realidades distintas, cuya característica si somos cristianos, si podemos decirnos cristianos sin mentir, ha de ser buscar -lo dice San Pablo- “el bien los unos de los otros, considerad a los demás mejores que vosotros mismos”. Es lo mismo que decía el Señor: “El que quiera ser el primero que se haga el último”. Y todo lo demás son concesiones al espíritu del mundo que hieren y envenenan nuestro corazón y nuestra vida cristiana. Cuánto daño hace que un grupo hable mal de otros grupos; que una parroquia considere su parroquia por encima de otras; que una realidad eclesial se sienta superior a las demás y las desprecie, o trate de manipularlas para sus intereses y para su servicio.

Mis queridos hermanos, somos hijos de un Dios que es Amor. Somos hermanos del Hijo de Dios que ha entregado Su Vida por la vida de nosotros que ninguno la merecemos; ha derramado Su Sangre para que nosotros vivamos. Somos miembros de un cuerpo, distintos -gracias a Dios-. El Amor de Dios es creativo. La gracia es siempre extraordinariamente imaginativa y rica, como distintos son los miembros del cuerpo. Pero todos, todos, si estamos en el cuerpo, es para el bien del cuerpo entero. Todos, todos los cristianos que formamos una sociedad tenemos que vivir para el bien de esa sociedad, para el bien común. Qué concepto más perdido, abandonado en nuestro lenguaje social y en nuestro lenguaje político, porque es un lenguaje que sólo se aprende aquí, aunque parezca un lenguaje al alcance de todo el mundo. Como la palabra “amor”. También parece al alcance de todo el mundo. Como la “solidaridad” parece al alcance de todo el mundo. El amor de los esposos parece una cosa natural al alcance de todo el mundo. La vida humana sólo es plenamente humana gracias a Cristo, no perdamos ese tesoro. Sacar a las calles de nuestra ciudad el Sacramento de la Eucaristía es un confesión de fe, pero es la confesión de fe de que la meta en nuestra vida a la luz de Ti, Señor. Es el amor a todos. Y el perdón. Y el deseo del bien para todos.

Mis queridos hermanos, qué día tan precioso, para dar gracias como la damos en cada Eucaristía, por Cristo nuestro Señor, que nos ha abierto ese horizonte; que nos hace posible, por una vez y por única vez en la historia, salir de la tragedia. Sólo en Cristo la humanidad tiene la posibilidad de vivir una humanidad plena. Torpe, llena de pecados, con miserias, con todas nuestras pequeñeces, con caídas por las pasiones una y otra vez, pero bañada en la infinita misericordia que regenera el corazón y que permite anhelar para todos la vida eterna. Sólo Cristo nos hace posible salir de la tragedia de vivir, o del olvido, distraído sencillamente, que, como no resiste la tragedia de pensar, uno vive como si la vida fuera un circo permanente. Pero uno sabe que eso es vivir en la mentira. Eso lo sabemos todos por dentro. Sólo Cristo nos permite vivir una vida de hermanos. Sólo Cristo nos permite vivir la vida humana, la vida que consideramos muchas veces –equivocadamente- natural, razonable, buena.

Mis queridos hermanos, que seamos conscientes de lo que hacemos esta mañana, llenos de gratitud al Señor porque nos ha abierto el horizonte de la vida verdadera, en todas las dimensiones de la vida, desde la vida esponsal hasta la vida política. En todas las dimensiones de la vida, Cristo nos abre el horizonte de la humanidad plena. Y Le pidamos al Señor que no seamos demasiado indignos (lo somos, seguramente lo seguiremos siendo) de una gracia tan grande como la que hemos recibido. Es el secreto de la esperanza del mundo. No lo tiremos por la calle, no lo malgastemos, no los despreciemos, porque es lo más grande que hemos recibido y es la única esperanza que podemos transmitir a un mundo que necesita esas dos cosas como el aire para respirar. Mucho más grave que el problema de la contaminación de nuestros campos, de nuestras ciudades, de nuestros ambientes, es la desesperanza y el desamor que se han implantado en nuestro mundo. A eso hay que ofrecer una resistencia férrea. Y no la haremos nosotros solos por nuestra “cara bonita”, ni por nuestra fuerza de voluntad. Sólo la haremos si acogemos el don del amor sin límites de Cristo.

Cantemos al Amor de los amores con toda la conciencia de que ese canto no es un canto folclórico, sino cargado de consecuencias para nuestras vidas.

Que así sea para vosotros, para nuestra Iglesia; que así sea, para nuestra sociedad, para nuestra querida Granada, para nuestro mundo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

31 de mayo de 2018
S.I Catedral de Granada
Eucaristía en el jueves del Corpus Christi

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