Fecha de publicación: 13 de junio de 2017

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos miembros de esta preciosa coral, donde están también algunos pueri cantores;
queridos amigos todos;

Celebramos hoy la fiesta de la Santísima Trinidad, el domingo con el que terminan las celebraciones del año litúrgico. Yo no voy a subrayar más que un aspecto de lo que implica creer en el Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo para nuestra vida.

Nosotros solemos pensar normalmente que lo importante es creer en Dios. Y nos imaginamos a Dios como un ser, de algún modo, que está fuera del mundo y que gobierna y rige el mundo con un Ser de Dios, una cosa “añadida” al Ser de Dios. Y sin embargo, yo quisiera haceros conscientes de que creer en Dios como quien cree en un ser (pongo el artículo indeterminado “uno” delante: “un ser”) es inmediatamente generar unas relaciones entre Dios y el mundo que son, por esencia, de poder más que de amor, y por lo tanto dar lugar a una imagen del mundo donde las relaciones humanas tienden a ser más de poder que de amor e introducir en el mundo un factor de violencia inequívocamente.

Sólo del Dios Trino se puede decir “Dios es Amor”. Sólo del Dios Trino se podría decir lo que hemos escuchado en el Evangelio de hoy: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo, no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. Sólo del Dios Trino se puede decir que crea al mundo por amor. Y que no contento con crearlo y derramar su amor fuera de Sí mismo sobre todas las criaturas, cuando la libertad del hombre se extravía corre el riesgo de enviar a su Hijo hasta la muerte para recuperar la unidad entre Dios y la Creación; para hacer paz de nuevo. Sólo un Dios que es Trino se puede decir es el Dios de la paz.

Hay muchos aspectos que damos por supuesto en una historia cristiana y que provienen del hecho de la Trinidad de Dios: la igualdad en la diferencia del hombre y la mujer; la bondad de la multiplicidad de la diferencia entre las culturas y los seres humanos; el hecho de que la multiplicidad no es una decadencia, ni necesariamente la introducción de un mal en una división entre lo que es uno, y por lo tanto una concepción de la unidad que no es homologación, sino que es realmente una unidad de amor; la amistad como fundamento y alma de toda relación humana, también de la relación matrimonial, también de las relaciones entre lo que llamamos amigos, entre los compañeros, la amistad como clave y ley de la vida humana, porque es la clave del modo como el Hijo se ha relacionado con nosotros. En la Última Cena el Señor dirá
-es la única vez en el Evangelio que aparece esa palabra-: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor. A vosotros os llamo amigos”. Y da la razón de esa amistad: “Porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”. El fundamento de la amistad es un don que no oculta nada, que no se reserva nada. Sólo un Dios que es amor, sólo un Dios que es Trino y que, por lo tanto, no escasea en su relación de amor, es un Dios que no tiene ninguna fisura para la violencia; es un Dios de paz; es un Dios cuyo único quehacer en la historia es reclamarnos o darnos la posibilidad de crecer en la paz.

Cada uno de estos aspectos de la experiencia cristiana daría lugar a reflexiones muy ricas, y muy ricas para la vida, muy ricas para la comprensión incluso de lo que es el matrimonio, o de la relación de amistad como fundamento de toda la vida social en todos los niveles. El cristiano, el que ha conocido la amistad del Hijo de Dios, el que se ha encontrado con Jesucristo, desea sencillamente construir un mundo de amigos, desea construir un mundo de paz, desea amar a cualquiera con quien se encuentra con el mismo amor con el que nosotros hemos sido amados por Jesucristo. Sólo un Dios que es Trino elimina de la vida o va quitando de la vida esa faceta del cálculo que siempre rige sin querer nuestras relaciones humanas y que es fruto del pecado y que nos separa, nos separa unos de otros. El amor de Dios rompe ese cálculo, porque Él no ha calculado con nosotros. Si Dios hubiera calculado, no habríamos sido nunca redimidos, porque nosotros no le podemos dar a Dios nada. Si Dios fuera un Dios solitario, a lo mejor sí le podíamos dar compañía o dar el placer de una servidumbre exacta y fiel, pero cuando Dios no necesita nada, cuando todo lo que es participa del Ser sobreabundante y del Amor sobreabundante de Dios, entonces, uno entiende que también el amor humano no es un mecanismo de cálculos y de juegos, de chantajes afectivos, que tienden a dominar y a envenenar todas nuestras relaciones del mundo en el que estamos. Hasta el matrimonio muchas veces se concibe como “yo te doy tanto, tú me tienes que dar tanto”, “yo pongo esto y tú no pones nada”, o “yo pongo más que tú”. Todas esas cuentas destrozan lo que es el amor gratuito, que es el amor que nos distingue de las especies animales; es el amor que contiene dentro de sí la imagen y semejanza de Dios.

De todos esos aspectos del amor humano es posible hablar e iluminarlos desde la Trinidad de Dios. Y eso es lo que cambia el cristianismo con respecto a cualquier otra experiencia religiosa de la historia. Y ésa es la novedad profunda introducida por Jesucristo y que ha dado lugar a esa explosión de humanidad bella que es la vida y la historia de la Iglesia.

Pero yo voy a fijarme solamente en un aspecto, y un aspecto que seguramente casi nunca pensamos y casi seguro no habéis pensado vosotros muchas veces. Y es que el amor implica el dejar ser. Porque Dios es Trino, porque comunica toda la vida de una manera gratuita y sin necesidad de retorno, sin cálculo sobre el retorno, Dios deja a las criaturas ser lo que son; Dios deja a la historia -si queréis- extraviarse, tiene tal confianza en el triunfo de su amor que no está obsesionado porque las criaturas vuelvan a la verdad. Lo hace con paciencia. Lo hace dejando ser. Lo hace dejando al hombre extraviarse. Lo hace dejando al hombre equivocarse.

Un aspecto del amor gratuito de Dios es que deja ser. Voy a poner sólo dos ejemplos de la vida en los que vais a percibir con claridad qué es lo que quiero decir. Cuántas veces el matrimonio y cuántas dificultades pone en la relación esponsal, en los esposos, el hecho de que uno tiene un proyecto sobre el otro: uno quiere que el otro sea lo que yo quiero que sea, incluso a lo mejor con el tiempo cuántas personas, a veces, cuántas veces un matrimonio ha nacido ya desde el principio plagado de dificultades porque él o ella ha pensado “mi marido tiene estos problemas pero yo le voy a sacar de estos problemas”. Uno se constituye como salvador del otro pero a base de hacer un proyecto sobre el otro y de exigirle al otro lo que yo quiero que sea, lo que yo he pensando que sea, lo que yo he elaborado en mi imaginación que tiene que ser: yo sería muy feliz si mi marido o mi mujer fuera lo que yo me he imaginado que yo quería que fuese pero no le dejo ser. Ese “no dejar ser” es una forma sutil, terrible, de dominio en el fondo, y una falta de confianza en la libertad del otro que refleja una fragilidad del amor.

El amor, que es amor grande, tiene una confianza siempre sin límites como la que Dios tiene con nosotros (sin límites) en la capacidad del otro de respondernos libremente, de darnos libremente lo que quiera darnos; y lo que no quiera darnos no sirve que me lo dé a la fuerza. No sirve de nada que mi marido o que mi mujer haga lo que yo quiero porque yo se lo exijo, porque yo me empeño. Si no sale libremente de la persona… Igual que Dios no quiere que nosotros hagamos el bien, como “a la fuerza”, como obligados. Dios no quiere un servicio así. Son los amos lo que quieren servicios de esclavos. Pero Dios no es un amo. Dios es amor y quiere que sus hijos le quieran libremente. Por eso, el primer mandamiento es “Amarás a tu Dios con todo tu corazón”. Y el segundo igual. Toda la ley es amor y el amor no puede ser más que libre. Por lo tanto, Dios respeta siempre -como una libertad sagrada, exquisitamente- nuestra libertad.

Pero os pongo otro ejemplo, luego vosotros podéis hacer mil aplicaciones a vuestra vida personal. Los padres y los hijos. Qué difícil es que los padres dejen ser a sus hijos los que son. Muy muy difícil. Quieren que sean de una determinada manera y, normalmente, como los padres tienen conciencia de sus propios defectos, qué fácilmente, justo en las personas que más queremos, queremos que no tengan defectos. Cuanto más se parecen a nosotros nuestro hijos, más les regañamos, porque más vemos en ellos un espejo de lo que somos nosotros.

Dejar ser. Dejar ser no es despreocuparse. Dejar ser no es decir “da lo mismo todo, en esta casa no tiene que haber reglas y que cada uno haga lo que de la gana”. No. Ahí estamos ya introduciendo de nuevo nuestra concepción pobre y moderna de la libertad. Dejar ser es seriamente dejar ser; es seriamente amar a la persona, y amar su libertad, y ayudar a ejercitarla, y reconocer, cuando esa libertad es frágil, que la mía también es frágil y que a lo mejor lo que podemos hacer es ayudarnos en el ejercicio de esa libertad. Pero no empeñarse, no empeñarse. Ese empeñarse es la mejor garantía del fracaso de los padres en la educación de los hijos que uno ve una y otra, y otra vez. Dios es Amor. Y la modalidad en que Dios es Amor implica ese dejar ser, esa confianza en el triunfo final del amor que no teme el ejercicio de la libertad, que no es sobreprotectora, que no está siempre como a la defensiva, que ama la libertad, porque sólo la libertad es capaz de amar. Sólo la libertad es capaz de amar.

Mis queridos hermanos, en esto se puede ahondar muchísimo, pero yo no hago más que esbozar una cosa. Creer en el Dios Trino está cargado de consecuencias para la vida. Y está implicado en el acontecimiento de Cristo. No es ningún añadido. La Trinidad no es ningún añadido a una experiencia de Dios como un ser. No. Conocer a Jesucristo es empezar a relacionarse con el Padre como Él se relaciona con el Padre, y es participar de su Espíritu y vivir, empezar a vivir y aprender a vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios, y empezar a entregarse a Dios con un corazón libre, que eso es lo único que nos hace buenos. No cumplir, no cumplir con unas exigencias o unas leyes, sino amar, amar, amar como hijos libres de Dios, devolver algo del amor infinito que nos es dado todos los días en el mero acto de respirar.

Que el Señor nos deje asomarnos un poquito a esto que llamamos misterio no porque sea oscuro ni difícil, sino sencillamente porque es demasiado grande para dominarlo; demasiado bello para controlarlo; demasiado verdadero y con demasiada luz en nuestra vida para poder adueñarnos de ella. Sólo podemos abrirnos y dejar que nos invada, y dejar que esa luz vaya transformando nuestro corazón en un corazón más parecido al de Dios, que para eso sí que ha entregado el Hijo de Dios su Sangre por nosotros.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

11 de junio de 2017
S.I Catedral

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