Fecha de publicación: 23 de abril de 2018

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo; amada hasta tal punto que Él ha entregado su vida por ella, por ese pueblo santo de Dios al que todos pertenecemos-;
muy queridos sacerdotes concelebrantes (saludo de manera muy especial a los Rectores de los dos Seminarios diocesanos);
queridas hermanas religiosas, que estáis aquí y hacéis más plena la realidad de ese Pueblo santo de Dios, reunido junto a su pastor en la Eucaristía dominical;
queridos miembros de la Coral Lauda (aprovecho la ocasión para renovar públicamente una promesa que hice, que fue la creación de una escuela de música litúrgica en Granada, como escuela diocesana, con el nombre de Juan Alfonso García;
queridos hijos, amigos, hermanos que vais a recibir los Ministerios de Lector y Acólito, y que vais a ser admitidos a las Sagradas Órdenes;
queridos hermanos y amigos todos:

Saludo muy especialmente a dos grupos de personas. Un grupo de sordos, con vuestra intérprete. No sé usar vuestro lenguaje por desgracia, pero os quiero mucho. Y saludo también a un matrimonio que acaba de tener un hijo. Recuerdo haber oído de sus propios labios a San Juan Pablo II que después de la noche o el día en que el Hijo de Dios se hizo hombre y nació en Belén, lo más importante que pasa en la historia es que nazca un niño. ¿Y qué tiene que ver con una celebración aquí, que es para clérigos y para personas que van a ser sacerdotes? Pues, que vosotros vais a estar al servicio de esa historia que no deja de ser la historia del amor de Dios con los hombres. Y estaréis, si sois sacerdotes un día, por la gracia de Dios, al servicio de los matrimonios y al servicio de las comunidades humanas, donde un matrimonio puede florecer y donde una familia puede florecer y donde unos los niños pueden crecer llenos de alegría, porque saben que el mundo es un lugar de amor y no un lugar hostil donde nos sentimos arrojados y tirados, y no sabemos qué hacer con nuestras cosas, ni con nuestra vida. Para eso es nuestro sacerdocio. Para eso vino el Hijo de Dios: para que pudiéramos vivir contentos. “Yo he venido –dijo el Señor- para que mi alegría esté en vosotros y para que vuestra alegría llegue a plenitud”. Señor, Tú has sufrido la Pasión para que yo pueda estar contento siempre, y nosotros, sacerdotes, no hacemos mas que ser absorbidos, tomados, acogidos por Cristo para ser su presencia viva, sin límite.

Esta celebración tiene lugar en el día del Buen Pastor, que no es el día nuestro. El Buen Pastor es el Señor. Nosotros somos, todos –empezando por mi- zagalillos del Señor, cada uno con su vocación, con su misión distinta, pero el Buen Pastor es Cristo, el modelo de todos es Cristo. ¿Y qué hace Cristo? Dar la vida por su rebaño y dar la vida libremente; libremente, gozosamente, porque nada hace más grande a un hombre que dar la vida. La grandeza mayor de un varón es dar la vida por una mujer. Eso es lo que Cristo nos enseña en cada Eucaristía. Y la grandeza mayor de un sacerdote es dar la vida por esa familia que es la familia de Dios; que es la Esposa de Cristo, a la cual nosotros tenemos que amar (no tenemos corazón bastante grande para amarla como tiene que ser amada). ¿Pero cuál es la referencia?: el amor sin límites de Cristo. Que nos os hacéis cura para que la Iglesia cuide de vosotros… Es un privilegio precioso gastar la vida por la mujer más hermosa que hay en la tierra cuyo espejo es la Virgen María y cuya realidad es la Iglesia.

Os ha llamado el Señor, os ha escogido el Señor, para que sirváis y os gastéis. San Pablo decía, en alguna ocasión, “con gozo me gastaré y me desgastaré por vuestras almas”; en otra ocasión, dice: “Soy siervo de vuestra alegría”. Son expresiones preciosas de lo que es el sacerdocio. “Siervo de vuestra alegría”: qué manera más bonita de decir lo que somos.

Hoy vais a recibir los Ministerios de Acólito y de Lector. En la liturgia no hay nada que sobre ni nada que falte cuando se hace bien. Y es muy expresivo, cómo vais a aprender a ser eso, pastores junto con el gran Pastor, que guía y conduce a la Iglesia a través de la historia que es el Señor: dos escuelas, la Palabra de Dios y la Eucaristía. Cuando digo que el camino es educativo, es para vosotros la Palabra de Dios no digo que os tengáis que aprender de memoria la lista de los reyes de Israel y de Judá. ¿En qué sentido nos educa la Escritura? La Escritura es la historia del amor infinito de Dios por los hombres. Lo que hay que entender son sus grandes vectores, cómo los hombres lo estropeamos una y otra vez, y cómo Dios se mantiene fiel a su Alianza. Dios fue educando a aquel pueblo con una paciencia, con un amor exquisito, irritándose a veces (porque el amor también se irrita), pero Dios mismo fue educando para que supiéramos que esa irritación suya no duraba nunca. Eso se cumple en Jesucristo: la victoria del amor de Dios sobre el pecado y sobre todas las consecuencias del pecado, la más grande la muerte (que no es el hecho de que sin pecado no hubiéramos tenido que morir, sólo que no nos imaginamos, no somos capaces de imaginarnos en un mundo en el que no hubiera pecado. Lo que sería morir en un mundo donde la Creación fuera transparente y pudiéramos ver en todo ello a Dios, y estuviéramos absolutamente ciertos y seguros de que cruzar la muerte es madurar como un fruto y echarse en los brazos de Dios. Pero la vida se nos ha vuelto oscura por causa del pecado).

Por lo tanto, aprender la Escritura es aprender cómo el amor de Dios trata a los hombres y educarse en ese amor, siempre victorioso, siempre paciente, siempre dispuesto a empezar de nuevo la historia; siempre dispuesto a perdonar, y a entregarse de nuevo por su pueblo, con una entrega libre y sin límites como la que nos ha hablado el Señor en el Evangelio.

Y la Eucaristía, todavía mucho más claro. Puede uno pasarse veinte años repitiendo “tomad, comed, esto es mi cuerpo” y yo no estoy nunca repitiendo las palabras de Jesús, porque las tengo que decir yo; y las tengo que decir yo a ese pueblo que tengo delante. Naturalmente que las digo “in persona Christi”, es decir, que es Cristo quien las dice. Y soy yo quien las dice al mismo tiempo, y tengo que poder decir “este es mi cuerpo para vosotros, disponed de él”. Y es posible que os traicionen, que os mientan, todo lo que los hombres hicieron con el Señor lo pueden hacer con nosotros. No importa. El amor de Dios revelado en Jesucristo es siempre victorioso, siempre triunfa: triunfa de la mentira, triunfa de la ambigüedad, triunfa de nuestra mezquindad y de nuestra pobreza, triunfa de nuestras miserias, a veces tremendas.

Diréis, eso de los sacrificios humanos pasaba antiguamente y ahora el mundo es otra cosa, porque después de veinte siglos de cristianismo… Sí, después de veinte siglos de cristianismo, bombardeamos y destruimos un país en diez días, y mueren ciento cincuenta mil personas como pasó hace pocos años en Libia y nadie levanta una voz. ¿Sabremos alguna vez los muertos que ha habido en Siria estas últimas semanas?, ¿sabremos alguna vez la verdad de lo que ha sucedido allí? La voz más libre que hemos podido oír es la voz de los Patriarcas, de los obispos orientales, y que se juegan la vida por el hecho de decirlo, igual que se la juegan sus fieles. Son un testimonio vivo de Cristo en este momento. Que esa guerra es falsa, que esa guerra desde el principio es una inmensa mentira y van cientos de miles de personas sacrificadas. Va a desaparecer un país por intereses económicos, políticos, exclusivamente, y nosotros entretenidos con que si una universidad dio un master o no dio un master. Y los hombres muriendo por miles delante de nuestras narices y acostumbrándonos a ello como si fuera parte del desayuno de cada mañana.

¡Santo Dios, no os escandalicéis nunca por cómo está el mundo! PedidLe al Señor que en vuestro corazón triunfe siempre el amor; el amor a los hombres por encima de todo. Ese es nuestro Dios. Ese es Jesucristo. Que viene un hombre roto (que ni siquiera sabe que está roto), que pueda recibir la ternura, la caricia, el abrazo, el perdón, la misericordia infinita del Señor. ¿Que está a cientos de miles de kilómetros de lo que es la fe? Razón de más para acercarse. Hay personas que el día que encuentran a Dios por primera vez Le encuentran para siempre, y viven para siempre de ese encuentro.

Sois una prueba de la fidelidad de Dios. Sois un tesoro para toda la Iglesia. Que el Señor, que ha empezado en vosotros esta obra buena, que Él la lleve a plenitud, para que se multiplique el número de los que dan gracias a Dios; que la den por vosotros, por cada uno de vosotros, que la den siempre por vosotros, porque en vosotros pueden reconocer la imagen humana, pobre, pequeña, del amor infinito con el que Dios ama a cada hombre y a cada mujer.

Vamos a comenzar con el rito y a dar gracias a Dios por esta historia que, cumpliendo la promesa del Señor, no acaba. Caen los regímenes, caen los imperios, caen los sistemas políticos y los sistemas filosóficos, cae todo. Y la Iglesia pequeñita, o grande, un resto de Israel, pero ahí permanece. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y Dios es fiel. Y cumple siempre sus promesas.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

22 de abril de 2018, Domingo del Buen Pastor
S.I Catedral

Escuchar homilía

Palabras finales de Mons. Javier Martínez antes de la bendición final.

Antes de la oración final y la bendición, me parece un deber de justicia que cumplo con muchísimo gusto dar las gracias a las familias, en primer lugar. De una manera o de otra, por caminos que sólo Dios conoce, pero vuestra historia y vuestra presencia es esencial para que estos chicos hayan podido dar el paso como lo dan hoy, con alegría y con tanta sencillez. También a las comunidades en las que habéis crecido. Más y más tomamos conciencia de que los sacerdotes nacen de la Iglesia y nacen para la Iglesia, y es la Iglesia la que los “cría” (es la Iglesia la que nos cría a todos, es nuestra Madre), y es la Iglesia la que los cría y los educa también para que sean buenos sacerdotes.

Dios mío, gracias a todos. Especialmente dirigido a los padres, que no sólo no perdéis nada. El don más pequeño que parece que le hacemos a Dios al Señor (porque nunca le damos nada que Él no nos haya dado primero), los hijos que parece que le dais a Dios os los ha dado Él a vosotros; por lo tanto, no entregáis nada vuestro al Señor, ni el Señor roba nunca nada a nadie. Al revés, el Señor da siempre al ciento por uno. Por lo tanto, la enhorabuena es de corazón, con toda el alma. ¡Enhorabuena!

Luego por aquí hay jóvenes. Que si un día el Señor llama a la puerta de vuestro corazón, no le cerréis esa puerta; que, de nuevo, el Señor no roba nada, que el Señor sólo cumple, cumple hasta el fondo los anhelos de nuestro corazón, en cualquiera de los caminos. En el matrimonio necesitáis al Señor. Los esposos para aprender del Señor cómo se es esposo, y las esposas para aprender el misterio de la humanidad redimida, de la santidad que siempre habrá en la Iglesia, cómo se es buena esposa y buena madre, de la Virgen. Pero que si el Señor os llama para pertenecer por entero a Él, o si os llama para ser sacerdotes, que no le digáis que no.

Y las familias necesitan ese testimonio. Lo mismo de las esposas de Cristo que de los sacerdotes, y de la paternidad espiritual de los sacerdotes, para que la familia de Dios pueda sentirse fortalecida por los pilares que Él ha escogido para ser vuestros guías, vuestros compañeros de camino, vuestra fortaleza en los momentos de dificultad y el indicador de vuestra esperanza.

Que pidamos, que el Señor nos dé las vocaciones que vosotros necesitáis, que el pueblo cristiano de Granada necesita. No dejéis de pedir ese regalo al Señor. No os olvidéis nunca de esa oración y estad seguros de que el Señor os escucha. Fue lo único que Él nos dijo: “Pedid al Señor, al dueño de la mies, que envíe obreros a su mies”. Si no tenemos los suficientes, seguro que es porque no se lo pedimos lo bastante, empezando por mi, así que ahí nos convertimos todos y a empezar a pedir.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

22 de abril de 2018, Domingo del Buen Pastor
S.I Catedral

Escuchar homilía