Fecha de publicación: 24 de octubre de 2017

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
miembros de la Fundación Oriol-Urquijo, que nos acompañáis hoy en este Eucaristía, que sois hermanos y amigos;

Las Lecturas de hoy son ricas, demasiado ricas para ser expuestas en unos poco minutos. Y aún así también son, es cierto, especialmente apropiadas para un momento como el que estamos viviendo en nuestra patria, y por lo tanto, a la luz de esas Lecturas podemos obtener actitudes, criterios, criterios de juicio, renovar algunas categorías de nuestra fe, que tal vez necesitamos justamente en los momentos de mayor dificultad.

La Primera Lectura insiste dos o tres veces sobre una experiencia fundamental del pueblo de Israel pero recogida también en la nueva Ley, recogida por Cristo y recogida en la vida de la Iglesia. Es el subrayado que hace el profeta cuando dice, poniéndolo en boca de Dios: “Yo soy el Señor y no hay otro. Yo soy el único Dios”. Que Dios sea la referencia última, que Dios sea en nuestra vida la medida y el criterio de todas nuestras otras relaciones, que tienen sus raíces, su contenido y su plenitud sólo en Él, es algo que está muy lejano de nuestra experiencia cotidiana, como cristianos en general. Tenemos muchas otras pertenencias que nos acaloran más, que determinan más nuestra vida. Es cierto, la palabra Dios cubre conceptos muy bastos, y por lo tanto, también en nuestro mundo, muy vagos. El Dios cristiano no es el Dios del judaísmo ni siquiera (lo es en un cierto sentido: hemos recibido del pueblo judío toda la experiencia de la historia, desde Abraham hasta la Virgen María, pero es verdad que esa experiencia ha sido transformada y ahondada de tal manera por Jesús que es una nueva ley. Con la Resurrección de Cristo empieza una nueva Creación y toda aquella herencia queda transformada de un modo singularísimo, único, del que muchas veces nosotros no somos conscientes).

El Dios cristiano tampoco es el Dios del Islam, en absoluto: el Dios que es meramente el más grande, el más poderoso. Tampoco es el Dios del deísmo, ni de la modernidad: un Dios que está fuera del mundo creado. Todo lo que somos de bello, de verdadero, de bueno, incluido nuestro cuerpo, incluida nuestra materia, incluida la materia del mundo (las montañas, las galaxias), todo participa en el Ser de Dios. Dios es infinitamente trascendente al mundo, pero Dios no está fuera del mundo y ése es uno de los dogmas del mundo moderno que tendríamos que abandonar, una de las fuentes de idolatría que tendríamos que abandonar. Porque, ¿sabéis lo que pasa cuando uno pierde el culto al Dios verdadero? Que, como nuestro corazón está hecho para servir, terminamos siempre sirviendo a otros dioses.

En el mundo antiguo, los dioses eran siempre los dioses de la nación. Al final, la pertenencia a la nación era la pertenencia última de todas. Eso queda roto en Pentecostés, como pertenencia última del hombre. Es curioso que en la mañana de Pentecostés, el primer día, por así decir, de manifestación pública de la Iglesia, el autor de los Hechos de los Apóstoles hace una especie de recorrido, de mapamundi visto desde Jerusalén, del mapamundi al que podía tener acceso un hombre de la cultura mediterránea en aquel momento, para decir que todos esos pueblos formamos una sola nación porque participamos del Espíritu del Hijo de Dios, y ese Espíritu determina nuestra pertenencia. ¿A quién pertenecemos los cristianos? A Dios. ¿Cuál es nuestra patria? El Cielo. Y fijaros, no se trata de contraponer esa pertenencia o esa patria a ninguna de las otras. Si se contraponen, es sólo por un procedimiento, que podríamos decir, pedagógico, de la misma manera que contrapone Jesús el amor a Él y el amor a los padres, que es un amor sagrado: “El que ama a su padre o a su madre más que a mi no es digno de mi”. Dices, ¿es que Jesús no quiere que amemos a los padres? No, en absoluto. ¿Es que quiere Jesús que no amemos nuestro pueblo, nuestra patria, la polis a la que pertenecemos, la ciudad de la que somos parte, en la que participamos? (Habría ahí que matizar algunas cosas, porque en el mundo moderno, en el mundo actual, es discutible, igual que yo diría de lo que es la vida de la cristiandad, de lo que es la vida de la Iglesia hay retazos, residuos, trozos, fragmentos sueltos, pero no tenemos una imagen visible también de las patrias, también de los pueblos. Yo creo que a lo largo del siglo XX se han destruido tanto que la misma idea de nación son ideas transformadas políticamente al servicio de organigramas y esquemas de poder, que son los Estados modernos).

Digo simplemente que o servimos a Dios, o servimos a algunos otros ídolos. Y uno de los ídolos más grandes es la nación. Y casi es inevitable que cuando hemos sacado a Dios de la Creación y del mundo, y casi toda la cultura moderna desde el deísmo para acá, desde los principios de un cierto Renacimiento pagano para acá, Dios ha estado fuera de la Creación, y por lo tanto, fuera de la realidad. Ha sido un Ser omnipotente, pero que estaba ahí fuera, del que no participa la realidad, del que no participamos nosotros, del que no participa nuestro corazón y nuestro amor por ejemplo, del que no participa nuestra libertad o nuestra razón. Y de ahí, contraposiciones que han marcado todo el pensamiento moderno, entre razón y fe, entre fe y razón, entre gracia y libertad, entre Dios y la realidad misma, que nos han hecho posible a los hombres de hoy percibir a Dios como un obstáculo, un obstáculo de nuestra libertad, un obstáculo a la realidad. Ahí hay premisas muy profundas, muy profundas, pero que nos hacen sustituir el Primado de Dios, del Dios verdadero, del Dios que es Amor, por ídolos. He mencionado antes algunos de esos ídolos. Menciono otros que son probablemente mucho más decisivos en nuestra vida. El poeta inglés Elliot, en sus “Coros sobre la roca” lo mencionaba: “Han sustituido a Dios por ningún otro Dios y sólo quedan estos tres: el dinero, la lujuria y el poder”. Dios mío, a esos dioses los servimos con toda nuestra alma, los amamos como si de ellos dependiera la salvación, nos entregamos con alma y vida haciendo sacrificios por ellos más que los cartujos han hecho jamás por el Dios vivo, muchos más. Esos son nuestros ídolos. Esos son nuestros dioses. Ninguno de ellos tiene el poder de salvarnos. Ninguno de ellos tiene el poder mas que de devorarnos, que es lo que hacen los ídolos. Y ésa es la lección, la enseñanza de esta Escritura, sutil si queréis: sólo sirviendo al Dios verdadero (el Dios verdadero no está en contraposición con nada que somos, el Dios verdadero nos permite vivir lo que somos, nos permite florecer, el Dios verdadero no hace libres), servirle a Dios es poder ser libre. Dejar de servir a Dios significa servir a algún señor humano, a algún ídolo humano, alguna ideología. Eso es lo más probable a lo que servimos y lo que más fácilmente servimos en el mundo de las comunicaciones de masas: las ideologías fabricadas que se venden, que se venden por “todo a cien” y en las que entramos con una facilidad pasmosa porque nos ahorran el trabajo de pensar y el trabajo de ser libres.

Recuperar la primacía de Dios y recuperar un pensamiento serio, riguroso acerca de Dios. También eso nos permite entender la Palabra de Jesús en el Evangelio: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. ¿Cómo entendemos muchas veces eso? Hay una parte de la realidad que pertenece al César, en realidad, todas las cosas de este mundo, las cosas temporales que llamamos, las cosas no religiosas. Y a Dios se le da el obsequio religioso, a Dios es a lo que venimos a darle por lo menos nuestras buenas intenciones, con frecuencia, o nuestro deseo de que no esté demasiado irritado con nosotros que es lo que le damos a Dios en el templo.

Dorothy Day, una periodista norteamericana, activista muy activa, en los años de la Depresión en el siglo XX, y está en proceso de beatificación, comentaba una vez esta frase del Evangelio diciendo que cuando a Dios se le da lo que le pertenece, al César no le queda nada. ¿Por qué? Porque todo pertenece a Dios. Pero en su frase hay todavía esta contraposición moderna a la que yo me he referido antes. Lo que Jesús dice es que cuando al César se le da lo que le pertenece, que es el dinero, su imagen, que lleva grabada la imagen del César, eso no es obstáculo para que la verdadera imagen, que somos nosotros, que somos imagen de Dios, y que como somos imagen de Dios llevamos acuñada en nosotros, por así decir, hasta en nuestra tejidos del alma, de la mente y del cuerpo, la imagen misma del Hijo de Dios hecho hombre, que es la Revelación suprema de la omnipotencia y del Amor infinito de Dios; o si queréis, de la omnipotencia de Dios como Amor infinito, como Amor inefable, como Amor incondicional.

Dar a Dios lo que es de Dios es lo que nos permite poner al César en su sitio. Dar a Dios lo que es de Dios, vivir nuestra relación como imagen de Dios y aprender de Dios a vivir como imagen suya recibiendo su Espíritu, recibiendo la vida divina que Él nos comunica, nos permite vivir en esta tierra dando el lugar que le pertenece a todas esas pertenencias que son buenas (la de la familia, la de la tribu, la de la polis, la del pueblo, la de la vecindad, la de los amigos, la de los compañeros de trabajo). Todo adquiere un coloreado nuevo, distinto, mucho más verdadero cuando a Dios le damos la Primacía, el Señorío sobre la imagen de Dios, que somos cada uno de nosotros en nuestro corazón.

Seguramente, es un pensamiento que os ha venido en estas semanas, en estos últimos meses. Pero, ¿no comulgamos los cristianos lo mismo en Cataluña que aquí? ¿Es que comulgar no significa nada? Esa es nuestra triste realidad. Parece que comulgar no significa mucho, que es un gesto piadoso, que es un acto de piedad, que es algo que no determina nuestras vidas, determinan nuestras vidas mucho más otras cosas: la empresa en la que trabajamos, tal vez la nación o el Estado al que pertenecemos, mucho más que el hecho de ser miembros los unos de los otros, miembros del Cuerpo de Cristo. Cuando os decía antes que somos un residuo de Iglesia, somos un residuo de Iglesia porque no nos sentimos, no tenemos corporalidad. Lo decía un musulmán importante no hace mucho, a quién le estaban recordando que el cristianismo tenía el amor y el perdón a los enemigos y superaba con eso la ley de la venganza. Y él decía, pero todo lo que tenéis es interior, no se os ve. Somos alma y cuerpo. La vida se juega en el interior. Jesús insistió mucho que los pensamientos malos nacen del corazón del hombre, pero la compañía de Jesús y sus discípulos era una compañía visible. La Iglesia hoy muchas veces no es visible. Hasta educar a los niños los educamos en valores que son cosas invisibles. Hace falta educarlos en la pertenencia a un Cuerpo. O la Iglesia recupera algo de Cuerpo o la Iglesia será absolutamente irrelevante para las cosas de la vida, como un Dios que está fuera de la Creación es absolutamente irrelevante para el mundo, para la creación, para nada. Es el Señor de nada en definitiva, aunque usemos la palabra Señor.

Vamos a pedirLe al Señor que descubramos en nuestras vidas realmente quién es el Señor, y cómo servir al Señor es la garantía de nuestra libertad, del uso recto de nuestra razón, del uso recto de nuestra capacidad de amar, de nuestros afectos, de nuestro corazón. Estamos hechos para Dios y nada nos satisfará hasta que nuestras vidas puedan encaminarse hacia ese fin último de la vida que es la participación de la vida divina. Cualquier cosa que sea menos dejará nuestro corazón insatisfecho. Conocéis la frase todos: “Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón andará inquieto…”, vagabundeando en búsqueda de un Señor al que pertenecer, y con frecuencia pertenecemos a los señores más indignos de quienes tienen la dignidad de hijos de Dios.

Que el Señor nos conceda abrir nuestro corazón a esta perspectiva y ponernos en camino cada uno según la medida de sus posibilidades en esta dirección, no por el bien de la Iglesia, sólo, ni principalmente siquiera, sino por el bien del mundo, que sin la presencia visible, reconocible, de un pueblo hecho de todos los pueblos, del pueblo de hijos de Dios que es la Iglesia, es un mundo que se corrompe y que no tiene más horizonte que la muerte y rebañar y pelearse unos contra otros por el trocito de pastel que queramos aprovechar.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

22 de octubre de 2017
S. I Catedral

Escuchar homilía