Fecha de publicación: 17 de septiembre de 2018

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios; 
queridos hermanos y amigos todos:

Las lecturas de hoy son un reproche para mi. Y así las escucho yo y las recibo, porque nadie amamos la cruz. Y yo sé que es humano. Pero también sé que sólo viviendo junto al Señor la cruz es fecunda nuestra fe. Cuando no la vivimos unidos a Él; o mejor dicho, acogiendo la unión que Él ha hecho de una vez para siempre en su cruz con nosotros, con nuestra vida, con todas las cosas de nuestra vida (las bellas y las menos bellas, las gozosas y las más dolorosas y más oscuras o más horribles), sin eso la vida humana no es vivible. Y nos llamamos cristianos y decimos que tenemos fe, y luego nuestra fe es algo bastante pobre y estéril, incapaz de sostenernos en la alegría y en la esperanza.

En nuestro tiempo, somos particularmente dados, la fe que tolera nuestra sociedad es una fe reducida a creencias como a ideas, a ideas abstractas o a algunos principios morales que sirven para tener algunos comportamientos siempre que no dañen a los demás, basados en valores comunes. Pensamos con frecuencia que la fe son esas creencias que nos ayudan a vivir eso y nada más, sin responder a la pregunta en la que se juega verdaderamente nuestra vida, nuestra salvación, nuestra alegría. Y cuando digo nuestra salvación es nuestra salvación eterna. Es decir, la vocación para la que hemos sido creados, que es la vida eterna con Dios y junto a Dios en un gozo infinito. Y esa pregunta es: ¿quién soy yo? Porque ser cristiano no es tener una creencias. Ser cristiano es tener una relación con Cristo. Esa relación no la creamos nosotros con nuestras buenas obras, con nuestros esfuerzos, tratando toda la vida de adquirir unas virtudes que nunca nos llevarían hasta el Señor. Esa relación la ha establecido el Señor por nosotros; la ha establecido mediante la Encarnación y la ha establecido en cada uno de sus gestos. Hasta el gesto más pequeño del Hijo de Dios encarnado bastaría para redimir a la humanidad entera, porque es su Amor el que nos redime.

Pero Él ha querido llevar ese Amor hasta la expresión más tremenda de la cruz (la exaltación que acabamos de celebrar, junto con la Virgen de los Dolores). Él ha querido llevar ese Amor para que nadie de nosotros pudiera sentirse solo o pensar, o caer en la tentación de pensar que el Señor no es capaz de abrazar nuestro dolor, o de comprendernos en nuestra soledad, o de estar a nuestro lado en nuestros momentos de angustia.

Una fe reducida a creencias, a ideas, a un ideario (como si el Credo fuera un ideario) es una fe totalmente estéril. Y es una fe que a mi no me sorprende que los hombres abandonen. Y abandonan porque no ven que cambie gran cosa en la vida de quienes nos decimos cristianos. No ven que representemos realmente una novedad en este mundo. Si lo representáramos, os aseguro que plantearíamos tantas preguntas y responderíamos a tantos deseos profundos de los hombres y mujeres que buscan la felicidad sin saber donde está, que buscan a Dios sin saberlo, que sería un goteo permanente la vida de la Iglesia.

Yo le pido al Señor que mi fe no se reduzca a creencias; que en mis gestos, en mis palabras, que pueda estar presente siempre -en mi mirada, que pueda estar siempre presente la mirada del Señor- el deseo del Señor por el bien de cada uno y de todos los hombres, el afecto del Señor. ¿Y por el más pobre? Más. ¿Y por el más pecador? Más. ¿Y por el más necesitado? Más. Y si queréis, por el mas canalla, más. Lo otro es un Dios hecho a nuestra medida, no es el Dios de Jesucristo, que vino a curar a los enfermos, porque son los enfermos los que tienen necesidad de médico, no los sanos; que vino a llamar a los pecadores, no a los justos.

Eso es un aspecto. PedidLe al Señor. Pedídselo hoy. Pedídselo con frecuencia. La fe es lo más grande que el Señor nos ha dado. Y lo más grande porque permite vivir la vida y afrontar la muerte, y la enfermedad, y el mal del mundo sin venirse abajo. Con la certeza del triunfo del Amor infinito de Dios. Y os aseguro que eso cambia la vida. Desde la vida de un matrimonio, hasta la muerte de un hijo, hasta las relaciones en el mundo del trabajo, o en el mundo de la vecindad, del barrio, de la vida social. Todo. Que nuestra fe se refleje en esa novedad de vida de la que no estamos llamados a no tener defectos; estamos llamados a ser testigos del poder de Dios. El poder de Dios en nuestro pobre corazón que es igual de pobre que el de los que no tienen fe.

Y la otra cosa que quisiera deciros y que me parece que es importante al hablar de la cruz y cuando Jesús dice “el que quiera venir en pos de mi que tome su cruz y que me siga” es que el cristianismo no es una invitación a la cruz. No nos engañemos. Ha habido muchas maneras –sobre todo, en los último siglos- de insistir tanto en eso, que luego, además, se percibía en la vida que nosotros no vivíamos de ese modo (algunos santos lo han vivido pero…)… El Señor nos invita a cargar con su cruz. Mejor dicho, el Señor nos invita a cargar con nuestra cruz, porque es Él quien carga con ella. En otro lugar dijo: “Venid a mi los que están cansados y agobiados y yo os aliviaré, porque mi yugo es llevadero y mi carga es ligera”. No somos los cristianos los que buscamos la cruz. Y no somos los cristianos, ni mucho menos para decirle a alguien –y yo esas cosas las he oído y hay que corregirlas cuando se oyen- “¿te ha venido esta enfermedad? Pues, algo habrás hecho que Dios te ha castigado”. Pero qué idea de Dios, Dios mío. Ese Dios no es el Dios amor. Ese Dios no es el Dios de Jesucristo. Ese Dios puede ser el Dios de los paganos, de quienes no han conocido para nada a Dios.

La cruz, el odio de los hombres, las envidias, las pasiones, la lujuria, la avaricia (que es uno de los demonios que más roen el corazón humano, y la vida humana, contra el que el Señor más en guardia nos puso a todos y más veces en el Evangelio….) están en el mundo; están en el mundo como fruto y consecuencia de nuestra condición pecadora y de nuestra pobreza, y de nuestra falta de fe. Porque me diréis: “Sí, pero los terremotos o los tsunamis no son fruto del pecado de los hombres”. Claro que no. Pero el dolor que nos generan a nosotros, a los países desarrollados y ricos, que es a los que nos escandalizamos de ello, sí que tiene que ver con nuestra falta de fe. Quienes los viven no se alejan de Dios ni dudan de Dios porque haya un tsunami. Al revés, lo buscan (ndr. a Dios) con mucha más ansia, con mucha más verdad, con mucha más profundidad.

Quiero decir, no es Dios quien manda las cruces. Las cruces están en nuestra condición creada, en el mundo y en nuestra condición pecadora. Cuando el Señor nos invita, nos invita a vivir con Él esas cruces, y os aseguro que cambian. Ayer mismo, una mujer de veinticinco años, que hace unos meses acababa de perder a un hijo seis horas después de nacer, y que sabía que lo iba a perder después del tercer mes de embarazo, expresaba con toda paz la alegría de haber sido madre; de haber vivido esos seis meses acompañando a su hija en el seno con la duda incluso de si nacería viva, y con un amor tan grande que tengo la certeza que es lo que le ha permitido justamente afrontar y no es una mujer destruida. Eso es lo que Cristo hace con nuestra cruces. Cuando nosotros las vivimos solos, las cruces nos destruyen, el mal nos destruye y nos arrastra hacia el mal. Quien nos hace daño genera en nuestro corazón un deseo de hacer daño también, o justifica la venganza, justifica el daño que hacemos, justifica “es que me ha tratado muy mal siempre, ¿cómo voy a tratarlo bien?”. Yo creo que no hay cruz más grande, o dolor más grande que el de una madre que pierde a un hijo. Y poder ver la paz, la ausencia total de queja al Señor, la gratitud al Señor por esa hija que tiene nombre, me parecía una cosa verdaderamente tan espectacular. Esos son los verdaderos frutos de la fe. Esos son los frutos de vivir la cruz junto al Señor. No hay nada en el mundo que pueda quitarnos el amor con el que somos amados. Y no hay nada en el mundo, entonces, que pueda destruir la fuente de nuestra alegría.

Que el Señor nos conceda eso. Y si entendemos eso, hemos entendido la Buena Noticia que es el Evangelio, que es ser cristianos. Y si vivimos eso, tenemos muy poquito apostolado que hacer, porque la gente sabe que eso sólo pasa donde está Dios, donde está Dios por medio. Y cuando ven eso en nuestras vidas ven que Dios está en nuestras vidas y es en Dios en quien tienen que creer, no en nosotros.

Que el Señor nos conceda ese don.

Vamos a proclamar nuestra fe.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

16 de septiembre de 2018
S.I Catedral

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