Mis queridos hermanos, tanto los que estáis aquí como los que os unís a esta Eucaristía:

Hay un canto de Adviento precioso que se repite muchas veces a lo largo del Adviento y que expresa muy bien el sentido de todo este tiempo: “Cielos, lloved vuestra justicia. Ábrete tierra y surja el Salvador”. Ese canto se hace eco también de un Salmo que habla que vendrá la lluvia y nuestra tierra dará su fruto. Y eso expresa una realidad muy honda de la Creación, especialmente de la condición humana. La tierra necesita de la lluvia para ser fecunda. La tierra es la que nos da el alimento y el fruto, pero la tierra necesita de la lluvia para poder producir fruto. Necesita del agua que viene del cielo. Y ese símbolo se repite y se multiplica a lo largo de toda la Creación, de muchas maneras. La casa necesita tener suelo firme, porque si no tiene suelo firme, las dificultades de la vida, las lluvias, las tormentas, el paso del tiempo, hacen que la casa se venga abajo. Igualmente, el hombre y la mujer necesitan unirse para que la humanidad continúe, y no sólo unirse físicamente, sino también quererse para que ese crecimiento de la humanidad pueda ser un crecimiento bueno, fecundo y motivo de alegría y de gratitud.

Necesitamos del alimento. Todos necesitamos del alimento. Todas las criaturas vivas necesitan del alimento. No hay ninguna criatura que pueda bastarse a sí misma. Y eso es un símbolo profundísimo en nuestra condición de criaturas. Y digo que marca de tal manera nuestra condición de criaturas que expresa una realidad profunda de la vida humana y del sentido del Adviento. “Tenemos necesidad de Ti, Señor”, como la tierra la tiene de la lluvia, exactamente igual. O tenemos necesidad del alimento, los otros ejemplos que he puesto. “Sin Ti, Señor, nuestras vidas son como la hierba que crece en el tejado”, dice una vez el Antiguo Testamento, mientras que, cuando estamos cerca de Ti, cuando Tú vienes a nosotros y nos comunicas Tu salvación, nuestro corazón Te da gracias, porque entonces somos como el árbol plantado al borde de la acequia, que da fruto en su sazón, que está lleno de fruto y de hojas, no se seca.

En este tiempo y con las particulares dificultades que tiene el tiempo que vivimos (yo creo que casi ahora mismo la mayor es la fatiga y el cansancio porque, aunque el número de contagiados… Es verdad que una sola vida, una sola muerte, es suficiente como motivo de dolor, para todos, pero sobre todo para quienes están cerca o son sus familiares o son sus seres queridos; pero también es verdad que, aunque bajen el número de las muertes, hay otra enfermedad que ha traído el virus que uno percibe en la sociedad: el peso de la fatiga, el cansancio de una vida que parece centrada toda ella sobre el problema y los problemas que se derivan del virus). Y luego, la gravedad de lo que intuimos, que se puede venir encima a nuestras sociedades, de personas sin trabajo, de tantos sufrimientos, y la irritación que eso genera dentro de las mismas familias.

Yo creo que se hace más urgente, en un tiempo así, el pedir “Cielos, lloved vuestra justicia”. “Señor, ven a nosotros, muéstraTe a nosotros, danos Tu salvación, haz que podamos edificar nuestra ciudad y nuestra casa, nuestra vida, sobre la roca firme que es Jesucristo, tu Hijo”. Porque, suceda lo que suceda, eso nos permitirá vivir agradecidos, vivir contentos, seguir adelante. Las plantas también en invierno parece que están más tristes y luego vuelven a renacer en la primavera. Pues, nosotros podemos tener periodos donde parece que se nos acaba todo y tenemos la certeza de que la luz triunfa sobre la oscuridad, y triunfará, y la vida triunfa sobre la sequía y la frialdad del invierno.

Que Le supliquemos, humildemente. El Evangelio nos dice que “no todo el que dice ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos”; que no basta con que nuestra boca pronuncie las oraciones. Hay una manera de decir “Señor, Señor” que el mismo Jesús decía que le agradaba. Esa misma oración Le agradaba al Padre. Es cuando uno dice: “Señor, Ten piedad de nosotros, que somos pobres pecadores. Conviértenos, que brille tu Rostro y nos salve”. De nuevo, viene de fuera el brillo de tu Rostro y ese brillo de tu Rostro enciende nuestro corazón, lo hace revivir, nos da la alegría. Nos da, de nuevo, la alegría. Es Tu mirada, es Tu gracia, es la certeza de Tu amor la que despierta y levante nuestro corazón.

Es también una oración muy típica de Adviento: “Señor, que brille tu Rostro y nos salve”. “Oh, Cielos, lloved vuestra justicia y brote la salvación”. ¿Para qué? Para que podamos darTe gracias. Como dice el Salmo que hemos leído: “Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación”. Tenemos la certeza que el Señor nos escucha, cuando lo que pedimos es que nos convierta, que nos perdone, que no nos deje abandonados a nuestra pobreza.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

3 de diciembre de 2020
Iglesia parroquial Sagrario Catedral

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