Querida Iglesia del Señor, Pueblo santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo, representada hoy principalmente por vosotros, consagrados y consagradas de tantas familias religiosas, con tantas formas diferentes de vida, pero con una unidad profunda en el significado más hondo de esa consagración.

Muy queridos sacerdotes concelebrantes, también vosotros pertenecientes a realidades de vida consagrada que colorean, sin duda, de una manera bellísima vuestro sacerdocio:

En la Antigüedad y hasta casi los comienzos de la Edad Moderna, en la teología había un tratado especial, muy bello, cuando estaba tratado por aquellos que habían ahondado en el Misterio de Cristo, aquellos que habían contemplado lo que transmitían y podían, por la tanto, hacer a otros partícipes: era el “Tratado sobre los Misterios de la Vida del Señor”. Y a mí siempre me ha llamado mucho la atención esta fiesta de la Presentación de Jesús en el templo, que tiene, evidentemente, un motivo histórico (eso se hacía a los cuarenta días de nacer un hijo), pero que tiene también un significado profundo sobre el misterio de la vida de Cristo, de la persona de Cristo, entre la Navidad y el Misterio Pascual. Es obvio, la lectura de la Carta a los Hebreos habla de cómo el Hijo de Dios, por misericordia hacia nuestra pobreza y hacia nuestra condición de esclavitud, se acerca a nosotros, y no sólo se acerca, sino que comparte toda nuestra humanidad, semejante en todo a nosotros menos en el pecado. Y con eso revela lo que San Juan diría con otras palabras: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo al mundo”. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Sólo un amor infinito es capaz de abrazar, no hoy por las circunstancias peculiares del mundo en el que vivimos, sino, en cualquier momento de la historia, esta humanidad nuestra tan capaz de heroísmos, y al mismo tiempo tan pobre, tan pequeña…

El Señor se ofrece al Padre. Es curioso. Esa figura llenaba de sorpresa a nuestros Padres en la fe: la criatura ofreciendo a Dios a su criador, y se preguntaban quién sostenía a quién, si era el Niño Jesús si era el que estaba dándole fuerzas a Simeón para que lo pudiera presentar. Pero, en todo caso, hay un significado obvio. La vida de Jesús, la vida del Hijo de Dios encarnado es toda ella una ofrenda. La Encarnación es ya una ofrenda. Y casi a las puertas muchos años de que empiece la preparación para la Pascua, el significado último de la vida de Jesús es una ofrenda; una ofrenda por amor a ti, seas quien seas, te llames como te llames, sea cual sea tu historia. Has sido elegido, has sigo elegida, hemos sido elegidos, para poder experimentar en nuestra vida ese amor infinito del Señor, ese don de su propia vida. Cada vez que comulgamos, todo el misterio de la Encarnación, todo aquello para lo que Cristo ha venido, todo aquello que se cumple anticipadamente, de una manera diferente, en la madre de Jesús, se cumple en nosotros. Tú vienes Señor a morar en nosotros, a hacer de nuestra carne tu templo. Tú te unes a nosotros en una unión esponsal en el Bautismo y te haces compañero nuestro de camino en todas las circunstancias de nuestra vida, sin abandonarnos jamás, aun cuando nosotros nos distraemos, mil veces, aun cuando nosotros nos dejamos llenar el corazón de preocupaciones por otras mil cosas.

Cristo no ha venido para que cuidemos de una Catedral como ésta, o para cuidar de un colegio, o para tener una residencia universitaria… tantas obras como luego la vida nos hace posible hacer, y que hay que hacer, a lo mejor, si Dios lo quiere, pero que no es ésa la razón de nuestra vida. Sólo la experiencia, esa ofrenda, que aunque no hubiera nadie más en el mundo, salvo yo, Señor, Tú te habrías entregado por mi. Aunque no estuvieras nadie más que Tú en el mundo, el Señor te habría dado su vida y habría ido hasta la muerte. La Pasión está presente. Está presente el pasaje de la Carta a los Hebreos, sin duda ninguna; habla del dolor y el poder ser sumo pontífice compasivo, que luego explicará más adelante en qué consiste esa ofrenda y ese sacrificio de Cristo que lo distingue de todas las ofrendas del Antiguo Testamento. Y lo que lo distingue es que el movimiento es diferente. Las ofrendas aquéllas trataban de aplacar a Dios y alejaban, por así decirlo, sacerdotes se alejaban del pueblo para poder vivir separados; y el Señor ha querido, en cambio, aproximarse hasta tal punto a nuestra humanidad para hacerse uno con ella, uno con cada uno de nosotros, por el Bautismo, y ese bautismo florece en vuestra consagración hasta su plenitud, esa plenitud que vais a renovar de aquí a unos pocos minutos.

¡Señor, cómo no darte gracias! Cuando uno mira la pobreza de la propia vida, la pequeñez, lo insignificante de nuestras vidas, ni siquiera en esa gran marcha de la historia que todos los días los telediarios nos ponen delante de los ojos. Y sin embargo, para Ti no es eso motivo de echarte atrás, no has considerado algo digno de ser retenido tu condición divina, sino que has asumido mi forma, te has hecho uno conmigo para vivir en mí, para que yo pudiera vivir sostenido por tu compañía y tu Presencia. Señor, ¡cómo no darte gracias! Y al mismo tiempo, cómo no pedir que sea eso verdaderamente… la alegría profunda, la alegría que nadie nos puede arrebatar nace de ahí: de la certeza de ese amor que está siempre disponible para nosotros en toda su integridad, en toda su infinitud.

Un libro de un gran teólogo del siglo XX se llama “El todo en el fragmento”, pero con frecuencia los Padres de la Iglesia hablaban de lo divino en la carne (la carne es por definición limitada). Y en aquella carne que tu Hijo recibió de la Santísima Virgen María habitaba corporalmente la plenitud de la divinidad. Y en nosotros, en cada uno de nosotros, habita corporalmente la vida del Hijo de Dios.

Yo le pido al Señor a la medida de mi pequeñez que yo pueda tomar conciencia de eso, con la suficiente certeza, con la suficiente confianza…También los Padres decían que la vida es demasiado corta para darTe gracias por un don tan grande y los labios demasiado pequeños como para expresar un don tan grande. La única respuesta es un poco la misma del Señor: Señor, Tú no quieres sacrificios, ni ofrendas, no quieres heroísmos de los que no somos capaces, obras grandes que resplandezcan a los ojos del mundo. Tú ves nuestra pequeñez, pero, en cambio, me diste un cuerpo, esta pobre humanidad que yo tengo, que yo soy, pero que Tú amas infinitamente. Aquí estoy, Señor. Mi vida es tuya, nuestra vida es tuya. Y ese darte la vida es el don más grande que Tú nos haces a nosotros, para que eso lo podamos hacer cada día con más libertad, con más humildad, con más sencillez también, con más verdad. Multiplica los signos de tu Presencia en nosotros. Haznos experimentar tu misericordia y tu gracia, la potencia salvadora de tu Gracia. Y entonces, nuestra vidas rebosarán esperanza y rebosarán alegría. Y no es necesario que vayamos diciendo que tenemos esa esperanza o que somos portadores de ella. La gente lo verá en nuestro rostro. Lo verá en nuestra manera de vivir, en nuestra manera de acoger una enfermedad, o de afrontar la muerte de un ser querido, o en nuestro modo de asumir y de hacer las cosas pequeñas de cada día, porque todo lo que hacemos los hombres es pequeño.

Vamos a renovar -me dejáis decirlo con vosotros- nuestra consagración. Pero qué gracia tan grande es hacerlo. Vamos a hacerlo y –diríamos- el movimiento de acompañar al pan y el vino en la ofrenda, haciendo nuestras las palabras y los sentimientos de Jesús.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

2 de febrero de 2017
S.I Catedral

Palabras iniciales de Mons. Javier Martínez en la Jornada de la Vida Consagrada

En esta Jornada vamos a dar gracias al Señor porque su amor a nosotros ha hecho posible vuestras vidas, y vuestras vidas constituyen el fruto más acabado de la Redención de Cristo.

Un día le dijísteis al Señor como Él le dijo al Padre: “Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad”. Y en vosotros resplandece la belleza de la Iglesia, la belleza de la redención de Cristo. Sólo en la medida en que esa belleza resplandece podemos ser testigos de esperanza y de alegría para un mundo que no tiene ni lo uno ni lo otro, en gran parte.

Vamos, pues, a darLe gracias al Señor y a unirnos en la alabanza y en la súplica de que no dejes nunca de venir a nosotros, no dejes nunca de hacer fructificar en nuestras vidas esa vida nueva que Tú has venido a sembrar en la tierra. Oremos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

2 de febrero de 2017
S.I Catedral