Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy querido sacerdote concelebrante;
queridos hermanos y amigos todos que nos acompañáis;

Si yo dijera que una imagen común de la vida, que espontáneamente nos viene a la mente y que forma parte de nuestras opiniones comunes, o por lo menos muy extendida, pensar que los niños juegan en el fondo porque no tienen conciencia de cómo es la realidad, y se divierten, son felices. La experiencia humana básicamente podría ser resumida en cómo a medida que vamos tomando conciencia de la realidad nos va siendo mas difícil una alegría verdadera, una alegría como la de los niños, una alegría que brota del fondo del alma que se expresa en nuestra vida con sencillez y con verdad. Hay tanto motivos en la realidad que van como minando nuestra esperanza, minando nuestra capacidad de gozar, o envenenando esa capacidad de gozar de forma que no llegue hasta el fondo de nuestro corazón; que sea aparente, que sea superficial. Y qué difícil es encontrar personas de una cierta madurez, con experiencia de la vida, en quienes esa alegría uno la pueda ver resplandeciente en los ojos, como en los ojos de un niño.

El novelista y pensador Bernanos, que ha sido en realidad maestro ya de tres Papas, por sus intuiciones acerca de la vida cristiana, especulando un momento lo que un ateo de buena voluntad le podría decir a los cristianos, él dice: “Dios mío, vosotros empleáis palabras enormes, habláis de estar en gracia, del estado de gracia, y os vemos acudir al confesionario y cuando salís del confesionario, por ejemplo, decís que estáis en estado de gracia, ¿dónde demonios escondéis vuestra alegría?”.

No es casualidad que el Papa Francisco haya querido poner –diríamos- como signo para este mundo nuestro la alegría del Evangelio, porque si algo caracteriza a nuestro mundo, que tiene y ha tenido más medios que ningún otro para fabricar alegrías, o pseudoalegrías, para fabricar sueños y hacernos creer que los sueños se pueden realizar y basta con luchar mucho por ellos o cosas así… falsedades muy profundas porque eso nunca es verdad (de nuestros sueños más verdaderos y de nuestros sueños más profundos nunca es verdad)…

Yo quiero llamaros sobre la oración de hoy. Y si tenéis en casa posibilidad de volver sobre ella, tenéis un librito del Magníficat o tenéis la posibilidad de mirarlo en internet… En la oración de hoy es una de las más bellas de todo el año litúrgico, dice: “Oh Dios que por la humillación de tu Hijo has levantado a la humanidad caída –la referencia ahí es la Encarnación: Dios se ha abajado hasta nuestra pequeñez, ha abrazado nuestra pequeñez y nuestra miseria; en la Encarnación, esa referencia a la humillación de tu Hijo, que es el Hijo de Dios que viene a nosotros humilde montado en un pollino en Jerusalén, es decir sin grandes albahacas-. Yo te doy gracias, Padre, porque estas cosas se las has ocultado a los sabios y prudentes, y se las has revelado en cambio a la gente sencilla”, que siente que tiene necesidad de la Gracia; que es capaz de sentir que tiene necesidad de un Salvador; que tiene necesidad de una mano amiga que nos levante de donde estamos. ¿Por qué estamos caídos? Lo dice también la oración. Primero pide: “Concédenos permanecer firmes en la verdadera alegría para que, liberados de la esclavitud del pecado…”; como nos has levantado Señor ha sido liberándonos de la esclavitud del pecado, no sólo porque los pecados que hacemos nos esclavizan, sino porque en el mundo de pecado en el que nacemos y en el que vivimos la realidad es opaca, no es transparente. Si la realidad fuera transparente, si nuestros ojos estuvieran tan limpios de pecado que viéramos la realidad como es, nosotros Te veríamos a Ti, Señor, en toda ella, porque todo ha sido creado por Ti y todo ha sido creado para Ti.

En una expresión chocante (no hago mas que recoger la frase de uno de los fundadores grandes del siglo XX), ¿de qué estamos hechos los hombres?, ¿de qué está hecha tu mujer?, o ¿de qué está hecho tu marido?, ¿de qué está hecha tu novia?, le preguntaba a un chico. “Está hecha de Cristo” si es verdad lo que San Pablo dice en la Carta a los Colosenses. Pero hemos perdido esa mirada. Hemos perdido esa mirada por vivir en un aire contaminado. Todos tenéis la experiencia de haber subido a una montaña y ver la ciudad, abajo, aquí en Granada (eso es nada, no hace falta más que subir un cuarto de hora de coche y ve uno la nube de contaminación); si uno levanta tantas veces los ojos al cielo, en una ciudad, aquí, o en Madrid o en Barcelona, no hay estrellas. Pero, ¿no hay estrellas porque no las hay o porque hay algo que nos las tapa? Exactamente, lo mismo nos sucede con la realidad. No vemos la realidad como es porque respiramos un aire lleno de contaminación, la contaminación del pecado, que transforma un corazón que está hecho para Dios, que está hecho para la infinitud de la verdad, y de la belleza, y del amor de Dios, en un corazón pequeño y que no quiere mas que apodarse de las cosas y pensar que podrá ser feliz cuando se apodera de cosas. Curiosamente, hemos conseguido apoderarnos de tantas cosas, y sin embargo no somos una sociedad feliz. Y no es un juicio que uno tenga que tener demasiada inteligencia para hacer. Es un juicio obvio. ¿Por qué crees que tenemos los problemas demográficos que tenemos en las sociedades avanzadas, llamadas “avanzadas”?, ¿por qué no nacen los niños suficientes ni siquiera para cubrir el número de difuntos?, ¿por qué en una sociedad como la nuestra, aunque se trate de omitir, hay ya más suicidios que accidentes de tráfico cada mes? Porque tenemos todo pero no somos capaces de amar la vida. Hay que amar la vida, hay que esperar, hay que tener una esperanza grande, hay que haber sido muy feliz siendo adulto para engendrar un hijo, para correr el riesgo, la tarea inmensa y preciosa que hace de un hombre y una madre, padres, lo más grande que se puede ser, más que ninguna carrera, ningún estatus social, ningún sueño de esos que venden en la ciudad de los sueños, en Hollywood, en Los Ángeles.

Mis queridos hermanos, nunca hemos tenido tantos medios y no es la alegría lo que caracteriza ni nuestro arte, ni nuestra literatura, ni nuestra sociedad, ni nuestra vida. Es la huida, más bien. La huida permanente de nosotros mismos, de la verdad, de la realidad, en paraísos de un tipo o de otro. No hace falta que sea en los paraísos artificiales de los que hablaba Baudelaire. Hay paraísos mucho más al alcance de la mano, mucho más pequeñitos, con los que uno se conforma para ir engañando que en el fondo de nuestro corazón ya no hay esperanza; que, como adultos, en el fondo de nuestro corazón no creemos que estamos hechos para la inmortalidad y para la vida eterna. No somos capaces de esa alegría verdadera que sólo responde Dios.

Mis queridos hermanos, tener que pedir la alegría es ponernos en nuestra realidad. ¿Y quién es la fuente de esa alegría? El abrazo del Amor infinito del Hijo de Dios. Oh Dios. Esa es la que nos levanta de nuestra condición de caídos, de nuestra condición de esclavos del pecado; esclavos, sencillamente, no porque seamos malos, no somos más malos que los que no están en la Iglesia, no somos más malos que otras generaciones, vivimos sencillamente en un mundo con una nube de contaminación que no nos deja ver mas que un par de ídolos. Diría el poeta Elliot: el poder, el dinero y la lujuria. ¿Ponemos ahí nuestra felicidad? No tenemos alegría verdadera. Por eso Señor, Te pedimos que por tu Hijo, que nos ha abrazado de tal manera que nos levanta de nuestro cinismo, de nuestra desesperación, de nuestra falta de esperanza en la vida, de nuestra falta de gusto por la vida, en realidad; nos levanta porque nos descubre el horizonte de nuestra vocación. Hay estrellas, aunque estemos bajo una nube de contaminación y de polvo. Hay un Cielo para el que estamos hechos. Hay un Dios que es amor del que todo lo que hay de bello, y de auténtico, y de verdadero, en todo amor humano, incluso en aquellos que parecen más torcidos a veces, siempre hay una brizna que es lo que hace su Belleza, que participa del Amor infinito de Dios. Ese amor existe. Y ese amor que cuando Te acogemos a Ti, Señor, nos hace posible la verdadera alegría; una alegría que no necesita olvidarse de los defectos que yo tengo, de los defectos que tienen las personas que están a mi lado, de los límites que nos pone la edad, la enfermedad, las condiciones de nuestra propia historia, las circunstancias en las que vivimos y nos desenvolvemos; no tenemos que olvidarnos de la enfermedad o de la muerte.

Es curioso cómo al hombre secular de las sociedades verdaderamente seculares y avanzadas, como es la nuestra, la muerte le deja sin palabras, y casi no somos capaces de mirarla a la cara, y muchas veces vivimos bajo el temor constante. Mueren algunos tabúes, pero nacen otros de un tabú tremendo en nuestro mundo, la realidad de la muerte y todo lo que rodea a la muerte. ¿Por qué? Porque no tenemos ninguna razón, ninguna palabra, ninguna capacidad de mirarla, porque no tenemos esa alegría verdadera que nace de Dios y está donde Jesucristo.

Señor, danos la verdadera alegría, mantennos en ella; mantennos en la verdadera alegría. Esa alegría que no necesita olvidarse del mal y del pecado. Pera ésa es don tuyo: nace del Espíritu, no nace de la carne. Santo Tomás decía: “De la carne nace la muerte; del Espíritu nacen el gozo y la alegría”.

Señor, Tú que infundes tu Espíritu en nosotros, Tú que te das a nosotros en esta misma Eucaristía, haz nacer en nosotros esa alegría que nace de Ti, de saber que tu amor es más fuerte que la oscuridad del pecado, que la enfermedad, que el dolor, que todo, que la muerte, que tu Amor es más fuerte que la muerte. Danos esa alegría que nace de ahí, para que podamos tener el gusto por la vida, la esperanza, la certeza de que nuestro Destino -así terminaba la oración de hoy-: “Mantén a tus fieles en la verdadera alegría, para que liberados de la esclavitud del pecado alcancen también aquello para lo que hemos sido destinados, la felicidad eterna”. Dios nos ha creado para que vivamos eternamente felices con Él, ya desde aquí cuando acogemos el don de su Vida. Se puede vivir felices aquí sin fabricar esas pequeñas alegrías de todo a euro, que son incapaces de darnos un alegría verdadera.

Termino repitiendo sencillamente la oración: “Oh Dios, que por la humillación de tu Hijo levantaste a la humanidad caída, concede a tus fieles permanecer siempre en la verdadera alegría, para que liberados de la esclavitud del pecado alcancemos la felicidad eterna. Ésta es la sabiduría que Dios ha ocultado a los sabios y prudentes, y revela a quien con sencillez se pone en presencia del Amor infinito de Dios”.

Que así sea para todos nosotros y para mí.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

9 de julio de 2017
S. I Catedral
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