Fecha de publicación: 15 de marzo de 2018

Queridísima Iglesia del Señor; Pueblo de la alianza, Pueblo ungido por el Espíritu Santo:

En las primeras lecturas del tiempo de Cuaresma en este año, se van señalando una serie de alianzas que Dios hace con su pueblo. Primero con Abraham, después con Moisés, después con David. Nosotros somos los herederos de esa alianza. Alianza “nueva y eterna”, decimos en la Eucaristía, en la que Dios mismo consuma su amor por el hombre entregándonos su Espíritu. David fue ungido por el Espíritu Santo para realizar una misión en la historia del pueblo de Israel. Nosotros hemos sido ungidos por el Espíritu Santo para vivir en la libertad de los hijos de Dios, para ser hechos hijos de Dios.

Con esta celebración terminamos este momento de gracia que son las “24 horas para el Señor”, en el que desde distintos ángulos, desde distintas experiencias, la Iglesia entera de algún modo se une en un gesto de oración en el contexto de la Cuaresma, de petición de perdón por nuestros muchos pecados y por nuestra indignidad para la gracia tan grande que el Señor nos comunica y nos da, nos ha dado de una vez por todas en su Hijo, y nos da cada día en los Sacramentos y en la vida de la Iglesia, y en la Eucaristía especialmente.

El Evangelio de hoy forma parte también de estos Evangelios que en la Tradición antigua de la Iglesia se usaban también para la Cuaresma como preparación inmediata para el Bautismo. La samaritana, el ciego de nacimiento, la resurrección de Lázaro. Son tres imágenes de lo que significa ser cristiano, de lo que significa encontrar a Cristo en la vida. En los dos primeros casos al menos (porque Lázaro formaba parte de los amigos de Jesús, pero tampoco Marta y María pensaba que Jesús iba a poder devolver la vida a su hermano, pensaban que si hubiera estado allí podría haber evitado su muerte, pero no pensaban que pudiera devolverle, aunque fuera por un tiempo, porque la resurrección de Lázaro no es como la de Jesús, volvió a vivir y más tarde moriría como morimos todos), pero esos tres Evangelios nos ponen de manifiesto que ser cristianos es encontrarse con Cristo; o mejor dicho, que Cristo salga al encuentro de nuestras vidas y nos comunique su vida saciando nuestra sed en el caso de la samaritana, devolviéndonos la vista, abriéndonos los ojos, haciéndonos partícipes de un horizonte impensable: el horizonte del Cielo, el horizonte de la vida eterna, el horizonte de la libertad gloriosa de los hijos de Dios, el horizonte que nos hace partícipes de la vida divina, del Dios inmortal que es Amor. Y en la resurrección de Lázaro, sencillamente, encontrar a Cristo es encontrar la vida. Y cuando uno ha encontrado la vida, perder a Cristo tiene uno la conciencia de que es perder la vida, aunque tenga salud y aunque siga viviendo en este mundo. Pero cuando uno ha encontrado verdaderamente a Cristo sabe que sin Él la vida no es nada.

El Evangelio del ciego de nacimiento tiene todo ese diálogo entre el ciego, los fariseos, los judíos, la gente del Sanedrín, en el que va sucediendo un cambio. Es decir, Jesús, igual que la samaritana que iba buscando agua, le da la vista al ciego. La samaritana estaba buscando agua y encontró el agua vida que salta hasta la vida eterna. Le da la vista al ciego y le da un don un millón de veces más precioso que la vista: el don de la fe, el don de revelarse a él y poder reconocerlo como su Salvador. Y va haciendo ese camino, y al mismo tiempo los fariseos van haciendo otro. Los fariseos van preguntado “¿quién te ha abierto la vista?, ¿pero cómo puede un hombre violar la ley y curar a un hombre en sábado?, pero no, si es imposible, si un ciego de nacimiento no se cura, vamos a llamar a los padres”. Los padres les dicen que sí y tienen miedo de dar un testimonio claro de lo que ha sucedido. Y le vuelven a preguntar a él. Y ya en las últimas preguntas le dicen “nosotros sabemos que no puede venir de Dios”.

Ahí hay una enseñanza preciosa, que es como el contraste entre la fe, la experiencia de Cristo y del encuentro con Cristo, y la fe como ideas, como creencias, como ideologías. El arma del ciego de nacimiento es muy sencilla, pero muy sólida: “Yo sólo sé que era ciego y que veo”. Es que esto no puede pasar, es que nadie que cure en sábado puede venir de Dios. “Pues yo no sé nada, lo que sé es que era ciego y que veo”.

Muchas veces a los cristianos, en las tormentas del mundo y de la sociedad en que vivimos, y de la cultura en la que vivimos y de la que somos partícipes también muchas veces sin darnos cuenta, nos falta esa experiencia. Y cuando nos falta esa experiencia somos una caña agitada por el viento. Cualquier viento que nos viene nos arrastra. Tratamos de adaptarnos, de quedar bien, de querer quedar bien con Dios y con el mundo de algún modo.

Señor -lo suplico muchas veces para mi y para la Iglesia que Tú me has confiado-, danos la experiencia que nos permita decir yo sé que estaba ciego y que ahora veo. Y cuando me digan “Dios no existe”, o cuando me digan cómo puedes decir que Dios nos ama cuando tenemos enfermedades, o tenemos todos los conflictos que vemos, o vemos en la Iglesia las heridas que vemos también a veces: Señor, yo sé que yo estaba ciego y que veo; yo sé que en mi vida era una vida donde era incapaz de comprender, con todo lo mal que lo puedo comprender ahora, algo de tu Amor infinito por nosotros, por los hombres, y de cómo lo que nos cumple es tu Gracia, lo que realmente nos conduce a la plenitud de la vida, lo que nos permite vivir en la alegría, vivir contentos, envejecer y morir contentos es, sencillamente, tu Compañía, tu Presencia, tu Bondad, tu Amor. Y cómo ese Amor renueva nuestro corazón una y mil veces.

Dame esa experiencia. Danos esa experiencia, para que podamos apelar a la experiencia y no a ideas, o no a palabras que hemos oído y que a lo mejor hemos hecho nuestras más o menos, pero que no son parte de nuestro esqueleto, de nuestra humanidad. Que te acojamos, que acojamos Tu Amor, de tal manera que podamos sostenernos en él cuando sople el viento.

Recordáis aquellas palabras con las que termina el sermón de la montaña en el Evangelio de San Mateo: “El que construye su casa sobre arena llegan las tormentas, llegan los vientos, hay las riadas y se llevan aquella casa. El que construye sobre roca…”. ¿Cuál es la roca, Señor? La roca es la experiencia de la Redención. Claro que hemos creído a la palabra de la Iglesia, pero es que en la comunión de la Iglesia nosotros vemos nuestras vidas sostenerse, nuestra alegría sostenerse, nuestra esperanza a no decaer, nuestra vida edificarse sobre la roca de la Verdad, porque sobre la mentira no se edifica nunca nada. La mentira sólo son fuegos artificiales y nada dura, nada permanece, nada. Y ciertamente, nuestra humanidad no crece. Sobre la roca que Tú eres vemos ensancharse, purificarse, renacer nuestro corazón, y poder afrontar cualquier circunstancia con una alegría como recién nacida, bella, joven, siempre.

Señor, danos la experiencia del ciego de nacimiento; danos la conciencia de que Tú nos das la vista y nos permites reconocer en el mundo todos los signos de tu Presencia, tu Presencia en todas las cosas, tu Presencia en todas las personas, imagen y semejanza tuya.

Tu Presencia también en aquéllos que a veces nos hacen la vida más complicada, o más difícil, o que no nos quieren bien, porque a través de ellos nos haces mostrar que tu amor vale más que todo, y que teniéndoTe a Tí lo tenemos todo, y nada ni nadie puede hacernos daño.

Que con ese corazón nos acerquemos a la contemplación de la Pasión y de la Resurrección de Cristo, a la contemplación del Misterio Pascual; que nuestras vidas se sumerjan en ese Misterio, para que salgamos renovados en nuestra esperanza y en nuestra alegría.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

10 de marzo de 2018
S.I Catedral

Homilía en la celebración penitencial “24 horas para el Señor”

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