Fecha de publicación: 1 de abril de 2020

En estos días que nos acercamos ya a la Semana Santa, las lecturas de la liturgia nos ponen la pasión de personas que han sido perseguidas inocentemente como Susana, según el relato del libro de Daniel, o como José, vendido por sus hermanos. Vamos a ir viendo… Jeremías, a quien la gente del pueblo, porque les anunciaba desgracias, lo tuvieron encerrado varias veces a lo largo de su vida, para que no les anunciase las desgracias que le venían a Israel y a Jerusalén.

Hoy es la historia de Susana y lo bello de esa historia es cómo Dios sale en defensa del inocente y a través de un muchacho que se llama Daniel, que significa también “el juicio de Dios” o “Dios juzga”, y libra a la mujer inocente de la acusación de aquellos dos jueces malvados que vivían del soborno y se habían dejado llevar por la pasión hacia esa mujer que es descrita como muy bella.

Cuando uno ve hoy nuestras ciudades fantasmagóricas, porque realmente son las calles desiertas, las plazas desiertas, y en esta Granada acostumbrada a ser una fuente de vida, y de bullicio, y de familias paseando por el centro a sus niños, nos viene necesariamente a la mente que el único refugio verdadero que poseemos es el refugio del Señor. Que el Señor es nuestro juez; que el Señor es nuestro defensor; que el Señor es nuestra fortaleza y nuestra vida. Cuántas cosas en las que hemos puesto la confianza… iba a decir, cuando vivíamos normalmente, lo que sucede es que a lo mejor es ahora cuando estamos aprendiendo a vivir normalmente y no antes. Pero es verdad que en la vida normal, o que llamábamos normal antes, estábamos llenos de mil distracciones, de mil preocupaciones, cosas en las que poníamos la esperanza de nuestra felicidad y que ahora descubrimos que no nos son necesarias, que tal vez podemos aprender lo que nos decía el Evangelio: sólo una cosa es necesaria. Sólo una cosa es necesaria: buscad el Reino de Dios y su justicia. Y, sin embargo, yo leía al mismo el tiempo el episodio de la adúltera y os confieso que me resulta más fácil reconocerme con la mujer adúltera que con Susana. Susana puede ser un tipo de Jesús, el inocente condenado a muerte que entrega su vida por la salvación del pueblo y al que el Señor libró, pero no librándole de la muerte como Él pidió en el Monte de los olivos, sino entregándole a la muerte, para que la muerte fuera devorada por Él y en su resurrección se abriese para todos los hombres un camino hacía la Tierra Prometida.

Pero digo que me resulta más fácil identificarme con la mujer adúltera, aunque no hayamos nunca cometido un adulterio, en mi corazón pesa constantemente el hecho de que el mandamiento principal, lo que Dios espera de nosotros, es un amor sobre todas las cosas. Y no amar a Aquél que es el Amor, Aquél que es la fuente de todo lo que somos es como un adulterio. En ese sentido, todo pecado es una forma de adulterio, todos somos la mujer adúltera. Y qué consuelo tan grande, qué episodio tan bello por parte del Señor, Él que mira a la mujer y le dice “nadie te ha condenado, yo tampoco te condeno. Vete y no peques más”. Ese es el consejo, esa es la palabra que Jesús nos dice a todos nosotros.

Todos nosotros somos pecadores. Nadie podríamos presumir de ser inocentes delante de Dios. Todos nosotros hemos pecado, de muchas maneras, muchas veces, a lo largo de nuestra vida. Seguramente, como no nos damos cuenta de cuánto nos ama Dios, no nos damos cuenta tampoco de la profundidad de nuestro daño y de nuestro pecado. Del daño que nos hacemos a nosotros mismos, porque no se lo hacemos a Dios, no. Pero esa mirada de Jesús, que después de estar escribiendo en el suelo y de que aquellos hombres que venían a acusar a la mujer se fueran, le dice “¿nadie te ha condenado?”. “Nadie Señor”. “Pues, Yo tampoco te condeno”; esa mirada de Jesús es la mirada que nos dirige a cada uno de nosotros, que nos dirige a todos los hombres. Yo tampoco te condeno. Él que es el inocente, Él que sí que va a ser condenado siendo inocente y hasta una muerte de lo más ignominioso, me mira a mi y me dice “Yo tampoco te condeno, vete y no peques más”.

Señor, concédenos convertir el corazón a Ti. Concédenos apoyarnos en Tu Pasión y en la fuerza de Tu Pasión para poder vivir con la esperanza de hijos de Dios, que no hemos sido llamados a un juicio de justicia que no resistiríamos nadie, sino a un juicio de misericordia, por el cual Tu misericordia nos abre el camino de la vida eterna.

Que así sea para vosotros, que así sea para todos los que nos veis por televisión, que así sea para todos los hombres y mujeres de este mundo. Todos hemos sido rescatados por la sangre preciosa del Cordero inocente que es Cristo. Y a todos se nos abre la puerta de la Casa del Padre, a pesar de que vengamos de apacentar cerdos, el Padre celebra una fiesta con nuestra vuelta, con nuestro regreso a casa.

Gracias Señor por Tu misericordia y gracias por haber sido dignos de conocer esa misericordia que nos permite vivir con esperanza en medio de estas circunstancias tan doloras y tan tristes para tantas personas.

+ Javier Martínez
Arzobispado de Granada

30 de marzo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral

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