Fecha de publicación: 29 de junio de 2015

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Jesucristo, pueblo santo de Dios;
muy querido don Manuel;
queridos amigos todos:

Es obvio que las lecturas de hoy (sobre todo la primera lectura y el Evangelio, que son las que en los domingos siempre se corresponden la una a la otra y tienen que ver la una con la otra) nos hablan de la vida y de la muerte. Nos dice la primera lectura que Dios no quiere la muerte y no quiere la muerte de sus criaturas. Y Jesús en el Evangelio se muestra -lo mismo que en la Resurrección de Lázaro o en la del hijo de la viuda de Naim- como Señor de la vida: el que devuelve la vida a los muertos y el que cura a los enfermos, los muestra como la vida y la salud, la integridad de la salud.

La muerte para nosotros es un enigma, un enigma inmenso porque en parte lo ha sido para todos los hombres en todas las culturas; pero sólo en parte, porque mientras los hombres han vivido más en contacto con la naturaleza y más conscientes de eso que el Papa ha subrayado tanto en la última encíclica de que nosotros estamos en íntima conexión con todos los demás seres de la naturaleza, la muerte aparecía mucho más en la experiencia humana como parte de la vida, y se contaba con ella. Mientras que en nuestra cultura, acostumbrados a que el hombre domina la naturaleza y se sitúa por encima de ella, la muerte nos aparece siempre como una justicia de la que hay que buscar algún culpable, e incluso se convierten las afirmaciones de la fe -como que Dios no quiere la muerte de sus criaturas o como que el Señor es capaz de levantarnos de la muerte- en una objeción contra la justicia de Dios o contra la bondad de Dios.

Decía un amigo mío protestante que en una liturgia una letanía, que se lee en la liturgia anglicana, se pedía siempre la gracia de una buena muerte. Dice: y cuando la rezaban nuestros padres es que querían prepararse para el juicio de Dios; lo que ellos llamaban una “buena muerte” era una muerte que les diera tiempo a prepararse para el juicio de Dios, porque aquellos hombres temían el juicio de Dios. Dice: nosotros no tememos el juicio de Dios, lo que tememos es la muerte, y tememos la muerte porque somos nihilistas. Y yo creo que hay mucho de verdad. Para nosotros, la muerte es como una barrera última, no tanto porque sabemos que de ninguna manera nadie ha vuelto del reino de la muerte, excepto Jesucristo. Y digo excepto Jesucristo porque también la hija de Jairo o el hijo de la viuda de Naim o Lázaro (las tres resurrecciones que Jesús obra en los relatos del Evangelio -Lázaro después cogería una neumonía, o cogería un cáncer, o cogería otra cosa y también tuvo que pasar por la muerte-). Pero no es sólo que sepamos que nadie ha regresado del reino de los muertos, sino que para nosotros la muerte parece como una barrera última.

Yo creo que tememos la muerte porque nos falta fe en el Cielo, sobre todo; porque no tenemos la experiencia, no tenemos la certeza -nuestra fe es muy frágil- de que Cristo nos ha abierto el camino del Cielo, de que nuestro destino no es la muerte.

Claro que porque somos de carne y hueso, y porque tenemos un cuerpo y el cuerpo material está destinado a deshacerse, tenemos que pasar por la muerte, pero nuestro destino no es la muerte. Nuestro destino es el Cielo. Nuestro destino es Dios, porque el Cielo no es un sitio donde se coloca a los que han sido buenecitos. El Cielo es Dios. Y nosotros que somos imagen de Dios y que hemos sido redimidos por el Hijo de Dios y que el Hijo de Dios ha requerido compartir nuestra condición mortal hasta el dolor de la traición y de la mentira, y hasta beber, diríamos hasta el fondo, el cáliz de la miseria humana, siendo el único inocente, hasta la condena a muerte y una muerte ignominiosa como la de la cruz, ha derramado su sangre por nosotros.

Si el horizonte de nuestra vida es Dios, la muerte no es más que un episodio, y un episodio pasajero. Como le decía un sacerdote a unas mujeres, que estaban refugiadas en la torre de Ugíjar, en los martirios de la Alpujarra, le decía a un niño: ‘Dile a tu madre y a las otras mujeres que no se preocupen, que la muerte pasa presto y que mueran como buenas cristianas, y que lo que nos aguarda es el Cielo”. Esa conciencia de que estamos hechos para el Cielo cambia la experiencia de vivir.

Yo lo que quiero subrayar en este momento es que nuestra experiencia de la muerte no es que la muerte sea fruto del pecado, en el sentido de que si no hubiera pecado, no habría muerte. No. Lo que habría es una vivencia completamente diferente que no podemos ni imaginarnos. Si no hubiera habido pecado, la creación entera sería transparente. Yo no podría mirar ninguno de vuestros rostros sin estar viendo a Dios en ese rostro. Ninguno de nosotros podríamos mirarnos unos a otros sin percibir la imagen de Dios con una gratitud infinita, por la presencia de las personas que el Señor nos pone en el camino y en toda la creación podríamos ver una participación, un signo, un regalo, un don de Dios; cómo sería nuestra mirada y cómo sería nuestro corazón en esas circunstancias, y el morir no sería un romperse nuestras relaciones y nuestra vida aquí en la Tierra, sino el madurar de un fruto que llega a casa, el final de un viaje. Nadie, cuando estamos, aunque lleguemos muy cansados, cuando llegamos de una peregrinación, de un viaje, de una excursión, y volvemos a casa, nadie llegamos a casa con tristeza. Si llegamos a la vejez, o si nos aproximamos a la muerte con tristeza, si tenemos pánico del hecho mismo de envejecer, es porque no tenemos ninguna certeza de que lo que nos aguarda después es nuestra casa, es el hogar, es el lugar a donde pertenecemos, es el lugar donde soy amado como nadie me ha podido amar en este mundo, es el lugar donde los brazos del Padre me abrazan tal como soy con todo mi ser y me recogen y me hacen florecer en su vida inmortal y en su amor infinito. Es eso lo que se ha oscurecido por el pecado en la vida de todos los hombres y es eso lo que nuestra cultura nihilista nos hace todavía, nos crea como un muro que nos aísla de la Creación, nos aísla de los demás. Los cristianos no deseamos el Cielo porque no nos guste la vida, todo lo contrario: es, porque amamos lo bello que hay en la vida y porque reconocemos que eso bello que hay en la vida es un anticipo y un signo y una señal, un indicio, una participación, un rayo de luz del amor infinito de Dios, por lo que amamos y deseamos también el Cielo.

La expresión sería la de San Pablo, es decir: ‘Si muero, voy a estar con Cristo. Si Dios quiere que me quede aquí, será para vuestro bien. Por una parte, ¿qué es lo que yo más deseo?: estar con Cristo, pero si vosotros me necesitáis, pues aquí estoy con vosotros, lo que Dios quiera’. Esa actitud es la del cristiano. Eso se llama libertad. Uno no teme la muerte, no teme el que pasen los años, no teme el envejecer, no está pendiente todo el rato de si aparece una cana o una arruga o una cosa así como si fuera una desgracia horrorosa que tiene uno que ir después a salir de la depresión porque he visto que tenía tres canas en el espejo. Dios mío, exagero un poquito, pero me entendéis. Esa es la actitud del hombre y de la mujer que no tiene mas que… no es que ame la vida, porque la vida se ama más cuando se sabe que eso que hay de bello en la vida es simplemente el anticipo, y la promesa, y el pregusto de lo que me espera sin límites. Sin límites, y sin condiciones, y de una manera inagotable. Es porque no soy capaz de amar la vida, me agarro a lo poco que hay en este mundo de belleza porque es lo único, porque pienso que es lo único, por eso me agarro a ello.

Hay que pedirLe al Señor que nos descubra de nuevo la fe en la vida eterna, que nos abra el horizonte en nuestra conciencia. No hay nada más revolucionario en el mundo que poder descubrirnos como criaturas, pero como criaturas que participan de la vida de Dios y del Ser de Dios, y que estamos llamados a participar de la vida divina para siempre.

En este sentido es verdad que a nosotros no nos hace el Señor lo que hizo a la hija de Jairo, que eran signos de que Él era el Señor de la vida y de la muerte. Pero nos hace algo más importante. Yo he visto morir a personas sin fe, basta leer casi cualquier novela o acercarse a mucho del cine, y se ve lo que significa la muerte cuando no hay ningún horizonte. Y yo he visto morir a personas con fe. Yo he visto vivir a personas sin fe, quejándose de todo, permanentemente, como si la vida fuera una ocasión de lamento permanente. Y he visto vivir a personas con fe, capaces de dar gracias por todo, por todo, porque todo es don de Dios; capaces de pasar por enfermedades y por situaciones muy duras o muy difíciles, y pasar con paz y con alegría porque la compañía de Dios es infinitamente más grande. Ésa es una victoria sobre la muerte, la que más necesitamos mientras vivimos, y ésa nos la da el Señor.

PidámosLe que nos la dé; que podamos vivir la vida consciente, siendo capaces de reconocer la infinitud de los dones de Dios en nuestra vida, en la vida de todos, de cada uno, de cada ser humano, en la vida del mundo, en la vida de la Creación. Si es que todo, a donde vuelva mi mirada, Señor, estás Tú. Si todo es don tuyo. Mi propia vida es don tuyo, ¿de qué puedo yo presumir, qué derechos puedo reclamar delante de Ti si todo lo que soy es don tuyo? Si hasta mi capacidad de amar, de perdonar, de querer, en el sentido más bello y noble de la palabra, es un regalo tuyo. Si todo lo que hace de mi vida algo bello y hermoso es regalo tuyo. Señor, danos esa conciencia que nos libera, ya en esta vida, del poder de la muerte.

Lo malo de la muerte no es el hecho de la muerte. Lo malo de la muerte, como dice la Carta a los Hebreos: ‘Por temor a la muerte, vivir toda la vida como esclavos’. Eso es lo que es una tristeza de una condición humana cuando Jesucristo no está de una manera viva y fresca presente en nuestras vidas.

Señor, aumenta nuestra fe, como el centurión del Evangelio: ‘Creemos, aumenta nuestra fe’. Para que se multiplique en nosotros la alegría, para que se multiplique en nosotros la capacidad de amar la vida, el gusto por la vida, la gratitud por todo en la vida con la conciencia de que todo, todo, absolutamente todo es don tuyo, gracia tuya, signo de tu amor por nosotros.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

XIII Domingo del Tiempo Ordinario
28 de junio de 2015
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