Fecha de publicación: 30 de octubre de 2018

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios:

Nos reunimos, como todos los domingos, para celebrar el primer día de la semana; el día en que hacemos memoria de la Resurrección de Cristo; el día que equivale al primer día de la Creación, porque Cristo, que hace todas las cosas nuevas, nos ha recreado completamente en su victoria sobre la muerte. Y esa recreación permanece viva, no como un recuerdo (no nos reunimos para recordar nada del pasado). Nos reunimos porque el acontecimiento de la Pascua, la Pascua entera, el paso del Señor por nuestra pobre, dolorida humanidad, desde la Encarnación en las entrañas de la Virgen María, hasta su Pasión, su Muerte, su Resurrección y el don del Espíritu Santo, todo eso, misteriosamente, se hace don para nosotros en cada Eucaristía. Y se hace don para nosotros de una manera especial, única, justo cuando los cristianos nos reunimos para celebrar el domingo. Y según las enseñanzas del Concilio, también de una manera especial cuando los sacerdotes presididos por el Sucesor de los Apóstoles, por un Sucesor de los Apóstoles, se reúnen en la Iglesia que es madre de las Iglesias, de la diócesis, para dar gracias al Señor por su Presencia viva, que renueva en nosotros las maravillas, las hazañas de Salvación que el Señor ha hecho a lo largo de la historia. Y que se hacen presentes. Me diréis: “Bueno, pero el Señor curaba a un ciego y nosotros no estamos ciegos”. Nos cuenta un episodio, un acontecimiento de la vida de Jesús con el que espontáneamente no nos sentimos identificados; a lo sumo, si nos vamos haciendo mayores y tenemos cataratas, a lo mejor le pedimos al Señor que también nos cure de las cataratas o le pedimos que los médicos tengan sabiduría suficiente para aliviar y atinar en la operación de cataratas y que no se equivoquen, y que nos devuelva la vista o la salud.

No nos damos cuenta de lo ciegos que somos. Y os voy a poner nada más que dos ejemplos, uno tomado del Catecismo y otro del Credo, para que veáis hasta qué punto nuestra fe es frágil, está deteriorada en nosotros mismos. Y ese deterioro de la fe en nosotros, esa pérdida de fe, es la que tienen no pocas implicaciones en la situación del mundo. Una, empiezo por la que está tomada del Credo: cada vez que rezamos el Credo decimos “creo en la Comunión de los Santos”. Dios mío, nos damos cuenta siquiera de lo que decimos. Y si pensamos en ello bien, influye eso que es el fruto (celebramos la Comunión de los Santos inmediatamente después de decir “creo en el Espíritu Santo”), el primer fruto del don que Cristo hace de su Espíritu de hijos a nosotros, lo primero que hace es unirnos en un pueblo, en una familia, en un cuerpo. ¿Nos sentimos parte de ese cuerpo?, ¿no nos sentimos mucho antes españoles, o catalanes, o vascos, o irlandeses, o americanos que hijos de Dios, llamados a formar -en palabras de Jesús- un solo rebaño y un solo pastor?

 Está en el Credo. Pero, en todas las plegarias eucarísticas, cada vez que celebramos la Eucaristía, inmediatamente después de la Consagración, lo primero que se pide: “Señor, que por tu Espíritu Santo, que nos ha dado el Cuerpo y la Sangre de Tu Hijo, formemos en Cristo un solo y un solo Espíritu”. ¿Vivimos los cristianos siquiera con la conciencia de que somos un pueblo? Yo creo que no. Honestamente no. Y puedo poner ejemplos de personas que han dicho yo soy primero español, o vasco, o catalán, o lo que queráis, o uruguayo, y después católico. Mi catolicismo es un adjetivo en mi vida. En cambio mi pertenencia carnal a una comunidad política pasa por delante, o a un partido político. Y a veces, no somos capaces ni siquiera entre nosotros de hablar de esa diferencia que es secundaria, absolutamente secundaria, con respecto al horizonte que Cristo nos ha abierto de la vida eterna.

 Os he dicho que sólo iba a comentar una palabra del Credo. No voy a comentar que también en el Credo decimos “Creo en la vida eterna”. Pero, en la vida de cualquier sacerdote, todos hemos escuchado miles, pero miles y miles de veces, “que el Señor me dé salud que es lo más importante”. La salud no es lo más importante. Lo más importante es la Gracia de Dios. La salud la vamos a perder todos en algún momento. Claro que se le puede pedir al Señor, pero no es lo más importante. Se puede tener una salud de hierro, fantástica, y si uno vive sin Dios, la vida es miserable. El verdadero mal no es perder la salud. El verdadero mal es perder a Dios. Y si Cristo ha venido es para abrirnos el horizonte de la vida eterna. Pero cuántas veces pensamos que el mal de los males es la muerte, y detrás de la muerte perder la salud. Dios mío somos mortales. Vamos a morir. Pero hay una diferencia radical entre tener experiencia del Amor infinito de Dios, que me hace razonable esperar en la vida eterna, o no tener esa experiencia. Dios mío, no hablo de vosotros, hablo de mí, y hablo de tantas personas que nos decimos practicantes; y no es tanto un regaño cuanto un dolor de que nos perdamos lo más bello de nuestra fe: la Comunión de los Santos, que nos hace a los unos miembros de los otros; que nos hace vivir unidos, que uno no pueda decir “yo” sin que eso incluya a la Virgen María, a una legión inmensa, innumerable de hijos e hijas de Dios que son parte de mi familia que son parte de mi pueblo, de los que me puedo sentir orgulloso aunque yo sea un pobre pecador. Y cuando os digo la vida eterna, el horizonte de la vida eterna, cambia la vida. ¿Por qué nuestra vida no aparece ante el mundo como una vida cambiada?

Acabamos de terminar el Sínodo de los jóvenes. Hace apenas treinta años sería inimaginable que cuatro mil o cinco mil obispos del mundo entero, junto con el Santo Padre, se hubieran reunido para tratar de vuestra vida. Lo que más vosotros necesitáis, lo que más echáis de menos de nuestras vidas, de las vidas de los adultos que tenéis cerca, incluso de los colegios donde estudiáis, es que os podamos dar testimonio que es posible vivir siempre con alegría, porque hay un amor que no acaba y que es más fuerte que la muerte, y nosotros hemos encontrado ese amor. Y por lo tanto, podemos vivir de la luz, de la alegría, podemos cantar, no como quienes buscan distraerse de las dificultades, o de los sufrimientos, de los dolores de la vida, o de los desamores de la vida, sino como la experiencia de alegría que brota de lo más íntimo de uno mismo cuando uno ha encontrado una razón para vivir y para morir, una razón para dar siempre gracias en la vida y en la muerte, porque somos hijos del Dios inmortal y la muerte no tiene, ni la muerte siquiera tiene poder sobre nosotros, mucho menos el mal de los hombres o el mal del propio corazón.

Pero decía que os iba a decir otra cosa que no es del Credo pero sí del Catecismo. Y apelo al Catecismo más antiguo, al de cuando yo era niño. “¿Dónde está Dios?”, decía el Catecismo. Y la respuesta era muy sencilla: “Está en todas partes. En el cielo, en la tierra, y en todas partes”. Quién de nosotros, cristianos practicantes, que comulgamos, tiene la conciencia de que donde yo mire lo que veo es a Dios. Mire donde mire. Desde las hojas de un árbol que caen, hasta las montañas, las nubes, todo participa en el Ser de Dios, menos el mal, que no tiene consistencia ni tiene ser. Me diréis: entonces, el mal cómo nos atrae tanto a veces. Pues, nos atrae porque estamos hechos para el bien y hasta el mal más terrible contiene algo de bien, y es ese bien que hay en él el que nos engaña y el que nos seduce, no el mal. A nadie le atrae el mal por el mal. Tiene uno que estar verdaderamente corrompido y destruido para que le atraiga el mal; atrae el poder; atrae el poseer cosas, porque las cosas son buenas, atraen bienes que nos hacen olvidarnos que el Bien, fuente y plenitud de todos los bien, es Dios. ¿Pero quién de nosotros ve a Dios en todo?, quién de nosotros cuando se levanta piensa: ”Qué suerte. Señor, qué regalo. Qué regalo vivir, porque vivo en Ti”; en Ti nos movemos, en Ti existimos. No es que Tú seas solo la suma de las cosas del mundo, eres infinitamente más grande que el mundo entero, pero estás en todas las cosas. Y estás, sobre todo, en tu criatura, el hombre; en ese rostro humano que tengo delante, a lo mejor retorcido de dolor, de amargura, o de resentimiento, o de odio. Pero qué sé yo cuál es la raíz de ese odio; qué mal puede haber sufrido esta persona para poder odiar. Cómo podríamos disfrutar de la vida pidiéndole al Señor: “Señor, dame unos ojos para poder mirar las cosas, las personas, a ese compañero de trabajo al que no aguanto, a esa persona de mi familia o de la familia política que siempre me pone de los nervios, darme la gracia de poder mirarla como Tú me miras a mi, de poder mirar el mundo como Tú lo miras, con el amor que Tú le tienes”.

Tal vez seríamos menos destructivos, hasta con el mundo físico. Lo cuidaríamos mejor. Cuidaríamos mejor todas las cosas. Cuidaríamos mejor todas las relaciones si nos diéramos cuenta de que Dios está en todas partes. ¿Estamos ciegos o no estamos ciegos? Yo lo estoy. Se me olvida constantemente. Y Le pido al Señor… Porque el Señor no pide mucha sabiduría. Pide que tengamos fe en Él. A la hemorroisa, a la mujer cananea, a la samaritana que iba por agua, al ciego del Evangelio de hoy, no les pedía mas que tener fe en Él.

Señor, ábreme los ojos. Si la obra de redención que Tú has hecho es para que yo pueda vivir contento, para que podamos vivir felices, para que sepamos querernos bien, para que podamos realmente disfrutar de la vida sin resacas. Tú, que quieres mi felicidad más que yo, ábreme los ojos. Dame la luz de la fe, para que no viva en la oscuridad.

Que sea así por la intercesión de Tu Madre, para todos nosotros y, especialmente, para vosotros, hijos. Si no sabemos los mayores daros testimonio de la Belleza que Cristo nos ha traído y aportado a nuestra vida, que el Señor, que tiene mil caminos que nosotros no sabemos, os ayude a descubrirla. No hay nada tan bello como haber conocido el amor de Jesucristo. No hay nada que haga la vida tan preciosa y tan digna de ser vivida como el haber encontrado a Jesucristo. Que Él os dé la gracia de encontrarLe; que nos la dé a todos.

Hacemos profesión de nuestra fe.

 + Javier Martínez

Arzobispo de Granada

28 de octubre de 2018

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