En el desarrollo histórico de la cultura occidental la palabra fue perdiendo valor. En cualquier trámite civil o religioso es necesaria la existencia de un escrito que garantice veracidad. Sin embargo, eso no ha impedido el surgimiento de figuras que sobresalieron por el poder de su palabra. Este es el caso de san Vicente Ferrer, dominico nacido en Valencia en 1350.

En 1367 Vicente tomó el hábito dominicano. Realizó sus estudios en Barcelona y desde entonces ya era reconocido como gran predicador. Fue ordenado presbítero en 1379 y regresó a su convento en Valencia. Fue elegido Prior en un difícil contexto: la Peste negra, relajación espiritual de muchos religiosos y el cisma de occidente.

En 1386 empezó una intensa labor en Valencia. Era catedrático de Teología, predicador, confesor y consejero. Fue reconocido como Maestro en Sagrada Teología. En 1394 Benedicto XIII, el Papa de Aviñón, lo llamó para ser su confesor y asesor diplomático.

Fray Vicente se percató del grave daño del cisma para la Iglesia. Pidió al Papa salir de la curia para dedicarse a la predicación. En 1399 empezó una ardua labor misionera por gran parte de Europa. Los pueblos salían a recibirlo cuando llegaba a predicarles y pasaba la jornada visitando a los más necesitados. Sus sermones eran transcritos y recorrían toda Europa. En 1412 fue uno de los elegidos para dirimir la sucesión de la corona de Aragón.

Su presencia en los pueblos era considerada signo de paz y reconciliación. Fue Maestro de vida espiritual. Sobresale su obra Tratado de la vida espiritual. Para Vicente la «contemplación» es inseparable de la oración y del estudio. Murió en Francia el 5 abril de 1419.