Fecha de publicación: 24 de julio de 2021

Era el pequeño de los siete hijos dos labradores bien acomodados, vecinos y naturales de la localidad vallisoletana de Ventosa. Se crió con la devoción familiar a San Isidro Labrador. Cuando recibió el sacramento de la Confirmación, se fue decantando hacia la vida contemplativa. Cerca de su casa contaba con la presencia de los jerónimos de La Mejorada de Olmedo o de los dominicos del convento vallisoletano de San Pablo.

Los frailes dominicos sabían fascinar con el horizonte de las misiones, entre ellas las de Indochina de Tong-King, fundada en 1676, y con el testimonio de sucesivos mártires.. El ventosero decidió su entrada en la Orden de Predicadores, desarrollando su noviciado y parte de sus estudios en el convento dominico. Con 21 años fue convertido en presbítero siendo ordenado el 21 de diciembre de 1799, ordenación que recibió de manos del mismo obispo que le había confirmado años antes.

Los progresos en aquellas tierras de los misioneros debieron atraer a fray José, solicitando su paso al convento de Ocaña, “semillero de mártires”. Tras la muerte de su padre, en mayo de 1805 salió rumbo a Oriente desde el puerto de Cádiz en un barco inglés, manteniendo por correspondencia, casi siempre desfasada en fecha, comunicación con su familia.

Formaba grupo con otros treinta jóvenes. Pasó por las islas de Cabo Verde y Fernando Poo, el Congo francés o el cabo de Buena Esperanza, el estrecho de Malaca, el mar de China hasta desembarcar en Manila el 3 de julio. Allí fueron recibidos por los dominicos del convento de Santo Tomás donde se alojaron.

Estos cuatro meses se convirtieron en todo un noviciado misionero como escribió José María Arévalo. La travesía desde Filipinas hasta Indochina, al norte de Vietnam, fue todavía más difícil. La nave que les transportaba se tuvo que enfrentar, no sólo a la posible acción de los piratas, sino también a las tempestades del golfo de Tong King y a la vida cruenta de la epidemia dentro del barco. En esa atención a los moribundos y agonizantes se tuvo que emplear fray José y sus compañeros, como plasmó en su correspondencia.

Aunque desembarcó el 18 de febrero de 1806 en el puerto indochino de Turón, hubo de esperar varios meses para continuar hasta Tong King, ámbito territorial pacificado con el gobierno del rey Gino Laong. Los primeros misioneros habían desembarcado en 1626, mientras que cincuenta años después dominicos españoles de la provincia del Rosario de Filipinas se encargaron de la misión de Tong King central.

Cuando llegó Fernández Ventosa, el estado de la misión era desolador: cuatro misioneros europeos, cuarenta y tres sacerdotes vietnamitas de los cuales dieciocho eran del clero secular y dominicos los restantes. El Vicariato Apostólico regentado por los dominicos contaba con siete provincias, 297.350 cristianos y un crecido número de catecúmenos diseminados por novecientas poblaciones. José Fernández, después de un accidentado viaje, llegó débil de salud y cayó enfermo. Durante su larga convalecencia estudió la lengua y cultura indochinas. Fue asignado a Kiên-Lao; allí, además de atender al ministerio, dedicó su tiempo a orientar y dirigir el colegio de latinidad (seminario menor), y de catequistas y sacerdotes, para formar buenos educadores en la fe. Su delicada salud no fue óbice para entregarse al apostolado, que era mucho por ser muchos los cristianos y pocos los misioneros.

Los decretos de persecución no habían sido derogados, pero parecía que habían quedado en el olvido, o por lo menos no impedían el apostolado de los misioneros: “A pesar de la persecución, en la que hemos sufrido los efectos de la más rigurosa, actualmente estoy levantando las casas que se derribaron en este Colegio de Nimh-Cuòung, por orden del P. Vicario. Nadie se mete con nosotros”. Esta calma la aprovecha José Fernández para dedicarse de lleno a la evangelización.

El padre Fernández era veterano de treinta años en la misión, vicario provincial, rector del colegio de latinidad (seminario menor) cuando se recrudeció la persecución en 1838 en la que Minh-Manh dio tantos mártires a la Iglesia. El real decreto mandaba a los mandarines y gobernadores que encarcelasen a todos los misioneros europeos y a los vecinos de las casas donde se escondía un misionero. Esto provocó el miedo en los cristianos, que le obligaron a salir de Ninh-Cuòng y lo rechazaron en Côn-Liêu, por lo que tuvo que huir de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, tratando de no caer en manos de sus perseguidores.

En uno de esos refugios, cuando se hallaba solo y abatido, se encontró con el anciano padre Tuan y ya no se separaron hasta el martirio. Estuvo escondido varias semanas en una hoya cubierta con césped, sin otra luz ni ventilación que la del agujero que se puede hacer con una caña de trigo o arroz. Tantas idas y venidas, tantos sobresaltos, quebrantaron su salud. Se recuperaba entre sus cristianos, cuando el sacerdote nativo José Bien escribió unas cartas en español y anamita dirigidas a los obispos Delgado, Henares y Jerónimo Hermosilla, al padre Fernández y a otros sacerdotes vietnamitas. Estas cartas fueron interceptadas en An- Lien. Conocedores los soldados de los refugios de los misioneros, apretaron el cerco hasta que, uno a uno, todos fueron hechos prisioneros.

Presos traidoramente por un mandarín, el 18 de junio de 1838 en el Vicariato Occidental, fueron conducidos ante el tribunal de inmediato. Al día siguiente les llevaron en una gavia o jaula de bambú a Sahn-Vi-Hoan (hoy Nam-dinh, capital de la provincia meridional), adonde llegaron el 22 del mismo mes. Presentados ante los mandarines, confesaron tan gloriosamente la fe que merecieron ser arrojados a la cárcel, donde padecieron muchos trabajos y vejaciones por parte de la soldadesca, bien quitándoles el poco alimento que les daban, bien maldiciéndoles con blasfemias contra lo más santo. Fueron condenados a pena de muerte el 22 de junio. El padre José aguardó la confirmación de la sentencia en su gavia. El 23 de julio de 1838 llegó la confirmación de la sentencia de muerte por degüello, que al día siguiente se ejecutó hacia las dos de la tarde. El padre Tuan sucumbió a los malos tratos y murió el 15 de julio, días antes de llegar la confirmación de la sentencia. Para degollar al padre Fernández tuvieron que sacarle de la jaula, pues el mártir no podía valerse por sí mismo. Allí mismo enterraron su cadáver, mientras su cabeza, después de ser expuesta al público por tres días, fue arrojada a lo más profundo del río, de donde no fue posible recuperarla. Meses después el cuerpo fue trasladado al oratorio del colegio.