Natural de Atenas, san Egidio es hijo de una familia de la aristocracia helena. Tras su temprana conversión al cristianismo, de joven emigró para establecerse en la Provenza, al sur de Francia. Allí paso unos años junto a san Cesareo, en Arlés, para después establecerse en una humilde ermita dentro de uno de los bosques cercanos a la desembocadura del Ródano.

San Gil se entregó durante unos años a la vida de oración y ayuno en soledad, donde maduró su relación con Dios. La leyenda popular cuenta que hacía penitencia alimentándose de hierbas, raíces y otros frutos del bosque, además de la leche de una cierva que visitaba al santo con regularidad.

El relato cuenta que un día, durante una de las partidas de caza del rey godo Flavio, que trataba precisamente de apresar a la cierva, una de las flechas hirió por accidente al cenobita entre la maleza. Este encuentro fortuito sirvió para que el rey y el ermitaño trabasen una amistad que llevó a la fundación de un monasterio del que san Gil fue el primer abad.

Como otros santos ermitaños de la historia cristiana, san Gil tornó la soledad eremítica por una vida junto a una floreciente comunidad monástica. A esta comunidad de monjes se debe la evangelización de buena parte de la actual región del Languedoc francés. Por todos sus milagros y curaciones se le conoció en su época como el “santo taumaturgo”, extendiéndose su fama a otros países como Bélgica, Holanda o Italia.

Se le considera un abogado de los pecadores, además de santo protector de pobres, tullidos y arqueros. La tumba de San Gil se encuentra actualmente en una abadía en Nimes.