Fecha de publicación: 30 de abril de 2019

La editorial “Nuevo Inicio” de Granada ha publicado recientemente un libro de Stanley Hauerwas, también relacionado con la fe y la medicina: Poner nombre a los silencios. Dios, la medicina y el problema del sufrimiento. Y en el blog “Ciudad de Dios y de los hombres” irán apareciendo en fechas próximas otros textos sobre la relación entre medicina y religión, o entre bioética y teología, que ayuden a los cristianos (y acaso también a otros) a reflexionar sobre estas cuestiones con algo más de rigor del que tiene nuestro actual debate público.

Tomado de Suffering Presence: Theological Reflections on Medicine, the Mentally Handicaped, and the Church, University of Notre Dame Press, Notre Dame, Indiana, 1986, pp. 63-83. Reimpreso en M. Therese Lysaught & Joseph J. Kotva (eds.), On moral Medicine. Theological Perspectives in Medical Ethics. Third Edition, Eerdmans, Grand Rapids, Michigan, 2012, pp. 43-51.

—–

Salvación y salud: por qué la medicina necesita la Iglesia
Stanley Hauerwas

Un texto y un relato

Aunque no es inaudito que un teólogo comience un ensayo con un texto de la Escritura, es relativamente raro que aquellos que abordan temas médicos lo hagan. Sin embargo, empiezo con un texto, ya que casi todo lo que tengo decir no es sino un comentario sobre este pasaje de Job 2: 11-13: “Tres amigos de Job se enteraron de todos estos males que le habían sobrevenido, y vinieron cada uno de su país: Elifaz de Temán, Bildad de Súaj y Sofar de Naamat. Y juntos decidieron ir a condolerse y consolarle. Desde lejos alzaron sus ojos y no le reconocieron. Entonces rompieron a llorar a gritos. Rasgaron sus mantos y se echaron polvo sobre su cabeza. Luego se sentaron en el suelo junto a él, durante siete días y siete noches. Y ninguno le dijo una palabra, porque veían que el dolor era muy grande”.

No quiero comentar inmediatamente el texto. En su lugar, pienso que es mejor empezar contando una historia. La historia es sobre una de mis primeras amistades. Cuando yo estaba en mi primera adolescencia tenía un amigo, vamos a llamarle Bob, que significaba todo para mí. Dimos nuestros primeros pasos vacilantes para crecer compartiendo esas cosas que hacen los jóvenes: es decir, salir con dos chicas a la vez, actividades deportivas, y un sin fin de discusiones sobre cada tema. Durante dos años fuimos inseparables. Yo apreciaba mucho la amistad de Bob, ya que no sólo era más brillante y más talentoso que yo, sino que también provenía de una familia de condición económica bastante mejor que la mía. A través de Bob fui introducido en un mundo que de otro modo difícilmente hubiera sabido que existiese. Por ejemplo, pasábamos horas en su casa jugando al billar en una habitación que fue construida para ese propósito; y nadábamos en el lago sobre cuya vista se había construido expresamente su casa.

Un domingo por la mañana muy temprano recibí una llamada de Bob pidiéndome que fuese a verle inmediatamente. Lloraba intensamente, pero a través de su llanto fue capaz de decirme que acababan de encontrar su madre muerta. Se había suicidado colocando una escopeta en su boca. Yo supe inmediatamente que no quería ir a verlo ni tener que enfrentar una realidad como esa. Yo no había conocido aún la desesperación que se esconde bajo nuestras rutinas diarias, y no quería conocerla. Además, no quería ir porque sabía que no había nada que pudiera hacer o decir para hacer que las cosas pareciesen mejor de lo que eran. Finalmente, no quería ir porque no quería estar cerca de alguien que hubiese sido tocado por una tragedia semejante.

Pero fui. Me sentí torpe, pero fui. Y al llegar a la habitación de Bob nos abrazamos, un gesto casi inaudito de entre jóvenes del suroeste, y lloramos juntos. Después de ese primer momento de tristeza compartida, de algún modo nos calmamos y dimos un paseo. Estuvimos juntos el resto del día y de la noche. No recuerdo lo que dijimos, pero recuerdo que fue intrascendente. No hablamos de su madre o de lo que había sucedido. No especulamos acerca de por qué ella podría haber hecho tal cosa, aunque no podía creer que alguien que parecía tener una vida tan buena quisiera morir. Hicimos lo que siempre hacíamos. Hablamos de chicas, de fútbol, de coches, de películas y de cualquier otra cosa que fuera lo suficientemente intrascendente como para distraer nuestra atención de este horrible suceso.

Al pensar en ese momento, ahora me doy cuenta de que sin duda ha sido uno de los acontecimientos más importantes de mi vida. Que fuese así queda al menos parcialmente indicado por la frecuencia con la que he pensado en ello, y he tratado de entender su significado en los años transcurridos desde entonces hasta ahora. Y cada vez que he reflexionado sobre lo que sucedió en ese corto espacio de tiempo, he recordado también lo inepto que fui para ayudar a Bob. No sabía qué es lo que debería o podría decirse. No sabía cómo para ayudarle a sortear un suceso tan horrible, de modo que pudiera seguir adelante. Lo único que pude hacer fue estar presente.

Pero el tiempo me ha ayudado a comprender que esto es todo lo que él quería. Esto es, mi presencia. Porque tan inepto como fui, mi voluntad de estar presente era una señal de que no era un acontecimiento tan horrible que nos alejase de todo otro contacto humano. La vida podía continuar, y en los días que siguieron pudimos volver a nadar juntos, concertar citas dobles, y en general perder el tiempo. Ahora creo que en ese momento Dios me concedió el maravilloso privilegio de ser una presencia frente a un dolor y sufrimiento profundos, incluso cuando yo no apreciaba el significado de estar presente.
Sin embargo, la historia no puede terminar aquí. Porque si bien es cierto que Bob y yo seguimos siendo amigos, nada fue igual. Durante algunos meses continuamos viéndonos a menudo, pero de alguna manera la alegría inocente de querernos se había ido. Lentamente nos dimos cuenta de que nuestras vidas iban en diferentes direcciones e hicimos nuevos amigos. No hay duda de que la diferencia entre nuestras oportunidades sociales y culturales ayuda a explicar hasta cierto punto nuestra separación. Bob finalmente fue a Princeton y yo a la Southwestern University en Georgetown, Texas. 

Pero ese tipo de explicación para nuestro distanciamiento es insuficiente. Lo que estaba entre nosotros era ese día y esa noche que pasamos juntos bajo el peso de una tristeza profunda que ninguno de nosotros, hasta ese momento, sabía que pudiera existir. Habíamos compartido un dolor tan intenso que por un corto período de tiempo nos había hecho más cercanos de lo que nos dábamos cuenta, pero ahora el mismo dolor que creó ese compartir se puso en medio del desarrollo de la amistad. Ninguno de los dos queríamos recuperar ese tiempo, y tampoco sabíamos cómo hacer de esa noche y ese día una parte de nuestra historia juntos. Así que fuimos por caminos separados. No tengo ni idea de lo que ha sido de Bob, aunque de vez en cuando me acuerdo de preguntar a mi madre si sabe algo de él.

¿Tiene la medicina necesidad de la Iglesia? ¿Es que podrían, acaso, este texto y esta historia ayudarnos a entender esa cuestión, y mucho menos aún, sugerir cómo se podría responder? Sin embargo, voy a defender en este ensayo que así es. Dicho brevemente, lo que intentaré demostrar es que si la medicina puede entenderse correctamente como una actividad que entrena a algunos en orden a saber ser presencia para los que sufren, algo muy parecido a la Iglesia tendrá que ser necesario para sostener esa presencia día sí y día también. Antes de intentar desarrollar esa tesis, sin embargo, necesito hacer un poco de desbroce conceptual para dejar claro exactamente qué tipo de afirmación estoy tratando de hacer sobre la relación entre salvación y salud, medicina e Iglesia.

Texto completo pinchando en este enlace