El curso de verano y Congreso en nuestra Diócesis abarca un tema, que para muchos puede sonar contradictorio: “La economía del deseo”. Economía y deseo, un binomio. Cómo se aúna ese binomio.
No creo que sea contradictorio. La economía está hecha un 20% por hechos, un 80% por expectaciones, fantasías, deseos. Cada hombre tiene su sistema de deseos. Muchos piensan que la economía está hecha sobre las necesidades humanas. Pero eso no es cierto. La necesidad en el hombre se presenta como deseo. Los animales tienen necesidades. El hombre no. Tomamos los grandes instintos de la vida: instinto sexual e instinto de la autoconservación. Hay muchas cosas que por sí mismo ofrecen al cuerpo los materiales que necesita para vivir, pero no son comida, no las comemos. Un ejemplo: la carne humana. Dicen que es muy sabrosa, pero no comemos carne humana. ¿Por qué? Porque la necesidad debe ser elaborada culturalmente como deseo y no hemos elaborado la carne humana culturalmente como objeto de deseo. En la modalidad de la satisfacción de nuestra necesidad se expresa nuestra personalidad. Lo mismo acontece en la economía. Compramos algunas cosas porque vemos en esas cosas no sólo la satisfacción de la necesidad, sino también algo de belleza, algo de correspondencia con nuestra personalidad. Afirmamos en el objeto nuestra persona.

Concretamente, usted trata de una fenomenología del deseo.
Una palabra primero sobre economía. ¿Por qué fracasaron las economías marxistas? Porque el marxismo piensa en una economía de necesidades. Y la persona no tiene sólo necesidades: tiene deseos. La economía de mercado es una economía que en el mercado permite un intercambio en que la persona toma lo que él desea. Y de esa manera, da al productor la información sobre lo que vale la pena producir. Es una economía mucho más eficiente. ¿Es siempre una economía humana? No siempre. Porque el deseo por sí mismo es algo inestable: hoy deseo una cosa y mañana deseo otra. El deseo nunca se queda en un objeto determinado. Siempre quiere otra cosa. Y de esa forma desordena la vida propia y la vida de los otros. Y cada vez, cuando en el objeto deseado me doy cuenta que eso no es la felicidad, entra un elemento de desprecio, de odio casi, y consumo las cosas destruyéndolas. San Agustín usa la expresión “útil”. “Util” significa consumar las cosas sin amarlas y destruyéndolas al final. Porque el deseo humano es más grande que las cosas; más grande que la totalidad de las cosas.

San Agustín dice que el objeto adecuado de deseo humano sólo es Dios. Sólo cuando el hombre encuentra a Dios, después tiene la capacidad de volver su mirada al mundo, considerando las cosas, y perdonándole su finitud. “Esta mujer no es la más hermosa del mundo, tampoco la más sabia del mundo, ni la más santa del mundo, pero Dios la ama, y en el Amor de Dios la amo yo también, y le perdono sus límites como ella me perdona a mí mis límites”. Y eso permite entrar con las cosas en la relación en que la utilizamos, pero respetándolas e intentando hacer que puedan expresar toda la potencialidad de belleza, de bien, de verdad que tienen. A esta otra modalidad San Agustín la llama “frui”, que es utilizar, pero utilizar en el amor. Hay el deseo destructivo, que es el deseo que no se transforma en un amor auténtico; y hay el deseo que es el punto de partida para un amor auténtico.

Y también en el curso en Granada habla de Juan Pablo II y el capitalismo tardío. Esa relación cómo se comprende.
Volvemos a San Agustín. En “De Trinitate” habla de dos modalidades en el ejercicio de la razón. Una es la scientia (ciencia): organizar las cosas para que sean instrumentos de la voluntad, para conseguir lo que quiero, como instrumentos. Las ciencias naturalezas son los instrumentos principales con los cuales organizamos el mundo. La otra parte de conocimiento de la razón es la sabiduría. La sabiduría nos dice lo que vale la pena desear. Es la educación del deseo. El mundo que vivimos es un mundo que ha privilegiado la ciencia sobre la sabiduría, y es un mundo sin sabiduría. Aumenta continuamente la calidad y la cantidad de los instrumentos que tenemos para satisfacer nuestros deseos, pero hemos perdido la capacidad de desear. Y muchas veces el hombre está tan absorbido en su trabajo que se considera simplemente como un sujeto de la producción y del consumo. Hemos perdido la medida de lo que los romanos llamaban “ocium”, que no era no hacer nada, como el ocio nuestro. El “ocium” era el tiempo en que el hombre cuidaba a su humanidad y a la humanidad de otros, el tiempo de la amistad, el tiempo del compromiso para el bien común. Todo eso para muchos se ha perdido. En otros casos, tenemos un deseo que no tiene reglas; que no es un amor; es un deseo destructivo, o es un deseo que no encuentra el camino para hacerse realidad, para encontrar el objeto adecuado. Tantas mujeres, tantos hombres… y ningún amor.

En el capitalismo tardío, parece que el orden económico no está apoyado y limitado por un orden ético, jurídico y político. Se pierde la capacidad de gozar de la relación del otro, de la comunidad, lo que se llama solidaridad. ¿Puedo ser realmente feliz en una ciudad en la que hay otros que se mueren de hambre? El hombre es un individuo pero es también una comunidad, hecho para ser miembro de una comunidad. Y ser comunidad significa que el deseo del otro es parte de mi deseo. No puedo decir lo que yo deseo realmente sin incluir en mi deseo el deseo de los otros. Puede parecer difícil, pero no lo es. ¿Puedo decir lo que quiero si no sé lo que quiere mi mujer? No puedo definir lo que quiero sin incluir a mi mujer en mi deseo, o a mis hijas, o a mis nietos, y progresivamente se va configurando la idea de un bien común, que cada uno define su bien en relación al bien de los otros.

Cómo o dónde se alcanza la profundidad del deseo del que habla, y que no sea un deseo reducido a capricho o a lo que me apetece.
Eso acontece en la experiencia del amor y de la educación. Hay alguien que ha vivido una experiencia de amor auténtico y la comunica, y comunicándola educa a otros para que entre en esta experiencia de amor auténtico. Podemos utilizar dos palabras para definir eso. La raíz, en un cierto sentido, es la familia, pero podemos utilizar dos palabras para definirlo en un sentido más amplio. Una es la palabra nación. Los hombres que son más próximos (podemos también usar la palabra humanidad, pero la humanidad más próxima en mí de la cual yo soy responsable más directamente es la familia y la nación). La otra palabra que podemos utilizar es la palabra Iglesia, porque esta capacidad de incluir al otro en la definición de mí mismo es algo que entró en la historia del mundo, se hizo concreto con el Acontecimiento cristiano. Es la Eucaristía. Los que comparten el pan se hacen miembros los unos de los otros. Y esta potencialidad teórica, de permitir al otro entrar en mi vida, se transforma en una fuerza real que cambia el mundo paulatinamente, con progresos y regresos… se hace historia.

Nos encontramos actualmente en una crisis que podríamos definir antropológica: la persona está muy herida, muchas de las cosas que nos rodean son arbitrarias y la persona se encuentra perdida en este contexto. La Iglesia –decía el Papa Francisco- es un hospital de campaña. Qué opina de ese contexto de crisis humana, de crisis antropológica.
Hay mucha gente que vive sola. ¿Qué es la crisis antropológica? La incapacidad de constituir comunidad. Y el hombre que no constituye comunidad se queda solo. Tenemos casi una veneración de la libertad, pero es una libertad mal entendida. Porque la libertad no es el valor más alto. Es la condición del valor más alto. El valor más alto es el amor. La libertad está dada para hacer posible el libre don de sí, para constituir comunidad: comunidad en la familia, en la Iglesia, en la nación, en la ciudad, en la empresa, en todas las diversas dimensiones de la vida. El hombre que ha perdido su dimensión de comunidad vive solo y los otros hombres son el infierno. El límite de una libertad que no acepta la experiencia fundamental del don de sí misma en el amor. Eso empieza con el hombre y la mujer, cuando la mirada ve en el otro un objeto a utilizar y no la posibilidad de constituir una comunión.

Paqui Pallarés