Fecha de publicación: 23 de septiembre de 2020

Queridísimos hermanos:

En esa revolución que fue desde el primer momento el Acontecimiento de Jesucristo, el Hecho de Jesucristo, la Persona de Jesucristo, y que sigue siendo hoy el hecho cristiano, es un escándalo, un escándalo para el mundo. Cuando Cristo aparece como el único capaz de abrazar nuestra humanidad en toda su plenitud y conducirnos al destino final que aguardamos, que es una plenitud de vida y de amor, que triunfe sobre el espacio y el tiempo, que triunfe sobre nuestras limitaciones, que triunfe también sobre nuestro pecado; y en esa revolución de la que venimos hablando todos los días, en realidad, yo hacía ayer referencia a la dimensión de la familia y hoy quisiera hacer referencia a la dimensión del trabajo: del trabajo y de la tierra.

La primera misión que Dios da al hombre es cultivar la tierra: “Cultivad la tierra y sometedla”, dice. “Sometedla” significa sometedla a los fines de la vida humana. Sometedla no significa explotarla, no significa maltratarla, no significa romperla. Si tenemos conciencia de quién es Dios y de que todo lo que existe participa del Ser de Dios, no hay más que un modo de tratar la tierra y de percibir el valor del trabajo humano, que es cuidar de un trabajo grande que se nos ha hecho y que es imprescindible para nuestra vida. Es verdad que la mayor parte de nosotros en nuestras sociedades, llamadas “desarrolladas”, no tenemos apenas directamente relación con la tierra. Yo he crecido y he jugado siempre sobre asfalto en mis temporadas normales, excepto cuando iba al pueblo de mi madre en los veranos. Soy “urbanita”. No he vivido seriamente la vida en un pueblo, pero también soy consciente de que la urbanización del mundo entero como proyecto es un proyecto ya fracasado. Y nada lo pone tan en evidencia como este episodio último de este fracaso que es la pandemia.

Tenemos que recuperar un sentido del trabajo que ame la tierra, que cuide de las cosas (de las cosas que tenemos manufacturadas) y que cuide de las realidades que no son manufacturadas, porque no podemos dejar de necesitarlas. Jamás podremos prescindir de ellas. Mientras los seres humanos tengamos que comer, tenemos que recibir de la tierra lo que comemos, lo que nos vestimos, y tenemos que devolverle a la tierra de algún modo lo que recibimos de ella, con afecto y con respeto. Seguramente, algunos de vosotros, habréis visto algunas fotos o videos que hay en internet sobre islas de basura en el Pacífico, inmensas, que muestra simplemente que las botellas de plástico que tiramos al mar; la cantidad de minerales que están en las aguas; los ríos, los ríos en los que se tendrían que poder beber y no es posible ya beber de ninguna de las maneras; el aire contaminado, tenemos las mascarillas puestas por el virus, pero había países donde prácticamente en las ciudades ya se llevaba mascarillas muchos antes que el virus porque sencillamente el aire se hacía difícilmente respirable para cualquier persona más vulnerable en sus pulmones.

Nuestra ambición (porque no es otra cosa que nuestra ambición lo que ha generado y puesto a máxima velocidad el motor del desarrollo de nuestra cultura) ha hecho que destruyamos aquello mismo que nos ha sido dado para cuidar de ello. Especies animales, extinguidas o a punto de estar extinguidas; especies vegetales, extinguidas o a punto de estar extinguidas, muchísimas. Grandes compañías que han destruido bosques y grandes extensiones de terreno haciéndolas inservibles para la agricultura y, puesto que quedan todavía bosques en el mundo, no les preocupa el seguir destruyendo.

Hace unos meses toda una colección de incendios en un continente, en Australia. Australia es un continente entero, casi como Europa, y era una llamarada de fuego vista desde el satélite. Lo que eso significa para el mundo…Y somos ciudadanos de este mundo. Hubo un tiempo en que uno podría decir “yo es que mi horizonte es lo que pasa en mi pueblo o en mi ciudad, que es una ciudad pequeña”, y ahí estábamos llamados a intervenir. Es verdad que cada uno de nosotros podemos decir “¿qué responsabilidad tenemos?, qué responsabilidad tengo yo en los fuegos de Australia, o en los de Galicia, o en otros, ¿qué puedo hacer?”. Pues, todos podemos hacer algo y es vivir nuestra relación con la tierra, la relación con el trabajo de una manera mejor.

En primer lugar (y señalo unas cuantas pinceladas), siendo más responsables con el trabajo que hacemos. Es decir, ganándonos el pan que nos comemos. No procurar ganar lo más trabajando lo menos, sino ser justos. Un albañil que trabaja sus ocho horas, y si mi trabajo no necesita mis ocho horas, no pasarme el resto con ese “entontecedor” público y total que es viendo series de televisión, sino buscar hacer algo útil. Me decía una mujer no hace mucho que una hija suya había aprendido a coser, que tenían una máquina de coser en casa de la abuela y que ya había hecho alguna camisa y hasta había empezado a hacer los vestidos de la casa. Me diréis “nunca serán tan bonitos (…) o cualquiera de las marcas que todos conocemos y que están marcando nuestras modas”. Puede que no sean tan bonitos, pero el hacernos nosotros las cosas básicas que necesitamos es una manera de honrar la Creación, es una manera de no depender. ¿Por qué? Yo sé que en Milán hay revistas de antropología de la moda, revistas especializadas. ¿Por qué van a elegir los modistos milaneses cómo vamos a vestir en todo el mundo?, igual que los gobiernos deciden que nos tenemos que poner mascarillas. ¿Por qué? ¿Por qué vamos a depender de centros de poder de un tipo o de otro –diríamos- y todos nos vestimos iguales?. Y este año toca esto, tocan estos colores. ¿Por qué?. Si tenemos tiempo para hacerlos, si podemos hacerlo, si basta con aprender… Dios mío, los que hacen ropa tienen que vivir, pero, de nuevo, los que hacen físicamente la ropa malviven, viven los grandes modistos, o los que diseñan, o los que la conciben. Como los agricultores. Los agricultores malviven y, sin embargo, tienen que tirar su fruta muchas veces y, sin embargo, nosotros compramos, porque salen más baratas, naranjas de Sudáfrica. Hay algo diabólico en toda esa manera.

Hay que pedirLe al Señor (Le hemos pedido estos días, yo creo que casi todos los días, y se lo pedimos todas las Eucaristías, aquí y en todas partes) que quienes tienen trabajo que puedan dar trabajo para que a nadie le falte. Yo un día añadí una petición para que todos sepamos ser imaginativos e inventarnos trabajos. En aquella crisis del 2009, en un pueblo grande de la Mancha, una mujer que sabía hacer tartas y con sus dos hijas se puso a hacer tartas y llevaban tartas a domicilio en una moto, hicieron frente a la crisis. Hay mil cosas que podemos hacer. Yo conozco a un pastor de Andalucía que tiene 900 ovejas y que hace quesos porque el Estado le pide poner una marca, pero no los anuncia en ninguna parte, los hace en su casa, no tiene publicidad en ningún sitio, pero la gente va de toda España a comprar esos quesos porque son exquisitos, tienen una garantía. Hay zonas de Estados Unidos, más bien rurales (la mayor parte de Estados Unidos es rural), y hay una cosa que se llama “alimentos certificados por la Iglesia”, porque la gente intercambia, aprovechan los domingos cuando van a la Iglesia para que tú cultivas frambuesas, tú tienes conejos, este tiene carne de ternera y uno sabe que quien te va a vender esas frambuesas te las vende frescas, porque, sino, al domingo siguiente, le echas “la bronca”, porque es tu vecino y porque le conoces. Es necesario recuperar la humanidad del trabajo (…).

(…) No tenemos que ser todos directivos de una gran empresa multinacional, pero no tenemos que ser esclavos. Somos un pueblo de hombres libres. Un pueblo de hombres libres es un pueblo en el que la libertad fructifica, no hay cosa más fecunda; la libertad es como el amor, es una condición del amor, no hay verdadero amor sin libertad. Precisamente, porque es fecunda una sociedad libre, enseguida fructifican mil iniciativas de todo tipo, entre los vecinos, en el barrio, de toda humanidad. Iniciativas que cultivan la humanidad.

A mi siempre me ha dado un poco de pena el que nosotros, el deseo de muchos jóvenes, y yo he trabajado muchos años directamente con jóvenes, era ser funcionarios. Luego protestamos contra el marxismo. Pero el marxismo o el comunismo no lo hacen sólo unos políticos que tienen determinadas concepciones de la sociedad; no lo hacen sin la complicidad de una sociedad que, como decía un pensador romano, no cristiano, pagano todavía: “Los hombres no quieren ser libres, la mayor parte de los hombres. Son muy pocos los hombres que quieren ser libres. Lo que los hombres quieren es tener buenos amos”. Pero si uno prefiere, si otro está ya resignado a tener amos, a que otros decidan mi destino, mi orientación en la vida por mí, estoy abocado a una sociedad totalitaria, donde luego no puedo quejarme de algo de lo que soy cómplice en muchos sentidos.

Y este ámbito del trabajo, recuerdo la JMJ que tuvo lugar en Cracovia en el año 92 o 93 (acababan de caer el Telón de acero y el muro de Berlín). Era la primera vez que jóvenes de la Unión Soviética y del Este de Europa participaban (todavía tenían las antiguas banderas de las que habían recortado la hoz y el martillo, pero eran las mismas banderas). Yo era obispo auxiliar de Madrid ocupándome de los jóvenes. Hicimos cinco días de camino con jóvenes, todos o rusos, o del este de Europa y algunos polacos. Unos 5.000 jóvenes éramos los que hacíamos esa ruta y una noche estaba el Cardenal de Cracovia presidiendo la Eucaristía, y yo, que era un obispo jovencillo, y entonces inexperto e ingenuo, se me ocurrió preguntarle por qué Polonia había sido capaz de resistir al régimen comunista y otros países de la Europa oriental no habían sido capaces. Él me dijo: “Usted no pensará que en cinco minutos en la sacristía yo le voy a responder a esa pregunta, que necesitaría para ello muchas horas, pero le voy a dar una razón en la que usted no ha pensando”. Yo callado, dispuesto a aprender, era el sucesor de Juan Pablo II en Cracovia, y me dijo: “Los campesinos polacos nunca se dejaron convertir en proletarios emigrando a las ciudades”. Esa razón es muy importante. Y sin embargo, muy fácilmente nos dejamos convertir en proletarios y luego nos quejamos de los gobernantes que tenemos o del tipo de sociedad en la que vivimos. Nunca dejaron que se les convirtieran en proletarios, a pesar de que se les invitaba constantemente la emigración masiva a las ciudades.

Estamos en la Novena de la Virgen de las Angustias. Es la patrona de nuestra ciudad de Granada. Es verdad que es la Patrona de la ciudad, pero yo no puedo dejar, como pastor, de pensar en toda la diócesis, y la mayoría de nosotros hemos nacido en pueblos aunque vivamos aquí en Granada. Dios mío, hay que resistirse al vaciamiento de nuestros pueblos, hay que pedir que el Señor nos ilumine para recuperar… que no nos va a hacer ricos la agricultura, pero nos va a hacer libres, nos va a ayudar a ser más libres. Y tenemos que luchar contra la dependencia de las grandes superficies. ¿Y luchar contra ellas qué significa? Que si tengo una tienda pequeñita debajo de mi casa, o cerca de mi casa, a dos manzanas de mi casa, le compro; que si tengo un carnicero debajo de mi casa, ¿qué es más caro?, que un poquito más caro que una gran superficie es, y menos cómodo que tener que ir de una a otra; pero, ¿valoramos de verdad más la humanidad de nuestras relaciones o simplemente el precio? Cuando valoramos las cosas que tenemos exclusivamente por el precio no terminamos nosotros mismos, ¿no somos ya proletarios espiritualmente, en el sentido de que nos valoramos nosotros mismos por lo que producimos y por lo que consumimos?, ¿no nos ponemos nosotros mismos un precio cuando lo que queremos es que nos den un salario y ya el resto de mi vida me la organizo yo?, y me la organizo yo sin pensar en mis hermanos. ¿Cómo queremos que salga de ahí una sociedad?

Perdonadme, yo sé que en estos meses miramos muchos a los políticos y les acusamos mucho de las situaciones en las que nos vemos, pero yo quiero sencillamente decir que todos somos cómplices de esas situaciones del mundo de las que muchas veces ni siquiera somos conscientes. Y que hace falta un mundo nuevo. Pero un mundo nuevo no nos lo van a hacer otros. Un mundo nuevo implica que nosotros tengamos una relación nueva con nuestro trabajo. Y si somos jubilados, que le pidamos mucho. Igual que una mujer que, durante la pandemia le decía a su párroco (…), “yo quisiera ayudar, llevando comidas a las familias como hacen en la parroquia y en Cáritas, pero no tengo ni edad ni fuerzas para hacerlo, entonces me oigo 4 misas todos los días y rezo 11 rosarios, ¿le parece que estoy haciendo bien?”. Y le dije: “Dile que ese es el pueblo cristiano del que me siento orgulloso de pertenecer”. Que, a los mejor, es lo más importante que se está haciendo en esos días –diríamos-, hasta para sostener las manos de los que van a Mercagranada y llevan comida para repartirla a personas necesitadas. Es un cambio de mentalidad lo que le tenemos que pedir a Nuestra Señora; un cambio de mentalidad, un cambio de orientación de nuestro corazón y de nuestros deseos, de orientación de nuestra gente, de modo de entender nuestro trabajo. No es un medio simplemente para conseguir un salario que me permite ir a la playa los fines de semana. No. Es un modo de contribuir a la humanidad del hombre, a la humanidad de mis prójimos, a la humanidad de mi familia, a la humanidad de otros. Y entonces, el propio trabajo es gratificante.

Una última cosa me queda. Estamos acostumbrados a ver el significado religioso del trabajo sólo a la luz del Paraíso y de la orden del Señor a Adán de decir “cultivad la tierra y sometedla”. Eso es una parte de la historia, porque luego vino el pecado y el pecado hizo que cuando no había más que dos hermanos uno se matara al otro. Eso es destruir la vida. Desde el primer momento, está allí la muerte al lado nuestro. La verdadera fuente para comprender el significado cristiano del trabajo ¿sabéis cuál es?: el hogar de Nazaret. Jesús, que vino a salvar a los hombres, se pasó treinta años en silencio, sin hablar en público, sin vida pública, y ahí su amor nos estaba redimiendo, no hubiera hecho falta la cruz, hubiera bastado con un solo gesto de esa vida oculta y ese amor para que salvara al mundo entero. Fue a la cruz para que todos pudiéramos saber que ese amor no se deja vencer por nada. Pero 30 años de vida oculta y poco más de dos años de predicación y muerte. Ahí en el taller de Nazaret. Y el trabajo de José fue necesario para que Jesús creciera. Pues, nuestro trabajo es necesario para que Cristo crezca en el mundo. Pero tenemos que hacerlo con esa conciencia, si no, no sirve para nada, es nada más que una parte de la máquina inmensa de producción de la que nosotros mismos no somos más que una pureza. Yo me resisto a ser una pieza de una máquina de ninguna clase. Yo soy un hijo de Dios, imagen de Dios, destinado a la vida divina. Y menos que eso no me respeta. Y menos que eso no me basta, pero ni a mí ni a ninguno de vosotros, ni a mí ni a nadie.

Que la Virgen, que acompañó a Su Hijo hasta el don de su muerte, y que nos lo entrega todos los días; que Ella nos acompañe en ese camino para recuperar nuestra dignidad en toda nuestra vida: la dignidad de hijos de Dios que se expresa también en nuestra relación con la producción y con el trabajo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

23 de septiembre de 2020
VII día de Novena en honor a la Virgen de las Angustias
Basílica de Nuestra Señora de las Angustias (Granada)

Escucha homilía