Fecha de publicación: 22 de diciembre de 2018

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios, reunido hoy en un número tan grande para acoger y acompañar a D. Francisco Jesús Orozco, a quien el Santo Padre ha querido incorporar al colegio episcopal y encomendar esta antiquísima sede de Guadix-Baza;
Excelentísimo Señor Nuncio de Su Santidad en España, cuyas palabras hemos oído hace un momento con gratitud, y a quien suplico que haga llegar a Nuestro Santo Padre el Papa Francisco el testimonio de nuestra comunión y nuestra obediencia fiel; 
Señores Cardenales, Hermanos Arzobispos y Obispos; y saludo de manera especial al Sr. Arzobispo de Sevilla, D. Juan José, y al Obispo de Córdoba, D. Demetrio, que sucesivamente han sido ambos obispos de quien hoy va a recibir la plenitud del sacerdocio; a D. Ginés, que te ha precedido en el servicio fiel y muy generosamente a esta Iglesia; y a los restantes obispos de la Provincia Eclesiástica de Granada, y también de la de Sevilla, hermanos tuyos desde hoy y compañeros de servicio a la única Iglesia de Cristo de una manera especialmente cercana; 
muy querido D. Francisco;
queridos sacerdotes, de Guadix- Baza, de Córdoba, de Granada y de otros lugares que ha querido acompañarte;
religiosos y religiosas; 
asociaciones de fieles y cofradías;
Excelentísimas autoridades civiles y militares; 
hermanos y amigos todos (y también aquí, saludo de manera especial a los padres y familiares de D. Francisco, y a los fieles cristianos venidos de Villafranca de Córdoba, o de esa otra especie de “patria espiritual” tuya que son los muchos jóvenes que acompañaste como peregrinos a Guadalupe y a Santiago de Compostela);
queridos hermanos y amigos todos:

Celebrar una ordenación episcopal, y hacerlo dos días antes de la Nochebuena es, si lo pensamos, un acontecimiento sumamente singular, y a la vez lleno de sentido. Pues la importancia de lo que sucede en esta celebración no puede entenderse meramente desde las categorías habituales de la vida social o política, o de lo que significa en esos ámbitos la autoridad, y la transmisión de la autoridad. No basta para comprender lo que sucede aquí esta mañana, acudir a nuestras ideas normales acerca del prestigio, del poder, o de la autoridad misma, ni siquiera de aquella autoridad que se deriva de la virtud o de un servicio virtuoso a los hombres, que sería en esta ocasión reconocido o reclamado en quien va a ser ordenado de quien va a ejercer el ministerio episcopal. La inmensa alegría que experimenta la diócesis de Guadix, y que experimentamos todos nosotros (y en realidad la Iglesia entera), no nace sólo de consideraciones de este tipo. Si nos quedáramos ahí, estaríamos dejando fuera lo más importante, la clave del arco que lo sostiene todo.

 ¿Podría detenerme a decir lo que parece más evidente, pero que acaso por eso mismo podemos dar por supuesto, y nos es tal vez más necesario retomar, recordar y repetirnos una y otra vez? Una ordenación episcopal no se entiende si no se vincula al acontecimiento único que celebraremos pasado mañana por la noche, esto es, el nacimiento en la carne del Hijo de Dios, en quien “se ha manifestado la Gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres” (Tit 2, 11); se ha manifestado “la bondad de Dios y su amor al hombre, y no por las obras de justicia que hubiéramos hecho nosotros, sino, según su propia misericordia” (Tit 3, 4). Es la Encarnación del Hijo de Dios, su abrazo esponsal a la criatura, podríamos decir el sacramento de los sacramentos, la luz que ilumina la creación y la historia, el centro de la una y de la otra. La Encarnación y la Navidad no son, en efecto, como se nos invita a pensar en estos días desde tantas instancias, una especie de cuento de hadas piadoso para niños con el fin de enseñarnos a vivir por unos días con algunos sentimientos bondadosos fabricados expresamente para estas fiestas (y, en definitiva, efímeros, cuando no falsos, precisamente porque esos sentimientos exigirían olvidarnos de que existe el mal y de que existe el sufrimiento). La Encarnación y la Navidad son el acontecimiento más subversivo de la historia entera, el único realmente subversivo, hasta el fondo, en el sentido paradójico de que pone del revés todas las categorías humanas: Dios revela su verdadera grandeza y su verdadera trascendencia (la plena omnipotencia y la infinitud de su amor) en su capacidad de rebajarse, de humillarse, de anonadarse, de darse libremente y por entero a sí mismo. Dios se revela como el Dios verdadero, y verdaderamente grande, al ponerse a servir a su criatura, al hacer oficio de esclavo con ella, al lavarle los pies, como hizo simbólicamente en la Última Cena y realmente después en el Calvario. El camino comenzado en la Encarnación, el don que nos empieza a ser dado, que amanece y se manifiesta a la luz en la Navidad, y que se manifiesta en cada gesto y en cada palabra de Cristo, culminará en su Pasión y en su Muerte, a las que hace referencia tu lema episcopal: “Tus heridas nos han curado” (1 Pe 2, 24). Pero ese don desembocará en esa otra “noche luminosa más que el sol”, y en la mañana de esa otra Pascua que es la Pascua de Resurrección, a partir de la cual, el grano de trigo, muerto y sembrado en la tierra, con el calor y el poder del Espíritu Santo, fructificará en una cosecha inmensa, en una humanidad nueva, recreada en un pueblo hecho de todos los pueblos —así llamaban a veces los primeros cristianos a la Iglesia— que no ha cesado de crecer y que no cesará de crecer hasta el final de los días.

Decía que la ordenación episcopal es inseparable de este acontecimiento de Cristo cuyo amanecer —cuya epifanía— celebramos en la Navidad. En efecto, la Iglesia viene a ser el modo como se cumple la promesa de Cristo: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). La Iglesia es como una prolongación de la Encarnación, en cuanto que es el cuerpo de Cristo en la historia, como el sacramento que prolonga la humanidad de Cristo, una humanidad vivificada por el Espíritu Santo, a lo largo de la historia. Pues bien, la permanencia y la continuidad de esa humanidad que nace del costado abierto de Cristo viene garantizada por un hecho carnal, perfectamente humano, físico, que es la sucesión apostólica y el poder del Espíritu Santo transmitido en la imposición de las manos.

Dicho de otro modo, la sucesión apostólica y el ministerio episcopal, —con su triple oficio de enseñar, de santificar y de regir, herencia viva del ministerio de Jesús—, hacen de una manera misteriosa, pero perfectamente real, realmente real, presente a Cristo en la Iglesia y en el mundo de hoy. En la sociedad de hoy, en la realidad de hoy, aquí y ahora. Gracias a la sucesión apostólica, los sacramentos de la Iglesia hacen a Cristo contemporáneo nuestro, contemporáneo de los hombres y las mujeres de hoy, de manera que cuando un niño o un adulto es bautizado, Cristo se une a los neófitos y les hace miembros de su cuerpo; que cuando un presbítero celebra le Eucaristía, en esta catedral o en el último pueblo de la Alpujarra, y recibimos el cuerpo de Cristo, es Cristo realmente quien se nos da y viene a nosotros en la comunión y nos sostiene en el camino con su Espíritu Santo; que cuando un sacerdote perdona los pecados, es Cristo quien, a través del sacramento, está acogiendo y perdonando y abrazando al penitente; y que cuando un hombre y una mujer se prometen amor y fidelidad esponsales en presencia de Cristo y de su Iglesia, es Cristo mismo quien desvela la profundidad sin límites de ese gesto humano; es Cristo quien lo sostiene y hace posible su plenitud fecunda y gozosa, su plenitud intuida, casi siempre sinceramente deseada, pero apenas concebible —o sólo con mucha dificultad— como posible en la realidad.

Dejadme detenerme aquí un momento. El colapso del matrimonio y de la familia cristiana son acaso el hecho social —la herida social— más grave y significativo de nuestra sociedad, en Guadix como en Granada, en Madrid o Barcelona como en Nueva York. Un teólogo cristiano escribió, hace ya décadas, que en unas sociedades como las nuestras al menos, en un mundo globalizado, el matrimonio era un acto subversivo. Yo creo que no le falta razón. Y lo va a ser cada vez más. Y tal vez eso nos ayudará a comprender que, por ejemplo, el dogma de la Inmaculada Concepción era también un dogma subversivo: ¡que la esperanza última de la especie humana no esté en la innovación tecnológica o en el poder del hombre, sino en el amor infinito que recibimos de Dios! Y eso nos llevará de nuevo a asomarnos, asombrados, al acto subversivo por excelencia: la Encarnación del Verbo, cumbre de una historia de salvación que es, desde el comienzo, desde Abraham y el Éxodo (o si queréis, desde la misma Creación), toda ella subversiva, porque es toda ella obra de un inconcebible amor.

¡Qué bello, qué diferente, qué decisivo para la esperanza de las personas es el ministerio episcopal visto a esta luz sacramental! El obispo es, puede decirse con verdad, el sacramento cuya materia es un ser humano y libre —un don total que responde al don total de Cristo—, el que garantiza la verdad de los demás sacramentos, y en ellos, la verdad de la esperanza humana que ellos sostienen, de la humanidad bella y buena que la presencia fiel de Cristo hace posible. ¡Pero qué diferente es nuestro corazón —qué diferente es mi corazón— cuando me concibo a mí mismo como un “organizador de eventos religiosos” o cuando concibo que el centro de mi misión o la verdadera tarea de mi vida, en realidad, la única, es que los hombres puedan reconocer, hasta en mi pobreza, en mis límites, la presencia, la misericordia y el amor de Cristo!

Entiendo muy bien que el sentimiento que te embarga en este momento sea el de la desproporción. ¡Pídele a Dios que te embargue siempre, que no te abandone jamás! Como de Belén, “pequeña entre los clanes de Judá”, igual que lo reconocía el Profeta Miqueas en la lectura que acabamos de leer, ha salido el Pastor que ha de guiar al pueblo “con la fuerza del Señor”, y que “será su paz”, así el Señor nos elige, te ha elegido para hacerse presente en tu vida y en tu ministerio, junto con los presbíteros que colaborarán contigo en esa preciosa misión —imposible para el hombre, pero capaz de llenar de gozo y de cumplir plenamente la vida “con la fuerza del Señor”— de comunicar la vida divina, de introducir en este mundo la novedad de Cristo, tan nueva y tan sorprendente y tan fresca hoy como la mañana misma de Pascua; tan necesaria para el hombre de hoy como pudiera serlo para el de hace dos mil años.

He usado ya dos veces la palabra “subversión” para describir esa novedad cristiana en todos los órdenes, en el sacramento del matrimonio como en la Virgen María, que es modelo y espejo de toda vida en la Iglesia y de toda vocación eclesial. Como podría haberla usado para el mandamiento nuevo del amor que el Señor nos ha dado, o para la gratuidad a la que nos reclama a los apóstoles como modo de vida, o para el significado del celibato y la Virginidad consagrada. Pero es imprescindible para no dar lugar a confusión que esa subversión, que ese escándalo que lleva consigo la Encarnación del Verbo, que se transmite a todo lo que es genuinamente cristiano, y que no puede sino crecer en un mundo descristianizado, no es una subversión ni una lucha contra nadie, ni contra ninguna institución, sino a favor de todos: pues a la toma de conciencia de esa subversión está y a su extensión está esencialmente vinculada la única posibilidad de un futuro humano para nuestra sociedad. No se trata de luchar contra nadie; pero sí de resistirse y de luchar contra esa idolatría que ha convertido a los vicios de la avaricia y la mentira en virtudes sociales y políticas fundamentales, y a la diversión y al juego como uno de los contenidos centrales de la vida social, lo que no puede más que llevar a cualquier sociedad que tome ese camino al suicidio colectivo, por más que sea un suicidio silencioso, y que ese hecho enorme se oculte cuidadosamente, y todo el inmenso aparato de la comunicación esté articulado para que no pensemos en ello. Esa resistencia y esa lucha no se hacen tanto denunciando o desenmascarando los cánceres que envenenan nuestra vida social y económica, que es algo que hay que hacer a veces, cuanto mostrando sin ninguna timidez la belleza y el gozo de una vida alternativa, la alegría “visceral”, diría yo, de “pertenecer a Cristo”, de pertenecer a un pueblo que no es distinto de los demás hombres, que participa como todos de la contaminación cultural y moral en la que vivimos, pero que ha hecho la experiencia de que “las heridas” y el amor de Cristo nos han curado; y que vive en consecuencia en ese milagro constante que es la Iglesia de Cristo, que no es el resultado de ningún proyecto humano ni el fruto de ningún cálculo humano. Es el cuerpo de Cristo, cuya alma es el Espíritu Santo, esto es un pueblo —visible, tangible—, cuya regla fundamental es el milagro cotidiano de la comunión, cuyo mandamiento único en verdad es el del amor a Dios y a los hombres, y cuyo amor al bien de los hombres y a la verdad de su destino es, sencillamente, irreductible.

El Santo Padre ha usado con frecuencia una expresión feliz: en el mundo de hoy, la Iglesia es un “hospital de campaña”. Dicho de otro modo, vivimos en un mundo herido, profundamente herido, sobre todo en el matrimonio y en la familia. Nuestro pueblo, educado durante siglos en la vida cristiana, ha sido herido en su buena fe por décadas (o siglos) de engaños y mentiras sistemáticas, también, como decía el Concilio, porque nosotros mismos hemos velado a veces con nuestros escándalos o nuestra mediocridad más que revelado el rostro de Jesucristo a los hombres. Pero es un pueblo sobre todo herido en su esperanza. Y es la desesperanza la que atrae a la muerte. Sin paternalismo de ninguna clase, sin ningún sentimiento de superioridad sobre nadie, con la alegría humilde de quien todo lo que posee lo posee como gracia, no hay servicio más urgente a este mundo enfermo que ofrecerle la gracia de Cristo, la vida de ese pueblo del que todos formamos parte, y que tú ahora estás llamado a sostener y a guiar en la Diócesis de Guadix. Estate seguro de que no te faltará la gracia del Señor, ni el apoyo de nuestra amistad y nuestra comunión.

En el evangelio de hoy, María, apenas recibido el don de Cristo en su seno, sale apresurada a acompañar a su prima Isabel en su necesidad. El gesto de María es como un eco del gesto de Cristo que sale del seno del Padre a poner su morada en nuestro mundo de pecado, a ofrecer su cuerpo en sacrificio expiatorio para nuestra santificación, a pagar con su sangre el precio de nuestra alegría. Como María, como Cristo, sal tú —y sé modelo para tus sacerdotes y para tus fieles— al encuentro del necesitado de aliento o de compañía, del alejado, del que está herido al borde del camino, del hombre y la mujer que han perdido la esperanza. Mejor dicho, síguelo haciendo, como lo has hecho tantas veces en las peregrinaciones y en tantas otras circunstancias de tu ministerio sacerdotal.

Déjame terminar aludiendo simplemente a dos o tres tareas especiales en tu diócesis (o en nuestras diócesis). En primer lugar, está el campo y la agricultura, que en las zonas de montaña de la Andalucía Oriental es tan diferente de la agricultura de la Campiña cordobesa que tú conoces. Los pueblos se despueblan, los jóvenes se marchan, la agricultura es abandonada. Es ese un drama humano y espiritual de dimensiones enormes al que la economía convencional no presta casi atención. Y a la luz de la decisiva encíclica social del Papa Francisco Laudato Si’, y quizás especialmente a la luz de su invitación a repensar de nuevo, en profundidad, lo que significa el progreso humano, tendríamos que pedirle al Señor imaginación y valor, y cooperando con los fieles cristianos a quienes este problema afecta e interesa, contribuir a la creación de una cultura agrícola más adecuada a una ecología integral humana, y sostener, abandonando los criterios capitalistas e industriales, unas criterios de trabajo agrícola inteligente y cooperativo que permita sostener a las comunidades humanas de los pueblos pequeños y su exquisita calidad de vida, fruto de siglos de cristianismo, frente a la proletarización imparable de la vida anónima en las ciudades. Y estrechamente ligado a esa situación de abandono de los pueblos está el tema de la emigración, al que nuestras Iglesias tienen inevitablemente que dar una respuesta acorde con el Espíritu del Señor y realista en la apreciación de nuestras posibilidades y nuestros límites. Por último, está la juventud. A ella has dedicado una parte bien grande de tu ministerio sacerdotal, un ministerio que el Señor ha bendecido singularmente en este campo. No lo dejes nunca. Al contrario. Pídenos la ayuda que necesites, sé instrumento de comunión y de estímulo para todos nosotros en ese precioso campo. Tú sabes mejor que yo, y quizás también que otros de nosotros, que una pastoral de juventud sana y fresca —sin concesiones al sentimentalismo, capaz de transmitir a los jóvenes “la esperanza que no defrauda”—, es a la vez la mejor fuente de vocaciones: de unas vocaciones que no huyen de la aridez y de la sequedad del mundo ni buscan refugio en la Iglesia, sino que están decididos a que esa sequedad, ese desierto moral en el que tantos hombres y mujeres viven, por la presencia y el poder salvador de Cristo, se transforme en una tierra fértil, llena de frutos bellísimos para gloria de Dios y gozo de los hombres.

Que todo tu ministerio, que hereda la bella y antigua tradición episcopal que se inicia en San Torcuato, y que tiene como modelos recientes a San Pedro Poveda y al beato Manuel Medina Olmos, mártires de la persecución religiosa de 1936, y que está representado en los gestos y en los símbolos que vamos a llevar a cabo en esta celebración, hagan de tu vida entera —y no sólo de los gestos sacramentales que por oficio habrás de celebrar— un instrumento precioso de la presencia salvadora de Cristo en la diócesis de Guadix, tu Esposa y tu familia desde hoy, y en toda la Iglesia y en el mundo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

22 de diciembre de 2018
Catedral de Guadix