Uno tiene la impresión, inevitablemente, que después de la lectura de la Pasión cualquier palabra es como si fuera una profanación, como si fuera algo que no es adecuado.

El relato en sí mismo en el Evangelio de San Juan, que es el que se hace todos los Viernes Santos, tiene tal fuerza. Y la liturgia entera de hoy es una liturgia sobria. Sobria en cantos, sobria en palabras. Sólo algún rasgo de esa liturgia quiero yo subrayar muy brevemente.

Uno. El día de Viernes Santo se hace una oración de los fieles que, a diferencia de las que se hacen todos los domingos, no está creada por los mismos fieles, por la misma comunidad cristiana, sino que es una oración común para toda la Iglesia. Y es una oración que incluye a todos los hombres: los paganos, los no creyentes, absolutamente todos. Nadie queda fuera de esa intercesión de la Iglesia, porque nadie queda fuera del Abrazo de Cristo.

Yo pienso que muchas veces nosotros no terminamos de creernos que el Señor nos quiera. Lo hemos oído decir muchas veces, en las catequesis, en las predicaciones de los sacerdotes. Y sin embargo, es como si eso se quedase en nuestra epidermis, como algo fuera de nuestra vida. Como si fuera una frase banal, que no llega hasta la médula, hasta las entrañas. Y en el fondo hay una razón para eso -pienso yo, a lo mejor hay muchas-. Una desde luego está en que si algo no quiere el Enemigo es que podamos pensar que Dios nos quiere. Si algo quiere el Enemigo es que nosotros nos machaquemos a nosotros mismos. Pero es ese machaque, en el que nosotros somos cómplices, lo que hace difícil acoger el anuncio de que Dios mismo ama mi vida. Y la ama de tal manera que aunque yo fuera la única persona que existiera en el mundo el Hijo de Dios habría derramado su Sangre por mí. Esto vale para mí y vale para todos, para todo ser humano.

Dios santo, no somos capaces de querernos bien a nosotros mismos. Nosotros mismos pensamos que nuestra vida no vale gran cosa. Con frecuencia nos despreciamos, nos machacamos. Os lo digo como sacerdote, acostumbrado a escuchar a muchas personas. Y una de las cosas que tengo que hacer con más frecuencia es decirle a una persona: “Dame ese flagelo, deja de flagelarte”. A veces digo “tengo un museo de flagelos, hago colección de flagelos. ¡Pero quitároslos, quitároslos! Esos flagelos nunca son de Dios”.

¿No hemos oído en el profeta, en la Primera Lectura, que Él cargó con nuestras culpas, que Él ha llevado nuestras enfermedades y que sus heridas nos han curado? Es el enemigo, es Satán quien quiere la humillación del hombre. Dios no nos humilla jamás. Dios nos ensalza, como a la Virgen. “Te has fijado en la bajeza de tu sierva”, en la bajeza de tu esclava. Pero qué difícil se nos hace acoger ese “te quiero” de Dios. Ya nos resulta bastante difícil acoger los “te quieros” que hay en este mundo porque siempre tenemos un motivo, alguna razón que justifique la desconfianza: “¿qué me irá a pedir?, ¿qué querrá de mí?, ¿qué estará buscando?”. Y ponemos barreras. Que eso no quiere decir que haya que vivir la vida con una ingenuidad infantiloide. ¡No! Justo porque se vive con seriedad uno emplea la razón, y la libertad, y el afecto y los emplea bien. Pero cuando es Dios, el Dios que se burla de los meteorólogos a veces; que ha creado los mares, las montañas, las galaxias, las estrellas, los animales; que nos ha creado a cada uno de nosotros; Él, que nos dice “te quiero, te quiero con toda mi alma, te quiero hasta tal punto que si tuviera un millón de vidas, un millón de vidas daría por ti”… Eso es lo que nos cuesta creer. Es lo que en el fondo pensamos que es una frase bonita, pero que no puede ser verdad. Y es santo y ser cristiano decir que “sí” a ese amor.

El Credo, que en su forma más pura, que es la fórmula de la noche de Pascua y la fórmula bautismal es una fórmula de “sí” a una Alianza de amor, es un “sí” a una declaración de amor. Es un “sí quiero” esponsal.

Señor, vamos a orar por todos los hombres ahora. Vamos después a adorar la Cruz, pedirLe al Señor que quite los obstáculos de nuestro corazón. Que nos deje acoger su amor con una fe sencilla. Adorar ese amor, dejarnos calar, como se deja uno calar por una lluvia fuerte. Dejarnos calar por ese amor. Ya fructificará en nuestra tierra, en la tierra de nuestras vidas, de una manera o de otra, porque su Palabra, como la lluvia, no baja a la tierra nunca sin que produzca su fruto. Pero, Señor, ¡vence los obstáculos! Abre las puertas de nuestra alma, para coger simplemente el “te quiero” y poder decir en la noche de Pascua “sí, creo”. ¿Crees en Jesucristo el Hijo de Dios que nació de Santa María Virgen, que padeció bajo el poder de Poncio Pilato, que fue crucificado…? “Sí, creo”. Y eso es como una columna vertebral nueva que nos es dada para afrontarlo todo en la vida, para afrontar la vida misma, que a veces es tan dura, y para afrontar la muerte. Con la certeza de que ni siquiera la muerte tiene el poder de destruir el amor que nos ha creado y el amor que nos ha redimido: el amor de Jesucristo. Y por lo tanto, no hay que temerla. Como alguien me decía no hace muchas semanas, cerca de la muerte posiblemente, muy probablemente, le decía: “¿Tienes miedo a morir?”. Y me decía: “No, porque no tengo miedo a Dios. Tengo más miedo a lo que pueda venir antes de la muerte, pero a Dios no le tengo miedo”.

Señor, sólo si creemos en tu Amor, sólo si dejamos que tu Amor cale en nosotros, tiene sentido una frase así. Y uno dice “es el don más grande”: poder vivir sin miedo a la muerte. De hecho, la Carta a los Hebreos lo dice: “Vino a liberar a aquellos a quienes el diablo tenía sometidos por causa del miedo a la muerte y por causa de ese miedo viven toda su vida sometidos a esclavitud”. ¿Quién es el hombre libre verdaderamente? El que no tiene miedo ni siquiera a la muerte, porque sabe que Dios está con Él.

Señor, danos esa libertad, vinculada al hecho sencillo que Te abramos el corazón y digamos “sí, creo”, cuando Tú dices “Yo te amo”.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

19 de abril de 2019
S.I Catedral

Escuchar homilía